John Huston y el western

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Tres títulos, un solo western auténtico

los-que-no-perdonan-2A pesar de poseer una obra extensa, y a pesar de que se ha movido con soltura en diversos géneros, no ha tenido John Huston una especial inclinación por el western. Y eso que sus constantes temáticas, el gusto por la aventura o la fascinación por las batallas perdidas, parecerían hacer del cine del oeste un marco muy adecuado para desarrollar su creatividad.

En rigor sólo una de sus películas entra de lleno en esta categoría. Se trata de Los que no perdonan. En otras como El tesoro de Sierra Madre, El juez de la horca o Vidas rebeldes (de la que se habla en otro lugar de este monográfico) ofrece más bien un continente que recuerda las constantes del género, pero que alberga un contenido alejado de sus claves.

En El tesoro de Sierra Madre, la cuarta película que realizó, y en la que contó con la inestimable colaboración de su padre, Walter Huston, en uno de los papeles protagonistas, se sirve de los paisajes del oeste inhóspito para hacer una película de aventuras, pero sobre todo atendiendo a la aventura interior de los protagonistas.

Es cierto que se nos cuentan las vicisitudes de estos buscadores de oro, pero por encima de ellas se trata de una parábola moral sobre el envilecimiento humano y sus causas. Con una ligereza un tanto exagerada se va trazando la línea que va de la honestidad a la traición impulsada por el motor de la codicia.

El arranque nos muestra la nobleza de los protagonistas, entre ellos quien más tarde se corromperá, Dobbs, interpretado por un Humphrey Bogart que nunca acaba de encontrar el tono adecuado para su papel. Su integridad hace que sólo se apropie del dinero que se le debe y que paguen los desperfectos causados en el bar. Del mismo modo Dobbs tiene ocasión de mostrar su camaradería cuando comparte con Curtin el premio que ha obtenido en la lotería para lanzarse así a la aventura de la búsqueda del oro.

Sin embargo esta actitud irá corrompiéndose a medida que logren el objetivo que les movía. Toda la generosidad de Dobbs va tornándose egoísmo, y la película acaba siendo, o pretendiendo ser, una indagación de la corrupción moral, incluidos los problemas de conciencia que la acompañan, como sugiere el plano en el que se nos muestra el fuego sobre su rostro mientras articula una reflexión sobre la banalidad de los remordimientos.

El formato de pantalla utilizado, así como la planificación por la que Huston opta son ya un indicio de sus intenciones. Los planos generales casi no existen, y la relación 4:3 de la pantalla excluye la posibilidad de recrearse en planos generales que apunten a la épica y a la melancolía que el western suele llevar asociados.

La cámara cercana a los rostros de los protagonistas y el ambiente cerrado, aun estando al aire libre, en el que se mueven, jugando la montaña un rol opresor, son los apropiados para indagar en la dimensión moral en la que la película se desarrolla, y que acabará resolviéndose de manera harto convencional, con el castigo del malvado y el premio a los buenos, un premio que no puede consistir, eso ha quedado claro, en la obtención del oro, en tanto que éste no recompensa sino que corrompe, como se nos ha mostrado en la figura de Dobbs. La compensación a los esfuerzos de los buscadores reside en  esos mismos esfuerzos, en el enriquecimiento personal que han supuesto, y así lo reconoce la carcajada final de los protagonistas.

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En El juez de la horca Huston intenta ofrecernos una visión mítica del oeste, pero se queda a medias. Su planteamiento evoca la leyenda, esos momentos en los que marchar hacia el ocaso equivalía a penetrar en un terreno inexplorado, en el que todo estaba por hacer, y donde al mismo tiempo los peligros eran reales, desatados, ajenos a la categorización que la civilización logró imponerles más tarde.

En la película están presentes muchas de las referencias que identifican el género: bandidos, pistolas, cantinas, caballos, whisky, la horca… Con ellos construye el marco que pretende contener aquel tiempo pasado que ya no existe. El cartel inicial nos sitúa al oeste del Pecos, donde sólo existían las serpientes y los forajidos, sin que la ley y el orden, inexistentes, significasen nada para ellos. El tono que adopta es el de una balada que narrará unos hechos inciertos, que quizá no fueron tal cual se cuentan, pero cuya pervivencia legendaria siempre será preferible a la tosca realidad. Los títulos de crédito, en forma de carteles antiguos, abundan en ese aire lejano y fascinante que recorre la película.

En contraposición a todo ello al final llega la ley, pero sus resultados no corrigen la barbarie que el juez había instaurado. Si Bean se proclama al principio de la película la ley, la que vendrá a remediar sus excesos no hace sino confirmarlos. Bajo la apariencia ilustrada los nuevos tiempos representan una continuación tramposa de una época desaparecida que, al menos, mantenía una aureola cargada de encanto.

Sin embargo, a pesar de todo ello, la película no acaba de funcionar. La atmósfera sobre la que se construye no basta para apuntalarla. En última instancia deviene una comedia que acaba dando bandazos sin encontrar su lugar. La acumulación de tipos extraños o de situaciones disparatadas la convierten en un discurso anodino sin pulso y casi sin sentido. El recuerdo del gran western es sólo eso, un recuerdo que carece de la firmeza en la narración que los grandes maestros supieron imprimir a sus obras.

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Los que no perdonan es la película en la que Huston se entrega sin ambages a las leyes del género. Empezando por el formato panorámico elegido, el adecuado para mostrar la inmensidad del paisaje texano en el que se desarrolla la acción, e idóneo para imprimir el tono nostálgico que se busca. Y siguiendo por las constantes habituales de estas películas: el polvo, el sol abrasador, los caballos y la tragedia contenida, amén de un canto a la libertad preludiado en la bandada de patos que surca el cielo al inicio de la película, que sólo en estos espacios inconclusos puede expresarse en plenitud.

El planteamiento es un clásico del cine del oeste, aunque aquí se invierte, inversión que da pistas sobre lo que Huston pretende. Es la película sobre el rescate del blanco secuestrado por los indios (Centauros del desierto, Dos cabalgan juntos…), que en esta ocasión es la india arrebatada por los blancos a sus congéneres. El cambio de perspectiva sitúa a los ofendidos en el otro bando, y nos previene del esquematismo salvajismo-civilización.

Por esta razón no cabe pensar en un recambio que mantenga la estructura de buenos y malos. Los indios no pasan a ser los buenos y los blancos los malos. La película posee la complejidad suficiente para que estas categorías se diluyan, siendo difícil una opción moral como conclusión de ella.

Por una parte los indios son los autores de la muerte del cabeza de familia mientras defendía sus propiedades, y su presencia, a través de la cruz de su tumba, es una constante, un recordatorio. La barbarie de los kiowas se metaforiza con el piano, el símbolo de la civilización, que la madre toca a modo de protección (en paralelo a los cantos del enemigo) y que los indios destrozarán sin ningún miramiento, ignorando su significado.

Pero sólo con la música no se justifica una existencia. Los asediados, más allá de su pecado seminal, el robo de Raquel, resultan tan despiadados como los sitiadores. Cuando Ben ordena matar al indio que acude en son de paz reproduce y agranda la violencia a la que se va a enfrentar. La película presenta la maldad de los indios más como un recuerdo que como una característica intrínseca a su comportamiento, el cual, dadas las circunstancias, resulta completamente explicable. Cuando su jefe exclama “hermana” al ver a Raquel sitúa la carga de la prueba en el lado contrario, y convierte la defensa numantina en la que los vaqueros están inmersos en un expolio.

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La película sufrió amputaciones diversas que, se cree, acabaron desvirtuando el mensaje antirracista que el director quería transmitir. No del todo. Pues seguimos reconociendo la ambigüedad en los comportamientos, la justificación de las posiciones que unos y otros mantienen.

Pero más allá de ese mensaje casi político se plantea un problema más de fondo, y es el de la pertenencia. Lo que aparece ante nuestros ojos es la descripción de un mundo ordenado en el que cada cual ocupa su lugar, y en el que cualquier alteración de ese diseño es vivido como un atentado que debe ser sofocado y su daño restaurado.

La apelación a la comunidad es constante en toda la película, y los esfuerzos por mantenerla también. Las comidas, las fiestas, los rodeos, actividades que involucran a la familia y a los vecinos. O los matrimonios cruzados entre ellos, todo tendente a cohesionar el grupo. La batalla misma con los indios se estructura como la lucha entre dos bandos que ocupan dos lugares separados, el interior y el exterior de la casa, y su filmación a través de las troneras remite al cobijo que la casa ofrece y a su papel, casi fundador, de la familia que la ocupa.

De hecho el enfrentamiento se produce por la intención de los indios en recuperar a uno de sus miembros, por querer resituarlo en su verdadero lugar. Raquel representa la disolución de ese mundo ordenado que se quiere restaurar, no sólo por parte de sus hermanos de sangre, sino también por los adoptivos que ven peligrar su tranquilidad.

La película se erige así, en última instancia, en un duelo entre el orden y la libertad. El orden ancestral, inmóvil, y la libertad que puede alterarlo, que desea vulnerarlo porque existen valores por encima de él. En este caso el amor, siempre destructor. Amor familiar y también ese amor casi incestuoso entre Ben y Raquel.

Vence la libertad, con toda la crueldad con la que se expresa en el disparo de Raquel, y con toda la carga de injusticia que lleva aparejada.

La bandada de patos que reaparece al final de la película evoca la nueva comunidad reconstituida. Es la rúbrica de lo que ha ocurrido.

Escribe Marcial Moreno  

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