Moulin Rouge (Moulin Rouge, 1952)

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Toulouse-Lautrec: la reivindicación de los oprimidos

moulin-rouge-1Cada película de John Huston es un acto de redención. Protagonistas bohemios, delirantes y locos señalados como peligrosos marginales son reivindicados. Moulin Rouge apunta a eso. No solo es un retrato de la vida del pintor francés Henri de Toulouse-Lautrec, sino que muestra al artista en la liberación de sus propios dolores a través de la inmortalidad que le propicia el genio.

Huston cuenta la historia del sufrimiento físico y emocional de Lautrec, máximo exponente del postimpresionismo, quien de muy joven tiene un accidente que le atrofia las piernas y le impide desarrollarse normalmente. Parafraseando al filósofo existencialista Jean Paul Sartre, si el Infierno es la mirada de los otros, en Moulin Rouge es una sociedad que juzga lo diferente como deforme.

Ciegos frente al genio interior de Toulouse-Lautrec, el exterior lo señala como un enano, un tullido que dibuja, una atracción de circo que nunca podrá ser como los demás. Para pasar inadvertido frente a este infierno de miradas, Lautrec se camufla. El espacio del Moulin Rouge, cabaret fundacional de la bohemia parisina, funciona como refugio de una casta de personajes marginales que se entienden y protegen como una verdadera familia. Prostitutas, bailarinas, borrachos, payasos, todos forman un gueto retratado por el pintor.

El amor convencional estilo Hollywood no es una opción para ningún personaje de Huston. No existen amores felices. Lautrec, interpretado de manera brillante por el mítico actor José Ferrer —ganador de un Oscar por Cyrano de Bergerac en 1950—, un millonario hijo de la aristocracia francesa, debe comprar los favores de Marie Charlet, una prostituta de la que se enamora interpretada por Colette Marchand. No alcanzan los carruajes, ni los vestidos, ni las cenas en caros restaurantes para ocultar la manipulación de Charlet que lo rechaza de una manera tan violenta como verdadera.Lautrec, como todo artista, va en busca de una utopía: reivindicarse a través del amor cuando la única posibilidad que tiene como tal es hacerlo a través de la muerte.

La Belle Epoque, últimas décadas del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, ponen en contexto la historia del pintor amigo de Van Gogh, otro genio incomprendido. Con un gran uso de los contrapuntos narrativos, que alternan escenas de euforia, baile, con diálogos tensos y logradísimos, el personaje de Toulouse-Lautrec se va construyendo como un bohemio tomador de ginebra, de pocas pulgas con sus contemporáneos —a los que considera unos idiotas por seguir los cánones del arte clásico— y de un humor ácido e irónico con su propia vida.

Completan el reparto actores de la talla de Peter Cushing, Christopher Lee y la aparición de la húngara Zsa Zsa Gabor en lo que podría entenderse como una parodia de sí misma: una actriz conocida por enamorarse cada semana de un nuevo pretendiente.

Huston sabe que las historias deben ser contadas con la verdad. Esa verdad absoluta que golpea fuerte en sus películas en cada diálogo y que permite interactuar con el espectador, abrumado de tanta intensidad. Esa intensidad que busca la redención.

La escena del final trata de eso. Un Toulouse-Lautrec en su lecho de muerte, con sus obras a punto de exponerse en el Museo del Louvre —único artista vivo que tuvo ese privilegio— perdonado por su padre aristócrata por no haber entendido su arte, resume aquel acto. Al fin de cuentas, la reivindicación de los oprimidos siempre llega de la mano de los grandes como Huston.

Escribe Mariano Cervini

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