Viaje por las fronteras de la Historia
Cuando en 1969 se estrenó Paseo por el amor y la muerte, la película suscitó tan poco interés en la crítica como en la taquilla. Considerada un fracaso económico y profesional por la mayor parte de los biógrafos y analistas de la filmografía del director americano, fue calificada como obra menor dentro de la ecléctica trayectoria de este realizador, comprometido con ensayar nuevos géneros y temáticas.
En sus memorias –ese género tan mentiroso como cualquier ficción— Huston apenas dedica unas líneas a este singular filme, limitándose a mencionarlo brevemente dentro de los diez proyectos que sacó adelante en los años 60. Precisamente en esta década trabajó intensa y extensamente, volcándose en proyectos que le interesaron más, como Freud, pasión secreta o encargos problemáticos como La Biblia.
Las valoraciones más negativas sobre el filme que nos ocupa alegan defectos de fondo y forma, como la inconsistencia de una historia sobre el amor y la guerra, y su irregular ritmo narrativo. Esta argumentación se fundamenta en la comparación con dos películas que, unos años antes, abordaron por separado los mismos temas con arte y vigor respectivos: Romeo y Julieta, de Franco Zeffirelli (1968) y El señor de la guerra, de Franklin J. Schaffner (1965).
Al margen de si la propuesta de Huston aprovechó o no el éxito de ambas para sintetizar en su filme la doble temática en aras de espurios pero legítimos intereses, hay que reconocer que su historia no posee ni de lejos la impecable perfección estética de la de Zeffirelli, ni la epicidad romántica de la de Schaffner, rasgo que no impidió que esta última también fracasara como negocio.
La superficialidad de esta apreciación estriba en que no se sustenta en el análisis del filme sino en datos externos y contextuales poco significativos.
Otras opiniones reducen el sentido de la historia a un alegato contra la guerra del Vietnam y a una reivindicación de la propuesta hippie y el power flower, como símbolos del amor y la paz frente a la violencia. Esta interpretación procede probablemente de que la película fuera una adaptación de la novela de Hans Koning, pacifista y opositor declarado a la política norteamericana en el sudeste asiático. Las obras de Koning se caracterizan por una singular visión de los personajes históricos y por una provocadora lectura de su idiosincrasia en un contexto fácilmente trasladable a la actualidad. No olvidemos el calificativo de “ladronzuelo codicioso y canalla oportunista” que aplicó al descubridor de América en Colón, el mito al descubierto (1991). Por lo demás, esta interpretación no deja de ser parcial e inconsistente, pues sólo contempla un aspecto de la película ignorando otros, de cuya observación se puedan inferir otros sentidos y mensajes.
Lo que sí es cierto es que la película sitúa la historia de amor entre la joven Claudia, hija del señor de Danmartin (Anjelica Huston) y el estudiante Heron de Foix (Assi Dayan) durante la Guerra de los Cien Años (1337-1453). Pero el tratamiento que Huston da al argumento y sus temas asociados está muy alejado de cualquier tentación sentimental o heroica ya que no se trata solamente de una historia de amor en la guerra.
El viaje que esta pareja de desigual estatus emprende en busca de su destino se constituye en eje temático alrededor del cual se ordena un conjunto de núcleos simbólicos e indiciarios que conforman un discurso más expositivo que narrativo. Si la película puede parecer lenta o mal narrada es porque su materia discursiva se nutre más de ideas que de secuencias, o al menos éstas se encuentran al servicio de aquellas. En la película, lo más significativo es lo que se muestra y explica, por lo que los discursos descriptivo y expositivo se imponen en este filme que se despliega ante nuestros ojos como un tapiz de ocres y verdes opacos, ligeramente velado por los filtros del tiempo y de la cámara.
El viaje, como en casi todos los relatos desde La Odisea, funciona como espacio donde se articulan los hechos de la historia con los conflictos de los personajes en su proceso de transformación interior. También en este caso, lo social y lo psicológico, lo histórico y lo personal, se imbrican en el itinerario compartido por Claudia y Heron, cuyos destinos el azar ha unido.
Pero en este caso, el proceso interno es el envoltorio de otro trayecto, literario y filosófico, donde el tópico del amor cortés y el Humanismo que anuncia el próximo Renacimiento se funden como símbolos del pasado y del futuro. No es casual que la historia suceda durante una época donde la nobleza comienza a perder su poder en aras de un nuevo paisaje social, económico y político que verá caer los castillos y nacer las ciudades.
Junto al empuje económico de los tiempos que vendrán, también nacen las ideas que sostienen una visión racionalista del mundo, la curiosidad y la observación como motores de la ciencia y el ejercicio de la libertad individual. La película se desarrolla en esos tiempos fronterizos donde todo entra en crisis y lo antiguo ya no sirve pero lo nuevo aún no ha nacido. Herón y Claudia son criaturas también fronterizas y, aunque sus naturalezas y orígenes sean distintos, representarán junto al resto de personajes secundarios esos momentos donde todo se mueve en una dialéctica imparable.
Lo que realmente nos propone Huston es una reflexión sobre el tema del cambio en su totalidad: como idea o tema filosófico, como proceso personal de iniciación y aprendizaje y como hecho social y dinamizador de la Historia. Si aceptamos esta propuesta de interpretación veremos cómo todas las piezas del relato encajan en un argumento donde el orden de las secuencias, los diálogos, la fotografía y la música han sido cuidadosamente planificados y dispuestos.
Él y Ella: Humanismo y Literatura
El optimismo esperanzado de Heron de Foix al comienzo de su viaje se refleja en la nieve fundida por una primavera “que llegó para quedarse”, como dice la voz en off que ocasionalmente dirige el relato.
Su proyecto, ver el mar, apunta a cierto individualismo idealista y juvenil en pos de una utopía que nunca se hará realidad. El simbolismo del mar es lo suficientemente ambiguo para no reducirlo a un único sentido: ¿la libertad, la rebelión, la muerte, el todo? En la historia es el impulso inicial, el deseo de viajar, el acicate de la búsqueda, y quizá también el afán de saber y comprender, lo que aproximaría a este personaje hacia un humanismo iniciático e ingenuo.
Su migración interior va del conocimiento teórico adquirido en las aulas universitarias a la realidad de la vida. Por eso al comienzo del viaje no reconoce los indicios que le muestran la crueldad y violencia del mundo. El viajero apenas observa el cadáver de la mujer que flota en el lago, ni el sarcasmo del capitán que le anticipa el fracaso de su viaje, ni el aviso sobre la brevedad del tiempo en la canción de la campesina que le conduce al señorío de Danmartin: “Sólo el amor da cobijo. Como dura poco, aférrate a él cuanto puedas”.
Se trata del Tempus fugit y el Carpe diem, dos tópicos poéticos que el estudiante no advierte en el escenario de la vida aunque los haya estudiado en los libros. El mismo distanciamiento muestra Heron en la conversación con el señor del castillo, que se ajusta a las reglas de la cortesía y hospitalidad con el viajero. Su comentario sobre los “cadáveres que estropean el paisaje primaveral con sus árboles, ríos y pájaros” y la comparación de los hombres con “lobos desenterrando muertos” evidencian la intención de Heron de permanecer al margen del dolor ocasionado por la guerra, los saqueos, los campos asolados e infértiles y la terrible represión ejercida por los nobles sobre los campesinos. Las palabras del señor al final de su conversación con Heron cuando éste expresa su intención de ignorar lo que ocurre a su alrededor también anticipan y resumen la dificultad de su viaje: “Tienes que andar mucho para eso”.
El racionalismo del personaje se opone al fanatismo de los peregrinos en una confrontación entre fe y razón, entre creencia y conocimiento, que confirma la crisis de un mundo en proceso de transformación. La seguridad de Heron en sus ideas sobre los placeres del amor, frente a la lujuria como pecado, define su perfil como hombre que defiende la libertad individual frente al adoctrinamiento colectivo.
La ilusión de un mundo mejor para la humanidad acompaña al personaje hasta que los hechos se imponen a su visión idealizada de la realidad mediante el espectáculo teatral de los cómicos, que cumplen su función como divulgadores de la Historia mediante su representación. La respuesta de Heron y su decisión de acudir al rescate de su dama le sitúa en un territorio ambiguo, entre lo literario y lo positivo.
El viaje de vuelta a lomos de un caballo blanco en ese largo travelling que alienta al viajero a lo largo del río supondrá para Heron el inicio de un camino de no retorno desde el universo de las ideas hacia el de las cosas, aunque él aún no lo sepa. Su idealismo cándido durará tan poco como el Renacimiento para los platónicos pensadores del mismo siglo.
En cuanto a su relación con el amor, ésta es esencialmente literaria. La secuencia tan denostada en que ve por primera vez a Claudia posee todos los rasgos del amor cortés y reproduce mediante el plano contrapicado su estructura vertical, donde la dama se encontraba arriba y el caballero abajo. Las convenciones exigían que ella permaneciera inalcanzable y lejana en su cumbre mientras él acumulaba méritos para su ascenso.
El rostro de Heron mientras despierta de su sueño, con la imagen superpuesta del mar mientras contempla la figura de Claudia enmarcada en la ventana como un cuadro o una miniatura, se ajusta a las reglas del tópico amatorio. El encuentro de los dos en el prado sigue la misma tónica al reiterar en el poema el compendio de símbolos que caracterizan el paradigma literario, donde se identifica a la dama con la luz del sol y las estrellas frente al pozo oscuro del anhelo masculino.
La evolución de Heron se irá dilatando hasta mucho después del rescate de Claudia y su entrega a los parientes que la acogen en su esencial naturaleza de dama culta y ociosa que entretiene su tiempo con canciones trovadorescas. Tras el discurso social de su tío Robert the Ender (John Huston) defendiendo y asumiendo la lucha de los campesinos contra los nobles, Heron aún persiste en su sueño de hallar el mar. Cuando Claudia sale tras él y se compromete con su itinerario y objetivo, Heron abandona su rol de viajero y caballero para convertirse en compañero y amante.
En cuanto al personaje de Claudia, sus atributos tienen un origen estrictamente literario y así lo declara cuando dice haber leído el Roman de la Rose y la Chanson de Roland, dos fuentes literarias que combinan el arte de amar con la épica caballeresca.
Precisamente uno de los símbolos del canónico amante soñador en el código cortés es la representación de las imágenes superpuestas de su rostro despierto y dormido, tal como se superponen las imágenes del mar y Claudia en el sueño de Heron. Es la literatura la que dicta las normas cuando ella se ofrece a Heron como su dama y señora, al tiempo que entrega su pañuelo y reclama la obligada protección. Sigue ejerciendo su rol de noble señora, agraviada por la violencia de la rebelión campesina, cuando negocia con el orfebre el importe de los candelabros sustraídos para su supervivencia, evidenciando un pragmatismo propio de su clase.
Su transformación comienza cuando huye y se refugia con su salvador en la posada-burdel y, tras una afectada conversación sobre la belleza y el amor espiritual que ha aprendido en los libros, sucumbe al miedo y lo confiesa. El humor de la respuesta —más cortesana que cortés— de Heron cuando Claudia le pregunta si amaría a una desfigurada (“Te amaría aunque te cortaran la nariz y las orejas”) demuestra que ambos se encuentran a un paso de cruzar la línea que separa lo literario de lo vital.
El discurso de Sir Robert —en el que seguramente Huston se sentiría bastante cómodo— sobre el derrumbamiento del orden político-social medieval y el advenimiento del nuevo al que se adhiere, contrasta con el del párroco de la iglesia defendiendo una guerra vengativa contra los rebeldes para restaurar lo que se supone es “el orden natural” impuesto por Dios. Lo que el cura denomina el caos no es otra cosa que el dinamismo de la historia. Rechazándolo, la iglesia que representa se asocia al inmovilismo de la quietud y al arraigo que rechaza los cambios.
La dualidad y el contraste son los rasgos formales que definen el contenido temático de este filme, en el que se confrontan dos modos de entender el mundo y en el que sólo uno podrá sobrevivir.
La dolorosa y brutal experiencia de la batalla en la que Heron se ve forzado a participar y la violencia que ejercen tanto campesinos como nobles es la gota que colma el vaso de su tolerancia hacia la guerra y decide el destino de la pareja hacia una meta más personal y cómplice. El agua donde Heron limpia sus heridas interiores, mientras Claudia lo sostiene y consuela, es la misma donde al principio flotaba un cadáver, pero ahora no está limpia y clara sino turbia y corrompida.
Cuando Heron y Claudia se refugian en el monasterio tras una tremenda tormenta, muy acorde con las turbulencias de los tiempos, ese espacio los rechaza a ellos y a la supuesta lujuria que los frailes asocian a su petición de matrimonio. Esto ocurre porque los dos han dado un paso hacia otro territorio existencial que supera las clases y las convenciones para transitar por los nuevos tiempos. La ironía del comentario de Claudia cuando el abad les pide que se purifiquen (“Perdóneme, es que ya nos purificamos ayer comiéndonos un cuervo”) es indicio de que ya no pertenecen al mundo caduco y represor de los monjes y la religión que representan.
Su casamiento ante el altar es un acto de libertad personal y poética, lleno de saludable y refrescante humor. El abrazo final que une a la pareja en la espera de un ejército que seguramente abatirá sus cuerpos no impide que su espíritu vuele libre por el universo del amor y el conocimiento, más allá de los hechos, al otro lado de la Historia. La voz en off que escuchamos al principio de esta historia cierra el relato con un plano del mar envuelto en nubes ascendentes: “Oímos que la muerte se acercaba. Lo envolvía todo. Llegó para quedarse”.
Sobre el estilo, que algunos han calificado de pobre y elemental, creemos que responde a la economía narrativa y a la eficacia expresiva propia de Huston, donde predomina la claridad funcional al servicio de la idea sobre el énfasis o la excesiva puntuación del discurso.
En el fondo, temática y personajes también encajan en la trayectoria de este director: el viaje como itinerario físico que posibilita la evolución espiritual de unos personajes que se aventuran en un mundo perturbado en busca de su propia identidad y su lugar en el mundo.
La excelente música de Georges Delerue (el compositor de Truffaut) aporta sentido dentro de las secuencias —en las canciones e himnos que entonan los personajes— y como fondo narrativo. Lo mismo diríamos de la fotografía de Edward Scaife, otro veterano del medio, que filtra la luz confiriendo al filme una tonalidad pastel y velada semejante a las miniaturas que suelen ilustrar los libros medievales, como las que se muestran en los créditos iniciales del filme.
Para concluir, reiterando nuestra impresión sobre el carácter expositivo de este filme, reivindicamos su contenido filosófico, literario e histórico. Sobre si es un poema visual no nos pronunciamos, pero sí sobre su propuesta de una visión dual del mundo, donde se muestran antitéticamente dos series de elementos: el futuro y el pasado, la duda y la creencia, la libertad y el destino, el viaje y la permanencia, la carne y el espíritu, la naturalidad y la convención, el cambio y la inmovilidad, lo abierto y lo cerrado, el caos y el orden. En suma, en el lenguaje de los mitos, Eros y Tanatos. La primera serie conforma la heterogeneidad de la vida en su continuo y dinámico proceso; y la segunda, la homogeneidad estática de la muerte. Ludwig V. Bertalanffy nos hablaría de la ley de la entropía y el continuo movimiento de las partículas, desde el desorden al orden, del caos a la quietud. Cuando el movimiento se detiene todo se detiene, y la vida, el tiempo y el relato tocan a su fin.
Este tema, el de los cambios, es central en la historia, y se manifiesta en el saludo formal entre hombres cultos, que intercambian Heron y el señor de Danmartin en un latín vulgar y coloquial de difícil transcripción:
Danmartin: In nova fert, animus mutatus dicere formas.
Heron: Corpora di coeptus nam vos mutatis et illas.
En una interpretación bastante libre el Señor diría que cambiando el ánimo (espíritu) se cambian las formas (ideas). El estudiante replica que no sólo cambian el ánimo y las formas sino también las cosas mismas. Cuando Heron pronuncia estas frases protocolarias no sabe que su trayectoria vital le llevará a experimentar en sí mismo tales principios.
Escribe Gloria Benito