El soldado y la hermana
Es sabido que Huston gozaba de rodar en diferentes lugares: una forma de viajar y de dedicarse a algunas de sus diversiones favoritas. Con La Reina de África había ido a África, donde volvería en otras ocasiones, al tiempo que se divertía cazando, bebiendo y jugado al póquer con Bogart, ante la indignación de Katherine Hepburn.
Eso había sido en 1951, luego quiso recordar sus años de bohemia en Francia y rodó Moulin Rouge (1952) en París. Un recuerdo y un homenaje a Toulouse Lautrec, uno de sus pintores favoritos (no hay que olvidar que entre sus muchos oficios/dedicaciones Huston también se dedicó a pintar). Una película por la que sería premiado en el festival de Venecia y que obtuvo dos Oscar. La filmó en 1952 y supone dentro de su cine el encuentro con el que sería, desde entonces, el fotógrafo de la mayor parte de sus filmes, Oswald Morris (1915-2014), ganador de un Oscar por El violinista en el tejado (1971) de Norman Jewison.
Huston obtuvo, al comienzo de su carrera como director, un doble Oscar por El tesoro de Sierra Madre (1948) como guionista y director.
Si Moulin Rouge es un filme de calidad se debe sobre todo a la fotografía de Morris y al excelente diseño de producción, que consigue reflejar con gran exactitud los personajes pintados por Lautrec hasta el punto de parecer salidos de sus cuadros.
A continuación de Moulin Rouge filmó La burla del diablo (1953) sobre un texto de Truman Capote, película muy discutible y discutida y cuya aceptación comercial fue escasa. Tendrían que pasar tres años para acabar Moby Dick (1956), muy interesante adaptación de la novela de Melville con guión de Ray Bradbuy. Se rodó en las Canarias y en Irlanda, un país, éste, que le ganó de tal forma que incluso se llegó a nacionalizar irlandés.
Siguiendo su ruta viajera, en 1957 se trasladó a Tobago para filmar la interesante Sólo Dios lo sabe de mucho mayor interés que sus posteriores llegadas a Japón (El bárbaro y la geisha) y al Chad, nuevamente África (Las raíces del cielo), dos sonoros fracasos a los que enmiendan sus dos rodajes posteriores: Los que no perdonan y (sobre todo) Vidas rebeldes, una de sus indiscutibles grandes películas.
Sólo Dios lo sabe es uno de esos filmes insólitos de la historia del cine. Una especie de tour de force de un director que trata de saber lo que puede hacer y cómo hacerlo. ¿Por qué? Simplemente porque —de forma parecida a cómo ya lo había hecho en La Reina de África— se centra exclusivamente en los dos personajes centrales. Se puede decir que no hay ninguno más.
Una isla desierta en principio, luego repleta de japoneses (estamos en la segunda Guerra Mundial) y final con desembarco de las tropas americanas. En varios sentidos posee una primaría analogía con el film anteriormente citado, en cuanto ambos se desarrollan durante la guerra y enfrentan a dos seres muy distintos (ellas y ellos) que, poco a poco, van comprendiéndose. Del rudo Bogart se pasa al duro Mitchum y de la fémina valiente (Hepburn) se pasa a una monja tan altiva como… demasiado ingenua.
En ambos títulos también el protagonista realizará un acto heroico. Eso sí, en este filme el espacio se abre y se cierra mucho más que en la barcaza que trata de llegar a algún sitio.
Estamos ante todo, como ocurre en la mayor parte de la obra de Huston, en una película centrada en los intérpretes, grandes actores y actrices, a los que Huston observa, estudia buscando los mínimos gestos, consiguiendo una gran expresividad. El sistema esbozado en El halcón maltés se va perfeccionando… a no ser que de pronto Huston se sienta cansado o a disgusto, entonces el caos suele ser absoluto.
No hay que olvidar, en ese sentido, que sus frustradas películas también citadas (El bárbaro y la geisha o Las raíces del cielo) filmadas una a continuación de la otra, las realiza después de haber sido expulsado del rodaje de Adiós a las armas (1957), que hubiera seguido en su filmografía a Sólo Dios lo sabe, y que fue terminada (y firmada) por Charles Vidor.
La presencia de un hombre y una mujer en una isla solitaria (como únicos protagonistas) aparece en varias de las versiones realizadas sobre la novela El lago azul. Hay, incluso, una muda de 1923. Las más conocidas son La isla perdida (1949), con una muy joven Jean Simmons como protagonista, y El lago azul (1980) de Randall Kleiser. Aunque el tema sea muy diferente.
Mientras en esas islas paradisiacas dos niños tienen que aprender a sobrevivir después de una catástrofe naval (niños que van creciendo y que como Adán y Eva van conociendo el deseo, anatematizado en la Biblia al unirlo con el pecado), en Sólo Dios lo sabe se van a encontrar dos personas diferentes en cultura, experiencia vital y distanciados desde sus orígenes: un hombre que ni siquiera sabe quiénes son sus padres y una mujer refinada de una familia, se supone, de cierta altura económica. Él, un soldado que ha conseguido hacerse (¡que ya es decir!) en el ejército. Allí ha aprendido lo que es obedecer, lo que supone ser castigado. Vamos, que para él, Allison (su nombre procede del orfanato en cuya puerta fue abandonado), el ejército ha supuesto un aprendizaje, una manera de ser y comportase en la vida. Ella, la hermana Ángela, también procede de un ambiente donde la disciplina es esencial: un convento.
Teniendo en cuenta este tipo de películas que transcurren en una isla desierta y en la que sólo se cuenta con dos personajes, debemos citar un título, también con la guerra al fondo, que quizás entraña más dificultad para el espectador ya que en ese filme los dos personajes son dos soldados enemigos, americano y japonés, obligados a convivir pero sin diálogos posibles ya que ninguno de ellos conoce el idioma del otro. Se trata de Infierno en el Pacífico (1971) de John Boorman. Más difícil también en cuando se trata de dos hombres. Ahora bien la película de Boorman tiene algo en común con la de Huston, aparte de contar ambas con dos intérpretes de excepción (Lee Marvin y Toshiro Mifune en la de Boorman: ¡casi nada!) se trata de mostrar cómo dos seres diferentes terminan comprendiéndose, aceptándose y dispuestos a colaborar para poder subsistir en el desconocido lugar en el que se encuentran.
Aquí, en el filme de Huston, contamos con dos intérpretes también excepcionales. Un soberbio actor, Robert Mitchum, y una no menos maravillosa actriz, Deborah Kerr. Para escarnio de la Academia del Cine americano ninguno de los dos obtuvo jamás un Oscar, aunque, al menos Deborah, fuera nominada varias veces y antes de morir le concedieron uno honorífico. A Mitchum ni eso, el error se trató de subsanar con un premio especial en los Globos de Oro, y con el homenaje al actor que llevó a cabo el festival de Cine de San Sebastián
Una de las nominaciones al Oscar para Deborah fue por esta película. Lo injusto es que no nominaran a Mitchum. Ambos realizan un trabajo excepcional. Está claro que si eso no existiera o la química entre ellos no hubiera funcionado, la película no se hubiera sostenido.
Hay que mirar, observar con detenimiento los gestos, las miradas de deseo, de resignación, de contención de Allison frente a la hermana con la que poco a poco comienza a intimar y hacia la que, lógicamente, se siente atraído.
Ambos personajes tienen unas normas comunes: ambos han aprendido a seguir una disciplina. También a intentar ocultar sus sentimientos o hacerlos visibles por medio de otros signos. Los que cada uno emplea.
Eso sí, frente a la rudeza de Allison tenemos la candidez de Angela, perteneciente a una sociedad movida por normas y sacrificios. Hay un momento en que muestra esta exigencia de ambos en sus medios: el soldado, antes de dormirse, advierte a la hermana que intentará no hacer ruido al levantarse ya que está acostumbrado a hacerlo muy pronto, a la 7.30 dice, a lo que Ángela contesta que no se preocupe que en el convento se levantaban siempre a las siete.
Si primero el filme parece tender a una especie de Robinson Crusoe, donde alguien se encuentra en una isla desierta y tiene que buscar el medio de sobrevivir, posteriormente sigue otras líneas marcadas siempre por la guerra que, al fin y al cabo, es lo que les cerca y les aprisiona.
En realidad, la película se centra en dos guerras: una la que tiene lugar con todo el conjunto de acciones bélicas (ocupación de la isla por los japoneses, marcha y posterior regreso, liberación) y otra la interior que sostienen ambos personajes para acercarse y ver si Dios —o el cielo— decide escribir la historia de otro modo, de forma que la pareja se una porque, ¡qué casualidad!, Angela aún no ha tomado el voto definitivo para hacerse monja. Conversaciones, detalles que van mostrando la mirada de Huston sobre la historia, en una realización correctísima marcada siempre sobre el rostro de los protagonistas. Si hay que incluir un inserto (la alianza en la mano de la hermana) se hace porque es necesario. Pero sin recalcar, sin insistir.
Si el conflicto hombre y mujer es uno de los grandes ejes de la película, también existe un hecho que separa y al tiempo complementa a los dos seres. Es el refinamiento de ella y la, digamos, incultura de él, como se muestra en la conversación de la comida de la tortuga, en cuya caza, por cierto, Huston se rinde un homenaje personal al recordar la persecución de Moby Dick, su anterior título.
Huston deja traslucir una vena irónica por momentos. Un ejemplo es la primera aparición de Angela: ante la sorpresa de Mitchum recién llegado en un bote, después de una misión suicida, aparece una monja a la puerta de la iglesia, barriendo. O en el momento final, donde Angela se empeña en decirle a Allison que haga lo que tiene que hacer si Dios le ha señalado ese camino (inhabilitar los cañones japoneses). Hay que ser un gran actor para (en un plano con ellos dos en escena) dejar traslucir toda la socarronería del soldado mientras miente a la mujer.
La escena cumbre de su relación se dará en una tormenta. Es el momento en que el soldado borracho intenta con palabras asediar y abrazar a Angela, lo que lleva a ella, horrorizada, a abandonar la choza donde están cenando y perderse entre la lluvia.
Quisiera destacar otros momentos notables, uno de ellos fundamental en su unión con los planos finales: Allison decide regalar algo a la mujer. Prepara una flor y con los pocos materiales que cuenta elabora un peine para “el largo pelo rubio de la mujer”. Coquetamente, la hermana acepta el regalo a pesar de que su pelo no se ve, tapado por su indumentaria: “Me corté el pelo al entrar en el convento. Es corto”.
Pues bien, en la escena final, cuando el soldado es transportado herido en unas parihuelas (en la acción bélica por la que ha conseguido eliminar los cañones japoneses y que el desembarco americano se haya producido). Un momento excelente y que se une al anterior (la aparente despedida de los dos protagonistas que se aseguran nunca se olvidarán y la sorpresa del primer soldado americano en la avanzadilla del grupo conquistador al encontrarse con un compatriota que le pide un cigarro): junto al herido camina Angela que quita y pone el cigarro en la boca de Allison mientras lleva entre sus manos la rosa y el peine que le regaló. Toda una forma de decir que también los seres saben lo que tienen que hacer y que no es sólo el cielo o Dios el que dicta ese destino. Está claro lo que acontecerá a continuación. La sonrisa de Angela es elocuente. Casi pareja a la sorpresa de los soldados que ven y no se creen esa extraña procesión procedente de una isla donde los japoneses eran los amos.
Simplemente, y como final, quisiera señalar la manera perfecta con la que Huston juega con el suspense en las dos visitas que hacen al campamento japonés. En la primera, además, con la presencia de una rata que se pasea por delante del cuerpo de Allison escondido en un altillo de los japoneses que juegan a las damas chinas. Un momento donde, además, Huston incluye el detalle del escondite de la botella de sake: posteriormente será esencial su presencia en la escena de la doble tormenta.
En la segunda visita al campamento, después de la vuelta de los japoneses a la isla, tendrá que matar a uno de ellos, hecho que posteriormente, al encontrar el cadáver (es algo que no se ve pero se intuye por la acción que se lleva a efecto) los japoneses comienzan a hacer fuego en la isla para descubrir quién vive allí. El suspense creado se rompe con los aviones americanos bombardeando la isla como primer paso para la toma de la misma.
Y ya que estamos en el terreno bélico quisiera resaltar la efectividad que con escasos medios se puede conseguir en cine. Algo que, por ejemplo, debería servir de lección a Nolan, y a su engolado Dunkerque, y a tantos otros realizadores a los que hoy, sin entender la razón, se les valora como grandes creadores. Me refiero a la visión desde la isla de la batalla que se está librando a lo lejos. Se ven resplandores que indican los cañonazos, las bombas. El cielo se enciende al fondo. Nada más. Y la fuerza del momento es tal que como dice Mitchum: “es mejor que asistir a un combate de boxeo”.
Estamos, en ese y en otros momentos de este curioso filme, ante el poder de la imagen, de la sugerencia, de la fuerza y el poder de un narrador que sabe contar y llevarnos donde quiere sin ínfulas, sin grandes discursos, sin, tan siquiera, mucho dinero. Pero es que el talento es quizá, ¿quién lo sabe, señor Allison?, sólo un don del cielo.
Escribe Mister Arkadin