El juez de la horca (Huston, 1972) frente a El forastero (Wyler, 1940)
Junto a dos películas que tratan el personaje de forma especial (El forastero y El juez de la horca), varios títulos del oeste nos hablan de forma parcial o meramente anecdótica de la existencia de un extraño personaje: el juez Roy Bean, al que se le considera, no se sabe ciertamente por qué, “el juez de la horca”, ya que al parecer en sus curiosos juicios llevados a cabo en el salón, que a su vez utilizaba de vivienda, lo que si ponía eran multas y más multas.
Allí despachaba bebidas, jugaba interminables partidas de póquer, juzgaba a la gente y hablaba de Lilly Langtry, una actriz y cantante. El juez que, al parecer, aplicaba el castigo de la horca es Isaac Parker quien en una pequeña ciudad de Arkansas llegó a enviar a la horca a ciento sesenta personas, entre 1875 y 1869, de las cuales cuatro eran mujeres.
Roy Bean (1825-1903) podría hablar de la actriz pero en realidad no la conocía, ni a pesar de las numerosas cartas que la escribió, la llegó a conocer. El conocimiento de Lilly se debía a lo que había leído sobre ella. Casi un año después de que Roy muriera Lilly llegó a la población en que había vivido el juez.
La ciudad donde ejerció de juez de paz durante años se encontraba en el estado de Texas, en una zona del desierto de Chihuahua. Era una pequeña ciudad situada al Norte de Vinegaroon, en una zona montañosa al lado de Río Grande llamada Langtry. Roy Bean creyó que se llamaba así en honor de la actriz, de ahí que al salón que regentó le llamase Jersey Lilly, nombre artístico de la actriz, y que colgase en su interior carteles anunciando representaciones de Lilly.
En realidad el nombre del lugar no se apellidaba así por Lilly sino por la persona ligada al ferrocarril que había hecho posible que el Southerm Pacific llegará hasta allí.
Roy Bean se jactaba de ser denominado “la ley al Oeste de Pecos”. Sus dos hermanos mayores, con los que se fugó de la casa paterna cuando tenía 15 años, llegarían a ser el primer alcalde de San Diego (murió asesinado) y sheriff en Nueva México (el otro). Metido en mil reyertas, fue condenado a la horca por haber matado a un oficial mexicano, pero o en el último momento se ordenó parar el ajusticiamiento o quizá la cuerda se rompió, lo que ocasionó las cicatrices que tenía en el cuello. Se casó con una mujer mejicana, María Anastasia Virginia Chávez con la que tuvo cinco hijos, a los que abandonó para trasladarse a Texas y terminar siendo juez de paz de Pecos.
Su muerte, como su vida, se mueve en el término de la nebulosa, de la leyenda. Se afirma que murió tras una borrachera mientras que, más acorde con el lugar y tiempo que vivió, se asegura que fue asesinado en el porche de su salón por un forajido mexicano.
La devoción que tenía a Lilly Langtry no se correspondía con lo que en realidad era: una actriz que se dedicó a hacer fortuna coleccionando amantes de gran clase entre los que se encontraba, por ejemplo, el Príncipe de Gales. Y todo ello habiendo conseguido casarse a los 20 años con un terrateniente irlandés. Quizás aprendió a tener muchos amantes de su padre: un reverendo muy dado a las aventuras femeninas.
Si Lilly se convirtió en actriz fue debido a las sugerencias y apoyo que encontró en Oscar Wilde. Su belleza ayudó mucho en su éxito como actriz de fama, lo que la llevó a pisar los mejores escenarios de Inglaterra y Estados Unidos aunque, eso sí, tan admirada era por los espectadores como denostada por los críticos. En Estados Unidos se convirtió en propietaria de una bodega. Sus negocios en el Nuevo Mundo la llevaron a pedir y obtener la nacionalidad norteamericana.
Ambas películas citadas al principio y que hablan de forma concreta de Roy Bean no dejan de lado, ni mucho menos, la obsesión del juez por la actriz. En El forastero (1940), de William Wyler, se opta por un hermoso y falso final: antes de morir, y como si un ángel viniera a buscarle, Roy Bean puede ver a Lilly. En El juez de la horca (1972), de Huston, el final se ajusta más a la realidad. Nunca Roy podrá conocer a Lilly, ni siquiera probablemente sus cartas le llegarán a ella directamente. Es así como en una escena recibe una contestación a sus cartas enviada por la secretaria de la actriz.
Por otra parte, hay que ver cómo ambos directores muestran a Lilly. En el caso de Wyler, como un ángel cuya visión va difuminándose; en Huston, la imagen se cierra con el rostro de Lilly sobre una de las cartas del fallecido juez. Importante es, casi un chiste, que la actriz, a sus cincuenta años, presentada muy avejentada, sea nada menos que Ava Gardner, una de las actrices con decenas de historias de amor a sus espaldas. Y especialista, como el director, en el arte de la bebida.
Ambos filmes tienen planteamientos muy distintos. El forastero de Wyler cuenta, como es normal en el cine clásico americano, con guionistas de altura. Y es que en los años gloriosos de Hollywood los guionistas son fundamentales, casi unos reyes. En este caso Wyler contó con Jo Swerling (Pasaporte a la fama, La jungla en armas, Sangre y arena, Náufragos, ¡Qué el cielo la juzgue!…), Niven Busch (El cartero siempre llama dos veces, Duelo al sol, Perseguido, Las furias, Tambores lejanos…) y en el texto también trabajaron, aunque no aparezcan acreditados, nada menos que Lillian Hellman, Dudley Nichols y W. R. Burnett.
Por su parte, Wyler en aquel momento contaba con un gran prestigio (Jezabel, Cumbres borrascosas) que, incluso, acrecentaría en los años posteriores con títulos tan sobresalientes como La heredera, Los mejores años de nuestra vida, Horizontes de grandeza, El coleccionista…) o tan populares como La señora Miniver, Vacaciones en Roma o, el filme que, hasta el momento, ostenta (sin merecerlo) el mayor número de galardones Oscar de la historia: Ben-Hur (empatado con Titanic).
Un cine, el de Wyler, que hoy está injustamente infravalorado. Su obra no se mueve, esencialmente, en el camino de la aventura sino más bien se centra en el estudio de los personajes. Realizador de algunos western incluso en la etapa del cine mudo, destacan en ese género El forastero y, sobre todo, Horizontes de grandeza. No es ni mucho menos despreciable La gran prueba, aunque no sea esencialmente un western. Eso sí, transcurre su historia en aquellos tiempos pero carece de las características fundamentales del género.
El forastero es un claro western con todos los ingredientes de este tipo de filmes. El individuo (Gary Cooper) que llega a una población para ser juzgado y probablemente ahorcado por Roy Bern, por un falso robo de caballos. Su réplica a la pregunta de dónde viene y hacia dónde va, en contestación al juez, es la típica de todos los forasteros, pistoleros o no, que caminan por el género: “Vengo de allí. Voy a allá”… como certifica el personaje de Steve McQueen en el memorable prólogo de Los siete magníficos de John Sturges.
Lo que está claro es que el recién llegado jugará sus cartas, de forma distinta a Roy Bean, para obtener lo que quiere: engaña a su chica para quedarse con unos rizos que ofrece al juez diciéndole son de su admirada Lilly; es amigo de quien le interesa en cada momento, y en cuanto puede se pasa al lado de la ley (justicia y ley son dos palabras con las que juega tanto este filme como el de Huston) y no duda en enfrentarse a Roy Bean cuando está a punto de alcanzar su sueño. Un sueño (asistir a la actuación de Lilly) del que es privado aunque, como ya hemos indicado, herido de muerte podrá verla.
Dos formas de entender el lugar, dos maneras de pensamiento distinto pero que en el fondo buscan lo mismo: abrirse paso en el peligroso mundo del oeste.
La película de Wyler tiene como protagonista a Gary Cooper, los títulos de crédito así lo indican, pero en realidad el mejor personaje es el del juez, interpretado excepcionalmente por el gran Walter Brennan que intervino en más de doscientas películas con actuaciones memorables. Siendo su papel secundario era capaz de comerse a los actores principales o al menos estar a su altura. Quien no recuerda, por poner un ejemplo, al viejecito de Río Bravo.
Con su personaje de juez Roy Bean ganaría el tercer Oscar al mejor actor secundario. Totalmente merecido. Tanto que Paul Newman, siempre un gran actor, no se acerca ni por asomo con el mismo personaje (en El juez de la horca) a Brennan. Siempre, al recordar al juez Roy Bean, pensamos en este ilustre secundario, por mucho que a la verdadera historia se acerque más el juez que aparece en el guión de John Huston y John Millius.
El forastero mantiene siempre un buen tono, incluso con ironías y toque de humor: asistimos a los juicios con ahorcamiento, a los muertos a los que se les cobra la bebida después de muertos, o a entierros que recuerdan al cine de Ford, donde el jurado en vez de deliberar juega a las cartas.
Como fondo de la historia la lucha clásica entre ganaderos y ovejeros con las alambradas que intentan impedir el ir más allá o encerrar espacios coartando libertades (sobre este tema si sólo pudiera quedarme con un título, sin duda sería La pradera sin ley de King Vidor). Al fin y al cabo un título más sobre el tema de la expansión/conquista del oeste, de la ley y el orden, de la llegada/implantación de la civilización. De ahí que el filme de Wyler termine con el plano de Cooper y su mujer viendo entusiasmados, alegres, la llegada de los colonos.
Y, por si no quedara claro, el cierre es un primer plano del mapa de Texas. La idea es clara: gentes como el forastero han hecho posible que se restablezca la paz, que la ley y el orden imperen en aquella región, creando el estado tejano.
Un final acomodaticio, en el que ha sido eliminado el personaje del malvado juez, pero que, ni por asomo, hace olvidar la secuencia (inolvidable) que ha tenido como amo y señor al juez: su llegada al teatro con su uniforme y espada para contemplar a su querida Lilly, el escoger dónde sentarse (ha comprado todas las entradas), la espera mientras el telón se levanta, la dignidad de su muerte. Una secuencia, sin duda, perfecta. Estamos en el mundo de la leyenda donde los hombres pueden beber whisky de cactus capaz de agujerear la madera del mostrador del bar, donde se juega con la vida a base del engaño o de la propia ley que uno intenta imponer. El mundo del oeste. Ese mismo del que va a renegar el filme de Huston.
Cuando se realiza El juez de la horca el western ha perdido su pureza primigenia. Y no sólo porque el género haya evolucionado, algo lógico, también debido a la aportación de Sergio Leone, cuya trilogía del dólar es importante para certificar, incluso, la muerte, en cierto sentido, del cine del oeste.
Realizadores americanos con mucho cine en su haber, y entre ellos algunos con varios notables western (por ejemplo Hathaway) vuelven su mirada a Leone y a su determinada manera de entender una especie de oeste sucio que alcanzará su apogeo y también, casi, su defunción con Peckinpah. Está por estudiar con rigor la influencia que Leone tuvo en su cine. El pase de un clásico a un moderno para continuar con un renovador. Casi nada.
Huston ha tocado el western de forma curiosa. Cómo dice Marcial Moreno en su artículo para este Rashomon, refiriéndose a la notable Los que no perdonan, se trata del único western real de su director, que fue trataba despectivamente por algunos críticos y que contiene un personaje inolvidable e insólito, dentro, incluso, de su tono metafórico: el jinete solitario que trae la maldición, y el recuerdo del pasado, a la familia.
Si nos centramos en filmes que se desarrollen en los años propios del western, existen al menos otros dos títulos de Huston: La roja insignia del valor, un esbozo de filme, ya que no fue terminado aunque sí se explotó comercialmente tal como quedó; y el que comentamos, El juez de la horca, una vuelta con planteamientos muy distintos al Roy Bean de El forastero. Aparte de ellas también algunos elementos característicos del género, pero insuficientes, aparecen en La horca puede esperar (transcurre en Escocia) o en La reina de África en cuanto a su sentido aventurero. De todas maneras, quizá el título de Huston que más se acerca a ese sentido de la aventura propia del western —dejando a un lado Los que no perdonan— sea El tesoro de Sierra Madre.
La diferencia entre El forastero y El juez de la horca es total. Lo único que sirve para identificarla es un personaje y ciertos apuntes de los juicios tabernarios. Por supuesto también la adoración del juez por Lilly.
En Huston nada de alambradas, nada de grandezas, de apoteosis de un periodo, de recrear un bonito mito. Su filme, cuyo título original se refiere a la vida de Roy Bean (The life and times of judge Roy Bean / La vida y la época del juez Roy Bean), intenta desde el principio centrarse en la verdadera historia de aquel extraño personaje. Se deja claro que va al grano, a contar lo que fue o debió ser su estancia en aquel lugar, en Pecos, donde se convirtió en una leyenda en su casa-salón donde impartía justicia, por llamarlo de alguna manera.
Acercándose a lo que se conoce del personaje, se le hace llegar a una casucha, su posterior morada y principio del pueblo que en parte dominará, donde está a punto de morir ahorcado, siendo salvado por una mujer mexicana, su futura esposa. Hasta aquí el filme parece seguir fiel a lo que se conoce de la vida de Roy Bean. La muerte de su mujer, en el primer parto, motivará que desaparezca en el desierto. Desde ese momento, y saltando varios años, El juez de la horca entra en el mundo de la leyenda.
La ciudad que él crea es ahora otro lugar sin ley donde los pistoleros del oeste y sus caballos han dado paso a pistoleros en coches a las órdenes del legalista abogado (embaucador, arribista) en su día al servicio de Roy Bean. Una especie de víbora que poco a poco va tendiendo sus redes venenosas, apoderándose de todo. No sólo quiere expulsar al juez sino que se va apropiándose de toda la ciudad y de sus seres. Es el nuevo señor, el capital rampante, que extiende sus ambiciosas garras sobre el lugar.
Y ahí llega el fantasma, la figura revivida de Roy Bean, para impartir su última lección justiciera. No se trata ahora de no hacer caso a alguien que quiere condenar a otro por ser de distinta raza (“todos los hombres son iguales” proclama), de cobrar a un muerto, de matar a quien dispara contra el póster de Lilly (en el filme el impacto del tiro se produce en el pecho, mientras en El forastero se recuerda que alguien incrustó una bala en un diente de Lilly convirtiéndose en un hombre muerto), se trata de salvar lo insalvable, de reconstruir un pasado que nunca volverá.
La figura mítica del juez imparte su justicia: él, con la colaboración de sus antiguos ayudantes, se encargarán de terminar con todo… incluso con ellos mismos. El pueblo salta por los aires y el lugar vuelve a ser el desierto que encuentra Roy Bean. Su sueño, en el caso que fuera un sueño, se ha cerrado con la derrota o el más espectacular de los silencios. Una vida y un lugar que a lo mejor nunca han existido. De cualquier forma al final se habrá cerrado el círculo y todo volverá a sus origines, a lo que fue.
El cierre es como el oro volviendo a las montañas en El tesoro de Sierra Madre, el rey que nunca fue en El hombre que quería reinar, el ladrón viendo a la hora de su muerte aquello que nunca conseguirá en La jungla del asfalto, el capitán derrotado por la (mitológica) ballena blanca en Moby Dick o, en fin, cualquiera de los inadaptados consumando su derrota en Vidas rebeldes. En definitiva, un Huston en estado puro, el final de las utopías, la derrota devorando el ensueño de victoria, como corresponde al cine del hombre que, quizá, mejor ha retratado a los perdedores o a los sueños nunca cumplidos.
Y eso que el guión, cosa rara, no aparece firmado por Huston, aunque seguro que no se quedó fuera de su escritura. El firmante único es John Millius, antes de convertirse en realizador (no hizo demasiados filmes, ninguno superó a los que escribió), un autor que con anterioridad había escrito sobre la epopeya de otro hombre del oeste: Las aventuras de Jeremías Johnson que había dirigido el progresista Sydney Pollack.
Roy Bean, en la película de Huston, va poco a poco no sólo sellando su propia derrota sino también la del mundo en el que vive. Sin darse cuenta, va trayendo la civilización a la frontera incivilizada dominada por el desorden. Aunque el desorden sea entonces un orden y el orden sea el verdadero desorden: convertir a los pistoleros (pobretones, envalentonados, ridículos) en ayudantes del juez, las prostitutas en respetables señoras que exigen una absurdas normas sociales, el abogado representante de los intereses del juez en un ladino arribista… Y sobre todos ellos el dilema/conflicto entre la ley y el orden.
Lástima que el dibujo de los personajes o la elementalidad de ciertas situaciones se queden en esquemas simplificadores. La crónica, el sentido (casi un documento), se queda en una tierra de nadie. Una lástima porque el documento se crea desde una crónica multiplicadora: alguien recuerda que conoció a Roy Bean y nos habla de él, de su existencia en un momento. No es una voz en off del propio personaje conduciendo el relato sino de los que conocieron al personaje o simplemente oyeron hablar de él. Un relato de relatos, un mosaico de viñetas inconclusas que proceden incluso de… ahorcados por la decisión de quien se ha nombrado juez a sí mismo.
Partiendo del mito, el filme procede a destruirlo. Todo lo contrario a El forastero donde se cantaba, en su final, la existencia de un nuevo territorio. Aquí, indicado queda, se trata de un intento de creación, de libertad y de sueños, convertido en un recuerdo, un nombre y una ciudad sin nombre devueltos a la nada.
La aparición final de Lilly no hace sino reafirmar esa imposibilidad de hacer realidad un hermoso sueño. El tiempo se ha comido todo y a todos. Sobre el ayer sólo gravita un pequeño recuerdo o un sueño imposible de alguien que fue o que quizá nunca fue.
Escribe Adolfo Bellido López