A propósito de Fanny y Alexander
Fanny y Alexander (Bergman, 1982) es un filme que podemos adjetivar de barroco. Barroco en la inmensidad de sus pretensiones, en su despliegue técnico y en su propia concepción. Un proyecto con un metraje superior a las cinco horas, disponible en su versión para la exhibición cinematográfica (de tres horas) o la versión completa, con su duración original, para su pase en el formato televisivo.
Una película con un numeroso reparto artístico y técnico, que la convirtió en su momento en la gran superproducción sueca, y que para Bergman se iba materializando como su testamento cinematográfico (aunque posteriormente continuaría dirigiendo teatro y producciones televisivas o escribiendo obras y guiones), quedando finalmente como un gigantesco filme que contenía parte de su universo artístico, además de incluir un sinfín de elementos autobiográficos que constituían la base de su propuesta.
El arte Barroco destaca por su oposición a su antecedente artístico, el Renacimiento. Frente al clasicismo y la mirada a Grecia y Roma en el que se inspiraba el Renacimiento, el Barroco suponía una apuesta por lo recargado, por el color, por la recreación de una atmósfera grandilocuente. Las líneas se retorcían, se buscaba trasmitir con imágenes los valores del catolicismo, emocionando con las formas.
Es un arte cercano a lo decorativo. En arquitectura partiendo de las ideas precedentes, la decoración se adueña de ese clasicismo escondiéndolo bajo múltiples formas. La escultura, la pintura, ganan en intensidad. Se busca el efecto teatral que aleccione a los fieles de una manera persuasiva frente a la austeridad de la Reforma protestante.
Pasó el Barroco, como ocurre con los diferentes periodos artísticos, pero quedó el concepto de barroquismo para calificar unas formas, unas maneras y unas actitudes que van más allá del estricto periodo histórico y del arte.
La película de Bergman utiliza el barroquismo para definir el mundo, localizado temporalmente a principios del siglo XX, de la familia Ekdahl, tanto desde el punto de vista del contenido como desde el aspecto formal. La representación del entorno familiar está impregnada de una saturación y horror vacui que embebe cualquier estancia de la casa, desde los salones, la cocina o las habitaciones. Las paredes aparecen recubiertas de cuadros, con un profuso mobiliario que rellena los espacios, donde apreciamos los grandes cortinajes, las alfombras, los candelabros con los cirios, las botellas de licor, las copas, los adornos o las plantas, que contribuyen a recrear esa atmosfera recargada.
Esta representación convierte la escena, entendida como repositorio físico de los personajes, en un elemento clave de la narración. La cámara pasea entre los objetos para buscar a los protagonistas, los encuadres se abren a través de cortinas o columnas, delimitando espacios interiores dentro de las escenas, recargando todavía más el contenido del plano.
La profusión de personajes que componen la familia (la matriarca de la familia, los hijos y sus mujeres, los niños) y todos los que giran alrededor (el personal de servicio, los invitados y amigos) contribuyen a enriquecer esta sensación grandilocuente y recargada que hace que el espectador tenga que elegir muchas veces su propio punto de vista, dónde fija su atención. Un efecto similar al que ocurre con esas grandes representaciones artísticas barrocas (pintura, retablos, arquitectura de formas complejas, teatro y ópera) donde la atención se dispersa en muchas ocasiones y es el espectador el que debe completar o fijar el foco en aquellos aspectos que más le interesen o emocionen.
Además, las pasiones se desbordan como un torrente. En la primera hora de la película, aquella en la que se presentan los personajes aprovechando la fiesta de Navidad, parece que la vida está presidida por la desmesura y el aluvión emocional. Se disfruta de la comida, se convive con el personal doméstico de la casa, cada personaje aprovecha para definir (incluso exagerar) la parte de su personalidad (cómica, sexual, etc.).
Y por encima de todo asistimos a una representación teatral. Pero no sólo porque la familia de Fanny y Alexander es propietaria de un teatro. Sus padres son respectivamente director y actriz del mismo; o porque el teatro es su trabajo, su pasión y la representación de Hamlet, con su fantasma, no es baladí para engarzar con las apariciones fantasmagóricas de Oscar; sino porque el teatro es un elemento simbólico en el filme (la propia película está ordenada en actos).
La importancia reside en que el teatro es la vida, es la recreación de un drama sobre un escenario que tiene su reflejo en los acontecimientos que narra la película, pues la familia Ekdahl es en sí misma ya es una representación de los arquetipos que mueven el mundo y en muchas ocasiones los protagonistas se muestran como propios personajes de una obra que están poniendo en escena, confundiendo el mundo real y el mundo del arte.
En contraposición al modo de vida de la familia Ekdahl emerge la figura del viudo Edvard Vergérus, el obispo luterano de la ciudad, con quien se casará la madre de Fanny y Alexander tras la muerte de su marido.
Frente al barroquismo que hemos descrito y que domina la primera parte del filme, la entrada en escena del obispo supone la irrupción de la austeridad y la simplicidad. Si con anterioridad hemos hablado de formas y colores, el entorno familiar de Vergérus impone la severidad como norma estética pero también como modo de vida. Es la visión clásica opuesta al barroquismo y que impone un alejamiento de todas las maneras decorativas excesivas.
La visión que tenemos de la casa del obispo aparece desprovista de cualquier adorno y cuando éste le muestra a su futura esposa el palacete, le explica el sentido de la austeridad asociado a la pureza. La primera escena de Vergérus y su mujer en solitario está marcada por esa austeridad. Él de pie, de espaldas, tocando una melodía con la flauta, mientras ella, recostada, escucha en silencio. Su ropaje claro contrasta con el negro del obispo y la sencillez del entorno, suavemente iluminado por el contraluz de la ventana. Como únicos objetos, un atril y un cirio.
El obispo le pedirá que abandone su ropa, sus joyas, sus muebles y sus objetos de valor. Pero esa austeridad también implicará dejar atrás su vida pasada. Debe dejar los «amigos, hábitos y pensamientos». Y toda la violencia y la imposición psicológica que Vergérus ejercerá sobre su nueva mujer y los hijos de ésta, tiene como marco referencial ese despojamiento formal.
Por oposición, Bergman va mostrando el recuerdo del anterior modo de vida de Emelie en los paréntesis que inserta de la familia Ekdahl. Las conversaciones melancólicas de la matriarca de la familia o la casa de verano. Las diferencias se acrecientan entre ambos mundos. La negrura de las vestiduras contrasta con el blanco de los ropajes que vemos en los personajes que habitan la casa de verano; la oscuridad de las estancias donde Alexander es castigado resulta más terrible al ver la luminosidad en la que vive la familia de su padre.
Mientras los conflictos que Alexander provoca en casa del obispo por sus diferencias con su padrastro son sofocados mediante la severidad de los castigos, la familia Ekdahl continúa con sus alegrías y sus miserias; sin que las equivocaciones tengan que suponer realmente un escarnio para los personajes, a pesar de que los hijos de la matriarca no son precisamente un modelo de virtudes: Carl sigue humillando a su esposa alemana y Gustav Adolf tiene una hija ilegitima con la niñera.
Esta confrontación de dos mundos que en este artículo hemos enmarcado bajo el concepto de barroquismo y austeridad, Bergman la decanta hacia la primera opción. En un filme que suponía el testamento cinematográfico de Bergman, con claras referencias autobiográficas, el autor de Fresas salvajes eligió claramente tomar partido por lo barroco.
Frente a la búsqueda de perfección que la vida de la iglesia podría aportar, con sus principios rectores, sus estrictas reglas, sus renuncias y sus sacrificios; Bergman se opone a ellas (queda más claro que nunca el referente biográfico del enfrentamiento con su padre, pastor luterano). En la parte final del filme, la situación se restituye, y Emelie y sus hijos, volverán al antiguo hogar y bajo el amparo de la familia de su primer marido.
No significa que sea fácil, no significa que retorne completamente la felicidad, ni que ese modo de vida aporte la solución a las dudas y temores de la vida, pero la apuesta por un tipo de vida en que se aceptan las propias carencias y errores de la misma, es evidente. Se cierra el círculo que se abría inicialmente al comienzo de la película con la fiesta de Navidad.
En el epílogo del filme volvemos a tener reunidos en una inmensa mesa redonda a todos los personajes que componen la familia. Suena la música, las voces, los ruidos de la vajilla y el marco es un decorado repleto de elementos (cortinajes, flores, objetos de mesa, etc.) mientras se celebra un doble bautizo, la hija que Emilie ha tenido con Vergérus, y la hija ilegitima de Gustav Adolf, fruto de la relación amorosa con la niñera, Maj. En el discurso de Gustav Adolf se hace patente las contradicciones y las desgracias que se puede cernir sobre la familia, pero a pesar de ello, apuesta por la ilusión y la esperanza.
Emelie, finalmente, retomará su actividad al frente del teatro y en la última escena, la abuela de Alexander habla sobre la frágil línea que hay los sueños y la realidad. El concepto de barroco como representación, revistiendo la realidad, transformándola se materializa otra vez.
Lo teatral viene al rescate de dos personajes, una en el ocaso y otro que está empezando a vivir, confirmando que no hay verdades y que la incertidumbre (realidad, mentira, esperanza, sueños y fracasos) es parte de la vida.
Escribe Luis Tormo