Infancias en construcción

Published on:

Nuestra aproximación a Fanny y Alexander

fanny y alexander-40Una de las virtudes de las obras maestras es alentar múltiples interpretaciones, como sucede con la película que nos ocupa. La intensa y muy premiada Fanny y Alexander (1982), dirigida por Ingmar Bergman ya en la última parte de su vida como director, nos permite hablar de cómo el cine retrata a la infancia o del papel que ésta desempeña en un momento histórico determinado, si bien para algunos analistas la citada película es la «historia de una familia contada a través de los ojos de dos niños». No faltan tampoco quienes piensan que este bello y controvertido relato no es más que el ajuste de cuentas del director con la infancia un tanto atormentada que le había tocado vivir.

En nuestra aproximación a Fanny y Alexander, asumimos estar ante un relato de época, en cuya trama intervienen personajes infantiles. Personajes que aparecen envueltos e integrados en el hilo narrativo de un drama desarrollado a lo largo de un prolongado metraje (aquí trabajamos con la versión reducida al formato cinematográfico). Los niños y niñas reconstruyen sus respectivas infancias enfrentándose al mundo y a las circunstancias de su tiempo. Porque la infancia no deja de ser un constructo sociocultural, en ningún caso una categoría cerrada y mucho menos un estadio natural del ser humano mientras está en minoría de edad.

Lo interesante y a la vez espectacular de la película que nos ocupa, es que su director nos muestra a los menores sin ahorrar ningún detalle por escabroso que resulte. Son menores que pelean por sobrevivir en medio de las circunstancias que el destino les ha puesto ante sí. Y en esta ocasión los niños han de enfrentarse a la muerte de un ser querido, al acoso sexual de la criada que les cuida o receptores del castigo arbitrario propinado por quien predica la misericordia. No dudamos, desde luego, que esto mismo se puede contar de muchas maneras, como muchas son las películas que hay sobre temática parecida.

En el momento de madurez personal y creativa, Ingmar Bergman nos muestra una historia trabada de disyuntivas que ponen —tanto a los niños como a los espectadores que la contemplan— en la tesitura de tener que elegir. Y lo hace así, a mi entender, porque el director sabe muy bien que el desarrollo individual y colectivo avanza a partir de las decisiones, conscientes o inconscientes que se van tomando cuando surgen encrucijadas en las situaciones de vida. Planteamientos que, por lo demás, coinciden con las teorías más avanzadas de la época sobre el desarrollo infantil y que, estamos seguros, Bergman conocía.

Desde la perspectiva narrativa, resultan de una enorme belleza plástica y fuerza simbólica los planos que intercala de vez en cuando del río corriendo cargado de agua. El río y el agua no sólo marca el cambio de estación, el agua es símbolo de vida, la que se desarrolla dentro de aquella familia y que la encarnan los dos hermanos, a los que se unirá un bebé que llegará muy pronto.

La acción de la película se localiza en los primeros años del siglo XX, poco antes de la Primera Guerra Mundial, en la ciudad de Uppsala (Suecia). A partir de la minuciosa y detallada puesta en escena, se nos da a entender que se trata de una familia acomodada de la época. Una familia que vive por y para el mundo de la escena, particularmente del teatro. Pese a reconocer que los ingresos no van muy bien en las últimas temporadas, conservan el humor suficiente como para celebrar conjuntamente la cena de navidad. En definitiva, la película se ocupa de contarnos, como un cuento de navidad, las vicisitudes por las que atraviesa la familia Ekdhal. Y entre los seres y enseres que retrata estarían los niños, como están los dos hogares, tan absolutamente distintos, en los que vivirán los hermanos protagonistas.

No pueden ser más reveladores los planos con los que nos presenta a los protagonistas, particularmente a Alexander. Nada más comenzar la proyección de la película, nos pone un primer plano del niño embelesado ante una maqueta de cartulina del escenario de un teatro en el que quita y pone personajes de cartón. Casi de inmediato los niños siguen una sesión de teatro con marionetas y poco después una proyección con la linterna mágica. Todo ello es una invocación inequívoca a los espacios de la creatividad y del ejercicio de las libertades, en los que piensa deberían desenvolverse los niños de entonces y de ahora.

fanny y alexander-42

Los niños de esta familia, por tanto, aparecen expuestos y formados en el mundo de la magia, de la imaginación, expuestos al mundo liberal de las representaciones escénicas. Socializando de este modo a los más jóvenes de la familia, no es de extrañar que todas las generaciones de la familia sean actrices y actores. Los oficios se aprendían y experimentaban en el mismo entorno familiar, no estamos todavía en las sociedades más evolucionadas que externalizan las enseñanzas.

De hecho, la película termina con una escena en la que la abuela Helena, personaje lleno de encantos interpretativos, le lee a su nieto Alexander un pasaje de El sueño, de Strindberg. Obra que le acababa de entregar Emilie, su nuera, madre de los niños y también actriz, para volver a poner en marcha el teatro familiar. Eso así, ahora «sin necesidad de pedir permiso a nadie», le dice la nuera a la suegra Helena. Y en esta reivindicativa vuelta a la escena, sin duda, contarán con la colaboración de Alexander y Fanny.

Una de las escenas de mayor dramatismo, a mi entender, es aquella en la que Oscar, en el lecho de muerte y ante la presencia de su esposa Emilie, manda llamar primero a Fanny y luego a Alexander, aunque a éste ya no le puede decir más que «no tengas miedo», se supone que a la muerte. Pero tras el apretón de sus manos, a modo de despedida, Alexander sale corriendo y medio llorando, para sentarse en posición fetal bajo una de las ventanas de la habitación. La infancia se hace y curte, no sólo con la linterna mágica o las marionetas, también siendo testigos de cómo un ser querido muere en su cama de siempre. Poco antes, cuando al padre le da el ataque en pleno ensayo en el escenario, el niño dudaba si era verdad o mentira, realidad o representación. El niño de pronto parece descubrir que lo que su padre experimenta ahora es la muerte de verdad, es la pérdida para siempre.

Ya hemos remarcado que la puesta en escena de esta película es prodigiosa, y a través de este recurso expresivo Ingmar Bergman logra transmitirnos la diferencia tan radical que existe entre el hogar de la familia Ekdhal dedicada al teatro (la creatividad) y la del obispo luterano Vergerus (la represión en virtud de un credo religioso), segundo esposo de Emilie. La casa familiar estaba profusamente decorada con objetos de todo tipo, incluido los relojes para marcar el paso del tiempo. Las ventanas, adornadas con hermosas cortinas de terciopelo que al recogerlas, se contemplaban hermosas vistas a una plaza de flores y a un río.

Por el contrario, el obispo Vergerus, su hermana y la madre, una tía enferma, junto a las tres criadas, vivían en un palacio de «serena belleza», según apreciación del obispo. Tal serenidad se objetiva en mantener desnudas todas sus paredes, como mucho algún símbolo religioso y con un color monótonamente blanquecino. Las ventanas, sin vistas, estaban protegidas con fuertes enrejados, como le dijo Alexander a su hermana cuando ya vivían con su madre y el padrastro en el palacio de éste.

Unos escenarios tan austeros sólo podían auspiciar castigos y represión. La vigilancia y severidad del obispo y su hermana hacia los niños eran de tal magnitud que convertía el ambiente de palacio en irrespirable. En medio de tanto puritanismo protestante, aparece uno de los planos estética y dramáticamente más impactantes. Tras finalizar una tremenda reprimenda, el obispo castiga a Alexander a dormir en el desván. Cuando Emilie se entera va a verlo y Bergman nos presenta el encuentro mediante un plano largo, picado y en claroscuro. En medio del encuadre nos muestra a los dos personajes abrazados, composición que inevitablemente remite a la iconografía católica del descenso de Cristo crucificado.

fanny y alexander-43

Otro momento de gran belleza y fuerza expresiva es el plano fijo en el que aparecen los dos niños sentados delante de una ventana de la habitación en la que estaban encerrados. Tal vez por el contraluz de la composición, pero los niños no ven nada al otro lado de la ventana. A su rescate acude el anticuario Isaac, quien le compra un baúl al usurero obispo, y en su interior se lleva los niños a su casa. De nuevo una casa llena de figuras y objetos mágicos que les permiten a los recatados volver a soñar, incluso a soñar que se aparece su padre entre los viejos objetos.

El cine, como en el resto de disciplinas artísticas, encuentra en la infancia un tema que revisita continuamente. Pero en la mayoría de los casos, la infancia no se muestra exhibiendo una entidad propia, sino las más de las veces como víctima, como ser indefenso, conformable, como objeto en disputa o como ser inmaduro que se ha de modelar. Se imponen de ese modo perspectivas psicologicistas y otros circunloquios de difícil comprensión. En raras ocasiones se les deja en paz para que construyan su propia narración y desarrollen su nicho de crecimiento.

Pese a la aparente debilidad de la infancia o, precisamente, gracias a ella, esta infancia va desarrollándose en medio de las vicisitudes particulares de cada momento histórico. En este sentido podemos considerar que en Fanny y Alexander, Ingmar Bergman nos ofrece una visión muy inteligente y crítica sobre la sociedad en la que se localiza la acción de la película. Incluso una visión avanzada a su tiempo, pues sin llegar a ser feminista, el posicionamiento del discurso es a favor de la mujer. No son ya el «refugio del guerrero» sino las osadas actrices que se proponen reflotar el teatro familiar, contando con la complicidad de sus hijos/nietos.

Sin subterfugios de ningún tipo nos muestra los contratiempos y situaciones gratificantes en las que se desenvolvía una familia acomodada de comienzo del siglo XX. De todo lo cual formaban parte los niños de entonces, y probablemente así lo experimentó también el niño Ingmar Bergman. Por supuesto, nada que ver con la red de instituciones y legislaciones que arropan a la infancia actual. Bueno, según la sociedad en la que se haya tenido la fortuna de nacer, ¿cómo representaría Ingmar Bergman a los niños y niñas que ven morir ahogados a sus familiares en las pateras del Mediterráneo?

Escribe Ángel San Martín

fanny y alexander-41