La salvación por el Arte

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Fanny y Alexander

fanny y alexander-90El recorrido inicial por el espacio doméstico vacío, la ocupación e invasión de ese territorio familiar, pero despoblado por el protagonista, Alexander —pues Fanny simplemente es una convidada de de piedra—, serán el motivo argumental que desarrollará la pródiga imaginación del muchacho, tal y como establece la —tan fantástica como onírica— secuencia en que una entre las múltiples y silentes y quietas estatuas femeninas requiere su atención mediante un llamamiento gestual.

El dispositivo se ha disparado y la cosmovisión bergmaniana se ha puesto en marcha: los cauces de su febril imaginación serán los que no sólo salvarán a Alexander, sino al mundo entero y a nosotros en cuanto espectadores. El arte como salvación vicaria en un mundo en el que el silencio de Dios es estentóreo, ensordecedor, absoluto.

El epítome del Arte para Bergman será el teatro, de ahí que sus protagonistas (la familia Ekdahl) constituyan una saga perteneciente al mundo de las bambalinas, en todas sus facetas: la más ligada al aspecto interpretativo como actores, pero también como pragmáticos empresarios que esperan extraer beneficios y poder vivir de los réditos del negocio dramático.

El panegírico que entona al final Gustav, exaltando a los actores como los únicos capaces de contrarrestar el lado oscuro del mundo (constituido por un atajo de ladrones, un espacio lleno de tinieblas, dominado por el Mal) sirve de corolario y broche a la historia familiar. El goce de lo material, de lo tangible (comida, caricias, valses), los sentidos placenteros podrán mitigar nuestro dolor y hacernos felices mientras estemos en el mundo.

Un discurso ditirámbico que se ha pronunciado en mitad de los efluvios del alcohol y que responde a las efusiones de un cómico confitero (con toda la carga polisémica de cómico) o más bien a  la cháchara de un viejo sentimental y caduco. Es lo mismo, resultan equivalentes y reflejan los destellos de ese entretenimiento y diversión mundanos. Como en el origen de la tragedia, lo báquico sirve de detonante para el surgimiento del drama. 

Pero Bergman no sólo sitúa en el centro de su decimonónica narración como protagonistas a una familia de juglares (los únicos que se salvan en la lejana El séptimo sello, de 1957), revestidos del aura burguesa de la consideración tras haber sido excluidos de la sociedad por motivos morales durante siglos, sino que formalmente su historia se desarrolla evidenciando el carácter teatral de la misma.

A Bergman le interesa desde el principio resaltar el componente de impostura, de ficción, de interpretación de la institución familia. Por ello, pondrá todo su empeño en subrayar los elementos teatrales de la acción mediante la puesta en escena y los encuadres. Reiteradamente esa magnífica mansión-hogar burgués, así como sus habitaciones, pero especialmente el amplio comedor, son enfocados cual escenario teatral, en el que se desarrolla la función protagonizada por el elemento basilar de nuestra cultura: la familia y el parentesco. Esa familia de comediantes deambula por entre medias de la liturgia navideña, siendo ellos mismos parte constitutiva de una fe que necesita manifestarse mediante una serie de ritos y de celebraciones, de escenas navideñas.

Lo religioso es la excusa para mostrar toda una estampa típica de lo que debía ser un mundo burgués y Bergman aplica el escalpelo para diseccionarlo. Esos artistas son parte del gran teatro del mundo, pues al fin y al cabo la moral burguesa se erige sobre las apariencias y la hipocresía, sobre las máscaras que los actores encarnan en cada uno de sus papeles. Qué mayor papel que los roles reales de padre, madre, hijo, abuela, sirvienta, amante, adúlteros, etc.

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Toda la primera parte se centrará en este espacio cerrado pero no claustrofóbico, en este útero familiar que acoge y protege de las inclemencias del frío externo, de la áspera vida. Al modo del Coppola de El padrino, Bergman se explaya en mostrar los vericuetos anímicos por los que la familia Ekdahl, como los Corleone, transita. Aquí es la celebración de la comida-cena de Navidad; los oriundos de Sicilia celebraban una boda, después una comunión. Tales extensos prólogos servían para retratar unos personajes, una época y una acción que allí estaba ya condensada.

Tal método será cultivado y reglamentado por los miembros del movimiento Dogma 95 (Vinterberg, Trier), y acabará siendo popularizado por series televisivas tales como Arriba y Abajo, en los años setenta y, más recientemente, por Downton Abbey, aunque éstas se conformen con la cáscara del modelo burgués aristocrático (todos sus trajes, mobiliario, lujo), en una especie de revival sine die del modelo de representación clásico y de su ideología, frente a las cargas de profundidad que laten tanto en la mirada de Bergman como en la de los dogmáticos.

Esta conciencia de teatralidad será remarcada por la matriarca de la familia, la viuda Elena (unida sentimentalmente con el  judío y aliado Isaac), también ella actriz en su juventud y que en un diálogo con el fantasma de su extinto hijo Óscar, en una especie de confesión, afirma que todo el mundo actúa en la vida, en la que hay papeles más divertidos y desagradables, y en donde remarca la teatralidad de las funciones sociales: ella interpretó, además de los papeles dramáticos ficticios, a una madre, a una viuda, a una abuela… Tuvo que interpretar, para soportar y canalizar el dolor que la corroía, en el funeral del mismo Óscar. El pessoano fingimiento del poeta se hace aquí presente y se eleva más que a poética, a ética de la salvación. Pero la muerte irrumpió y desde entonces la realidad se ha hecho pedazos.

Este escudo o máscara nos remite al Barroco más calderoniano, a su gran teatro del mundo, a los autos sacramentales, a los que Bergman aparentemente les retira el velo del sacramento. Pero sólo en apariencia, pues la búsqueda de Dios permanece incólume. De ahí que Bergman sea tan permisivo con la laxitud moral de los habitantes de la mansión; que sea tan comprensible con sus pecados veniales, con sus adulterios, con sus arrebatos escatológicos (esas ventosidades regaladas a los niños por su ebrio tío); con ese paganismo y esas inmensas ganas de gozar la vida; con esa joie de vivre que se expande por todas las barrocas y recargadas estancias de la casa, especie de museo saturado de bibelots y cachivaches que no pueden disimular la doble moral y la hipocresía (máscara) burguesa. A ello es a lo único que nos podemos agarrar para sobrellevar nuestra absurda existencia, tal y como proferirá Gustav en su discurso final y como ya hemos reseñado.

El tema de la orfandad sobrevenida, el tema de la figura del padre y de su ausencia o de su asesinato (Edipo rey) servirá para, en un doble guiño shakespeariano, mediante una mise en abyme, persistir en la idea de representación y simulacro. El padre de Alexnder muere durante los ensayos de Hamlet. A partir de entonces, se convertirá en un fantasma hamletiano que será testigo de las angustias y terrores de su hijo, quien se ve en la obligación de rechazar a un nuevo candidato que ocupe el lugar de su fenecido padre.

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La madre quebrará tales fantasías e imposturas dramáticas de su hijo, urgiéndole a que abandone su literaturización, dramatización de la existencia, sin ser consciente de la verdad que dichos paralelismos ficticios esconden y de sus funestas consecuencias. Nuevamente la literatura, la portentosa y fecunda imaginación de Alexander será el mecanismo de defensa frente al ríspido tacto de la realidad. Necesita fabular para sobrellevar su dolor: será vendido por su madre a un circo ambulante o propagará la especie de que su padrastro fue el responsable de la muerte de su primera mujer y de sus dos hijas.

Bergman ilustra cuál podía ser la alternativa a esta cosmovisión burguesa y bohemia. Emilie, la madre de Alexander, contraerá nupcias con el obispo que ha oficiado el solemne y ritual y litúrgico funeral de su marido, al que casi se le rinden honores y reconocimiento de hombre de estado. Dicho matrimonio será un craso error. El obispo protestante es un conquistador nato que ha aprovechado el dolor de la madre para ofrecerle consuelo y seducirla, aprovechándose de su debilidad. Hay que reconocer que Bergman carga las tintas y exhibe su más acendrado anticlericalismo.

La alternativa al fingimiento será la Verdad de la fe, pura y dura, sin ningún tipo de ambigüedad. Se abandona la mansión familiar, el ámbito burgués, para desplazarse a un castillo medieval regido por una siniestra inquisición. La escenografía se acopla en su desnudez y en su extrema austeridad a los dictámenes de una fe calvinista, de un rigorismo que raya en el más absoluto imaginario talibán, en las antípodas de la venialidad y del microcosmos mundano y burgués abandonado motu proprio, en una especie de acto de contrición inducido por un enamoramiento sobrevenido y superficial que pula el dolor por la pérdida conyugal.

El relajamiento y la laxitud moral dan paso a una severidad granítica, incorruptible, sin ningún atisbo de piedad, de caridad ni de compasión. Las vestimentas nigérrimas de los habitantes de tan siniestro castillo y las paredes y los espacios desnudos reflejan una concepción religiosa  tan radical y acerada que hieren. Allí Alexandre entablará un combate abocado al fracaso con su padrastro. El esfuerzo de resistencia será premiado con una segunda interiorización psíquica: el fantasma del obispo relevará y sustituirá al fantasma del padre biológico en una muestra del poder onírico del inconsciente y de la fuerza del complejo de Edipo.

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El influjo de este inmisericorde obispo y de esta concepción religiosa inflexible se proyectará en posteriores filmes, tales como Las mejores intenciones (1992), de Bille August, con guión del propio Bergman; como caricatura también se prolongará en la figura del padre del protagonista Ichabod Crane en Sleepy Hollow (1999), de Tim Burton; pero será Michael Haneke quien insufle nuevos bríos al rigorismo calvinista en su filme La cinta blanca (2009), situándolo como germen y causa del surgimiento del nazismo.

Finalmente, la abuela y la madre urdirán un plan, con ayuda del judío Isaac, para poder rescatar a los niños de las garras del oscurantismo. El regreso al hogar restañará las heridas infligidas durante el penoso enclaustramiento. La alegría de vivir se instaurará de nuevo en los corazones. A modo de estructura circular, una nueva celebración familiar: el nacimiento de sendos niños, mediante una copiosa comida en la que se derrocha felicidad (tal vez inducida por la ingesta del alcohol), marca el eterno retorno del proceso biológico. El blanco se adueña de los ropajes y del espacio, un blanco que connota claridad, limpidez, pureza entremedias de la leve y humana y casi necesaria corrupción moral, intrínseca al discurrir vital. Un canto a la vida a través de la glorificación de los actores allí presentes como invitados.

El proceso de aprendizaje de Alexander continuará. La clausura es significativa. La rediviva Emilie, a la sazón madre de una criatura engendrada por el inquisitorial obispo —encumbrado a los cielos con la ayuda de su mujer—, retoma las riendas de su destino, de su antigua profesión de actriz, a la que añade la función de directora del teatro, en lugar de su marido Óscar. Incita y convence a la abuela para que también retome su relegada carrera de actriz, una abuela que ha actuado como verdadero soporte y columna axial, en un remedo de reina Lear que ha luchado con denuedo por mantener unida y feliz a su progenie.

El texto elegido para su regreso a las tablas será El sueño de Strindberg —tan admirado por Bergman y calificado de «odioso misógino» por la combativa matriarca—. Con la recitación de la escena inicial por parte de Emilie, mientras su hijo reposa y se nutre de las palabras de Strindberg sobre su regazo, Bergman clausura la escenificación de su relato.

La tesis está clara: más vale la hipocresía burguesa y la máscara familiar, la realidad interpretada y fingida, que la rigurosa verdad de una fe inhumana en su pureza, incapaz de admitir las contradicciones y las debilidades del ser humano. Ya lo analizó Freud: el malestar en la cultura.

Escribe Juan Ramón Gabriel

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