MacGuffin por el amor y la muerte
Denis de Rougemont, en El amor y Occidente, inicia su ensayo con una cita del Tristán de Bédier: “Señores, ¿os gustaría oír un bello cuento de amor y de muerte?”. A renglón seguido, anticipa el resultado de su investigación: “El amor feliz no tiene historia. Sólo el amor mortal es novelesco; es decir, el amor amenazado y condenado por la propia vida. Lo que exalta el lirismo occidental no es el placer de los sentidos ni la paz fecunda de la pareja. Es menos el amor colmado que la pasión de amor. Y pasión significa sufrimiento”.
En el Romanticismo se aquilatará toda una codificación amorosa que parte de las cortes medievales, atraviesa il dolce stil nuovo dantesco, se convierte en religión con el petrarquismo y alcanza el paroxismo en la poesía conceptista barroca. Desprovisto de la rémora cristiana, el amor más allá de la muerte buscará, sacrílego, rechazando el consuelo celestial, encontrar su paraíso terrenal, pero con su impaciencia sólo logrará abrir la espita para que toda una galería de fantasmas femeninos se adueñen de su imaginario amoroso.
El héroe romántico, en medio de los torbellinos emocionales, será un héroe descarriado que perseguirá hallar en el amor un absoluto que encauce su pasión, ignorante de que no existe dique para tal impulso. En su afán, la muerte de la amada no será obstáculo para insistir en su búsqueda. La necrofilia pasará a ser moneda corriente en la cosmovisión romántica. Partiendo de la Beatrice de Dante, de la Laura petrarquista, Poe tendrá su Leonor, aunque el cuervo le recuerde constantemente lo infructuoso de su búsqueda, con el reiterado nevermore.
El cine será el arte popular del siglo XX que dará cabida y refugio a los fantasmas amorosos surgidos de la literatura romántica. ¡Qué mejor medio de expresión para las sombras románticas que un arte creado a partir de ellas! Entre los directores cuya obra se erige sobre la recreación de los espectros femeninos Alfred HItchcock ocupa el podio. En sus películas los personajes femeninos aúnan la doble condición en que el romanticismo dividió a la mujer, mediante una idealización positiva (la mujer angelical) y otra negativa (el demonio, la mujer fatal).
El arquetipo de mujer del director inglés se ciñe a los parámetros externos de la donna angelicata codificada por Petrarca, esas rubias cuyos cabellos compiten con el oro bruñido no en vano, sino victoriosamente, pero que albergan en su interior toda la ponzoña de la femme fatale. José María Latorre afirma “el tema de la perversidad yuxtapuesta a la inocencia ha sido una idea recurrente en el cine de Hitchcock, sobre todo referida a sus personajes femeninos”, ejemplificándolo a través de Rebeca, Encadenados, El proceso Paradine, La ventana indiscreta, Atrapa a un ladrón, Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis, Los pájaros, Marnie…
De entre todos sus filmes, será en Vértigo donde cuaje el más desatado romanticismo, donde el Liebestod del Tristán e Isolda wagneriano que inspira la música de Bernard Herrmann se materialice en unas imágenes que revitalizan el mito primigenio del amor occidental.
No obstante, el propio Hitchcock había bosquejado los antecedentes de un relato necrófilo en su primera película norteamericana.
Rebeca, la antesala de Vértigo
Rebeca (1940) fue la carta de presentación con la que el director británico encandiló al público norteamericano, punto de partida de su particular historia de amor con la sociedad estadounidense. Siendo su primera película rodada en los EEUU, decidió ofrecer a los espectadores yanquis un relato gótico ambientado en Inglaterra. Los cuentos de fantasmas que el Romanticismo ideó seguían siendo productivos casi un siglo después, bien remozados y actualizados por la pluma de Daphne du Maurier, autora de la novela homónima en que se basa la película.
Sobre una escenografía proveniente de lo más acendrado y arquetípico del gótico literario británico, el mago del suspense pergeña el retrato invisible de una de las mujeres más perversas y depravadas de toda la historia del cine, de la cual no tenemos ni una sola imagen o fotograma, más allá de las constantes alusiones que el resto de personajes vierten sobre ella. Al igual que sucedía en la novela Drácula, de Bram Stocker, el único personaje que no goza de punto de vista propio, de voz narradora, es el protagonista, Drácula, no obstante lo cual todo el relato gira sobre ese eje axial que determina la actuación de todos los demás. El Mal aún no dispone de una mirada-voz propia; sólo conocemos su reflejo e influencia en el resto de personajes.
De hecho, hay una sabia cesura en la película entre el conocimiento y la sabiduría de la narradora formal y el verdadero demiurgo que controla los hilos de la narración. Una incipiente Joan Fontaine encarna a la segunda mujer del protagonista masculino, Maximilan Maxim de Winter, un atormentado aristócrata inglés al que da vida Laurence Olivier. Tanto en la novela como en el filme, este personaje femenino es anónimo, carece de nombre, a pesar de ser la narradora protagonista en primera persona, la voz y la mirada que conducen el relato.
Precisamente esa aparente contradicción entre su función de motor del relato y la escasa información de que dispone, o la mala interpretación que hace de la misma; la obligada identificación del espectador con la protagonista, con su escasa sabiduría, es uno de los grandes aciertos de la puesta en escena del director. El fantasma de Rebeca, la primera señora de Winter, es el verdadero protagonista, el alma máter de la historia y su núcleo duro. Desvelar la verdadera personalidad de Rebeca de Winter, indagar en su más profunda alma, es la auténtica hoja de ruta que se propone Hitchcock.
La dualidad antes mencionada en sus personajes femeninos se manifiesta aquí en la confrontación entre dos mujeres que desempeñan una misma función: las esposas de Maxim de Winter, un atildado y aparentemente confiado noble, maduro y viudo, herido por el indeleble recuerdo de su primera esposa. La inocencia de Joan Fontaine ha de luchar contra la perversidad de Rebeca, cuya sombra se extiende de un modo tan omnímodo que consigue que la protagonista no asuma su condición de señora de Winter: Rebeca siguen siendo, in morte, en ausencia, la única y real y verdadera señora de Winter.
La debilidad e inseguridad de la segunda señora de Winter procede de su condición de cenicienta moderna: ella es sabedora de que ocupa un espacio y posición que no ha ganado ni por linaje ni por esfuerzo, sino a través de su boda con Maxim. Esto es, sólo el amor legitima su nueva condición social, su ascenso aristocrático, pero su sinceridad, su bondad, su sencillez (valores prototípicos de la mujer norteamericana con la que los espectadores necesariamente se identificarían, frente a la fanfarria, fastuosidad —quincalla—, oropel y artificiosidad de Rebeca), su supina ignorancia, no son armas suficientes para contrarrestar al espectro de su rival.
La sofisticación, la belleza, la inteligencia son los atributos que todo el mundo que se codeó con Rebeca le reconoce. Además, su divisa, su marca personal, aparece en todos y cada uno de los rincones de su antigua heredad: en el bordado de las servilletas, de las sábanas, de sus vestidos; en el papel de escribir, en los sobres…, no hay ni un solo rincón que no proyecte metonímicamente la inicial de Rebeca. Es más, en castellano su nombre propio, por sinécdoque, sirvió para designar el jersey con el que viste constantemente la segunda señora de Winter. El alcance de su poder está marcado a fuego tanto en lo material, en todos los bibelots de su enorme residencia (Manderley), remedo de un mausoleo en el que pulula, ubicuo, su fantasma, como en el espíritu de cuantos se relacionaron con ella, entre cuyos más íntimos recovecos Rebeca ha herrado su dominio, como en las galerías de su imponente mansión.
La señora Danvers
Rebeca, no obstante, dispone de la fiel servidumbre de la ama de llaves para prolongar en el espacio y en el tiempo su poder. La señora Danvers será la sacerdotisa que vele por mantener incólume el fuego sagrado, el recuerdo imperecedero de la señora de Winter.
La actriz Judith Anderson se convertiría en el epítome de la maldad, en la hipóstasis de su señora muerta. Su caracterización física no necesitaba de más elementos para que el espectador supiese cuál era el enemigo con el que se debería batir la inocente Joan Fontaine. Ya su primera aparición, surgiendo del lado izquierdo del encuadre, mientras toda la servidumbre, a instancias de ella, aparece formada como un ejército que rinde armas a su nuevo comandante, denota el papel predominante que se le ha asignado en la función.
La señora Danvers es el brazo armado de la difunta Rebeca. Su hieratismo hiela la sangre de la protagonista y del espectador. En cierto modo ella es la vestal que aviva el fuego en el templo de Manderley; es la sacerdotisa de la religión instaurada por Rebeca en su inmensa catedral, una religión que al principio parece bañada por el dolor de la pérdida amorosa, por la muerte de una diosa que lo alumbraba todo.
Por ello, Maxim parece estar enfermo de necrofilia, de una melancolía paralizante que se reactiva cuando el menor indicio de Rebeca lo roza. Esa diosa devendrá diablesa a lo largo del argumento y la aparente necrofilia se trocará en necrofobia. Cuando se descubra la personalidad auténtica de Rebeca, su depravación moral-sexual, su incapacidad para amar a la par que la vampirización que ejerce sobre quienes la rodean, la señora Danvers se encargará de destruir el territorio sagrado del Mal, antes que permitir que la sombra de Rebeca sea erradicada del mismo. A fin y al cabo, el ama de llaves entró en Manderley junto con Rebeca, siendo un apéndice más de ella.
La nueva señora de Winter será instalada en la habitación de invitados, pues los aposentos de la antigua permanecen sellados, proscritos al común de los mortales, con Jaspers, un simpático perro, de cancerbero de las puertas del Hades, pues no otra cosa remedan los aposentos privados de Rebeca, especie de cripta que en un impulso de valor y de autoafirmación serán profanados por la nueva señora de Winter, ante la mirada displicente de la sepulturera, de la guardiana del sepulcro, la señora Danvers, que aprovechará la ocasión para mostrar a Joan Fontaine su condición de extranjera, usurpadora de un recinto y una posición social que ni se merece ni están a su alcance, pues las diferencias con la difunta son abisales.
“¿Cree que los muertes nos observan?”, desliza la taimada doncella sobre la atemorizada dueña. En este mismo recinto sagrado, la inducirá al suicidio, hipnotizándola con el relato de la fuerza y del poderío de su antigua señora, imbatible ante ningún hombre o mujer, y que sólo sucumbió por la fuerza del mar, elemento de la naturaleza equivalente a la fortaleza de Rebeca.
Frente al comedido y pacato sentimentalismo que se profesan los recién casados; frente a la apelación constante de Maxim a la inocencia de su nueva mujer como única vía que puede aliviar su dolor-culpa, surge una sexualidad reprimida, una salvaje entrega en la relación de adoración de la señora Danvers hacia Rebeca. Un lesbianismo implícito, una sexualidad tan pervertida como feroz anida en el corazón del ama de llaves, verdadero ente romántico que se desborda en la destrucción y el fuego.
Maxim de Winter rechaza a la ingenua Joan Fontaine cuando ésta, inducida por la pérfida señora Danvers, se metamorfosea en Rebeca, vistiendo el mismo disfraz que en otra ocasión se enfundó ésta para el baile. Maxim no soporta la erotización de su segunda mujer, cuya ignorancia confunde el dolor de Maxim cuando lo que este siente es una profunda aversión hacia su exmujer, hacia una sexualidad desinhibida y sin freno que, obviamente, él no ha podido satisfacer por… los motivos que un espectador moderno puede imaginar, aunque el relato de la época lo achaca a la perversidad intrínseca de su primera esposa.
Así pues, Rebeca era un cáncer disimulado con los ropajes de la belleza, un espíritu maligno que corroía y se expandía por las emociones de todo bicho viviente que se le acercaba. La constatación médica de tal padecimiento en sus propias carnes como enfermedad, no como metáfora; la encarnación en su cuerpo del mal que anida en su pútrido corazón, será el último recurso que utilizará para tratar de imponerse, de aniquilar física y psíquicamente a su débil marido, un pelele en sus manos, que será rescatado del horror interior en el que malvive por el amor virginal de su nueva e inocente mujer.
La sombra de Jane Eyre
En 1944, Joan Fontaine interpretaría casualmente a la protagonista de la novela de Charlotte Brontë en una versión cinematográfica titulada Alma rebelde, dirigida por Robert Stevenson. No cabe duda de que la novela de Daphne se inspira en la novela de la Brontë. El personaje de Maxim de Winter se basa en el Eduard Rochester al que encarnaría un poderoso y joven Orson Welles.
El tormento interior que azotaba a Rochester residía en un matrimonio concertado con una mujer mayor que él, Berta Mason, que sufría una enfermedad mental propiciadora de toda una serie de excesos que el joven Rochester no puede soportar. Al caer Berta en una locura incontrolable, decide encerrarla en un ala apartada de su residencia-castillo gótico Thornfield, el equivalente a Manderley. Por azares del romántico destino, Jane se cruza en la vida de Rochester y se convertirá para él en su salvación, ocultando su pasado y su presente, es decir, que está casado con una loca. Descubierto el entuerto, Jane abandona a Rochester a punto de casarse en el altar. Posteriormente se reencontrarán, para lo cual Thornfield debe haber sido pasto de las llamas por la mano de Berta Mason, secuencia que en Rebeca lleva a cabo la señora Danvers.
Así pues, los avatares del cine son aleatorios: la película Rebeca bebe de la novela Jane Eyre, actualizada por Dapnhe du Maurier, mientras que la adaptación cinematográfica de Jane Eyre, Alma rebelde, es deudora de la película Rebeca.
En todos los casos, la liberación de los personajes protagonistas, de los amantes verdaderos, sólo se produce cuando el espacio erotizado, cuando la geografía de la locura-depravación ha sido derruida, purificada por las llamas. Esas mansiones de estilo gótico por cuyos amplísimos corredores y galerías el fantasma de una mujer tan pérfida como libre, tan perversa como independiente ha sido encerrada o ha tomado posesión para zafarse de la mojigatería de una sociedad y una moral que todavía no puede permitir o asumir sus excesos, sus pulsiones.
Sin lugar a dudas, un buen territorio para la fantasía hitchcockiana. Los espectros femeninos ocuparán un lugar preponderante en las siguientes películas del director de Rebeca.
Vértigo
Dieciocho años después del gótico relato inglés, Hitchcock acomete una de las cumbres del romanticismo fílmico, una adaptación del mito fundador del amor occidental, Tristán e Iseo-Isolda, por medio de la que puede dar rienda suelta a sus más bajos-altos instintos cinematográficos, sin necesidad de amparar su necrofilia bajo el ropaje de un cuento de fantasmas estereotipado y codificado, aunque siga hablando del deseo imperecedero, del amor y de la muerte, del mismo impulso erótico-tanático que habita en las simas del corazón humano (masculino, por supuesto)
Ahora la narración está focalizada a través de la mirada de James Stewart, que interpreta a John Scottie Ferguson, un detective de policía retirado a causa de una fobia: el miedo a las alturas, que ha tenido trágicas consecuencias para un compañero. A través de los ojos de Scottie, se nos introduce en una parábola, en una alegoría sobre los mecanismos de la fascinación en los que radica la magia del cine.
Scottie será una víctima, un chivo expiatorio de una trama urdida por un viejo camarada de estudios, un canalla sinvergüenza que se aprovecha de la acrofobia de su antiguo amigo para sus propósitos criminales: deshacerse de su esposa y quedarse con todos sus bienes. Elster urde una trama de igual modo que el director de cine elabora su película: Scottie será la víctima, tal como los espectadores somos los ilusos indefensos que caemos seducidos por las redes icónicas del director.
El relato de fantasmas se ha interiorizado, ya no es necesaria toda la escenografía gótica: la bruma, el castillo, la noche, la perversidad…, pues ahora se trata de bucear en las profundidades anímicas del personaje, en extraer de él sus miedos intrínsecos. Como reza el poema de Baudelaire titulado El vampiro: “No eres digno de redimirte / de tu maldita esclavitud, ¡Imbécil! —¡Si de su dominio / nuestros esfuerzos te librasen, / tus besos resucitarían / el cadáver de tu vampiro!”
Scottie simboliza al hombre-espectador moderno que se muestra escéptico ante todo relato con tintes macabros, espectrales. Sin embargo, su escepticismo es directamente proporcional a la enfermedad romántica, al deseo irracional que alimenta sus inconfesables fantasías.
Hitchcock elaborará una moderna puesta en escena para que la fuerza onírica que habita el inconsciente de Scottie se refleje en la pantalla. El sueño no se dice, el miedo no se habla: se representa. De ahí el profundo cromatismo rojo que siembra el periplo de Scottie y que rodea todos los espacios en los que su vorágine romántica se desata: desde los iniciales títulos de crédito (rostro, ojo) hasta el tapizado del restaurante Arnie’s, lugar en el que ve por primera vez a Madeleine, cuya visión activa el mecanismo emocional; el color rojo predominante en la floristería donde ella compra el ramo, mientras es observada subrepticiamente por él; la joya engarzada en el medallón de Carlota-Madeleine-Judy; la bata roja de Scottie con la que se viste Madeleine en el apartamento de él; ese suelo alfombrado de rojo en el bosque de secuoyas… Posteriormente, el cromatismo adquirirá un color verde, cuando Madeleine muere y Scottie encuentra a Judy.
Pero en última instancia, lo que desata la pasión en el sujeto será la palabra, el relato. Scottie queda subyugado por la belleza física de Madeleine, en el restaurante, epifanía amorosa enfatizada por el director mediante efectos psicológicos: el espacio y el tiempo, el decorado, desaparecen, quedan en suspenso.
Pero la fascinación necesita ser acrecentada con los relatos del urdidor Elster, con la presencia del fantasma de Carlota Valdés: un personaje del pasado, de un pasado colonial, español, turbio, romántico, sexualizado, fantasmagórico…, anterior al San Francisco actual pero origen del mismo, que poco a poco se filtrará en el subconsciente de Scottie, hasta nutrir sus propias pesadillas, en una transferencia y apropiación amorosa.
Madeleine y sus funestos sueños acaban por desbordar el dique racionalista. Scottie adquiere la función de un psicoanalista que trata de interpretar, racionalizar, los fantasmas de Madeleine, pero que acaba engullido por éstos: el médico no debe implicarse nunca emocionalmente con el paciente, y Scottie pretende convertirse en el ángel custodio de ella, en su salvador, a través de un amor sin límites, capaz de extirpar el miedo y borrar el dolor del espíritu de su amada. Craso error.
En cierto modo, la fobia de Scottie a las alturas es un símbolo de la escisión del sujeto moderno, de su contradicción interna. El racional y escéptico Scottie sólo puede amar a un fantasma, a un espectro, a un cadáver. De hecho, el primer acercamiento carnal entre ambos se produce cuando Scottie extrae de las aguas de la bahía a una inconsciente Madeleine. Mientras la lleva en brazos hacia su coche, justo en el momento en que la va a introducir en él, hay un acercamiento de su cara hacia la boca desmayada de ella, que el director corta. En la siguiente escena, Madeleine está desnuda en la cama de Scottie. La elipsis propicia todo tipo de interpretaciones.
Su amiga Midge (Bárbara Bel Gades), su confidente, está enamorada de él, pero la pasión de Scottie sólo responde a estímulos irracionales. Midge representa a la mujer moderna, independiente para la que el imaginario emocional del herido detective está incapacitado, inhabilitado, pues nada más responde a aquello lo más alejado de su conciencia.
Los obstáculos a modo de advertencia que Midge pone en su camino son rechazados taxativa y expeditivamente por Johnny, que sólo tiene ojos y oídos para lo más turbio, para el lugar común del más acendrado romanticismo. Midge intenta evidenciar lo iluso y carnal de la vorágine por la que Johnny está a punto de sucumbir, que simplemente es una historia de amor, un enamoramiento, por mucho que él quiera adornarla con otros ribetes más profundos y con aderezos trágicos.
Como los personajes de los cuentos de Poe, él necesita vivir una pasión que rompa las barreras espacio-temporales, que soporte los embates del tiempo, que esté anclada en la eternidad, cuyo único acceso es la muerte. Se deja arrastrar por la fe del converso, por la ilusión del que cree haber encontrado el Amor con mayúsculas. Y este amor mayúsculo sólo existe en el guión fantasioso que ha elaborado el taumaturgo Elster que, cual demiurgo artístico (cinematográfico), álter ego de un director de cine, traza la senda, el itinerario que el deseo reprimido de Scottie está deseando transitar.
Indefectiblemente, como espectadores nos vemos sumidos en el vórtice que arrastra a Scottie. Con él seguimos a Madeleine, a ese personaje que Elster ha diseñado a partir de un referente real (su mujer, a la que desea asesinar), pero que ha revestido con los atributos de la fantasía del detective retirado, para lo cual ha contado con la inestimable complicidad de su amante, la actriz Judy, cuya portentosa interpretación no sólo acrecienta paulatinamente la ansiedad de Scottie, sino que se va moldeando a sus exacerbadas proyecciones.
Esta etapa del ascenso romántico finalizará con la brusca muerte de la ficticia Madeleine, ante la mirada impotente del protagonista. En el posterior juicio, el más acervo escarnio recae sobre el ex policía, incapaz de articular una palabra en su propia defensa, mostrándose como un hombre derrotado por su fisura interior, por el amor dispensado y estéril, clandestino. Pues su única cuartada factible sería exhibir su implicación sentimental en el asunto, hecho que el ahora viudo Elster conoce de sobra y del que se ha aprovechado para sus criminales objetivos.
La caída anímica será de tal calibre que no volverá a articular palabra, sumido en una profunda melancolía afásica, para la que la música de Mozart que suena en su habitación del sanatorio resulta infructuosa, pues los acordes que escucha en su interior son la melodía infinita del cromatismo wagneriano, inserta en el País de la Noche al que Scottie se ha visto abducido cual un guiñol de feria.
Cuando consiga salir de la postración catatónica en la que se ha encerrado, intentará recuperar el objeto perdido, persistirá en buscar de nuevo el más mínimo indicio que le recuerde a la difunta Madeleine. Para ello, inicia el mismo periplo que al principio del seguimiento a Madeleine, repitiendo el mismo itinerario: el edificio de apartamentos donde ella vivía, el restaurante donde la conoció, el museo donde estaba el retrato de Carlota Valdés, la floristería…
Y es aquí donde se va a producir el milagro. Ahora Scottie está en la parte delantera de la floristería, en el escaparate exterior, mientras que en el primer seguimiento Madeleine y él mismo se introdujeron en dicha floristería por la parte trasera, por el callejón del inconsciente. De hecho, el director ya nos señala la falsedad de aquella Madeleine al reflejarla en un espejo que recubre la puerta por donde Scottie la está contemplando, de tal manera que éste no puede ser consciente del espejismo.
Al contrario que la afirmación marxiana según la cual la historia sólo se repite como farsa, esta repetición ha de conducir al protagonista a la elucidación de la verdad, pues la primera representación de la historia fue falsa, ficticia, inducida, fue una tramoya. Su encuentro fortuito con Judy y su inmediata asociación con los rescoldos de Madeleine le harán recaer en los mismos errores del pasado, tal y como Hitchcock remarca en la escena en la que Scottie contempla a Judy abrir las ventanas de su habitación en el Hotel Empire, secuencia calcada de la primera parte, cuando Scottie observa a Madeleine en la habitación alquilada de un hotel, antigua residencia de Carlota Valdés, el fantasma contra el que Madeleine luchará inútilmente.
Scottie inicia un noviazgo normal con Judy: paseos a la luz del día, al lado de un estanque, rodeados de parejas que se besan y de palomas que levantan el vuelo…, pero ese escenario luminoso no sirve, no aporta consuelo al desgarrado Scottie. Su obsesión es hacer el amor con la muerta, con el fantasma de Carlota Valdés vía Madeleine, y no parará hasta conseguirlo, repitiendo los mismos errores que en su primera incursión en el territorio amoroso, persiguiendo con denuedo el órfico descenso a los infiernos.
La habitación de Judy será el escenario, el set de rodaje en el que se iniciará la labor de Pigmalión de Scottie, asumiendo inconscientemente un rol para el que no está preparado y que hasta entonces había desempeñado el maquiavélico Elster: traje, zapatos, peluquería… Todo lo que allí acontezca será un reflejo, un espejismo, una mentira: todo acaece en frente del espejo de la cómoda, remarcándose su carácter de fraude. Ni nosotros ni Scottie lo sabremos.
Incluso cuando Judy confiese mediante una carta que no llega a entregar a Scottie, pero que sí leemos nosotros, la trama en la que ha participado; cuando confiese su condición de simulacro, no podemos dejar de identificarnos con la pasión que nuevamente se va apoderando de Scottie, con su fantasía de hacer resucitar a Madeleine, a pesar de los constantes obstáculos de Judy, siempre superados por la convicción de él y porque Judy se ha enamorado de Scottie, con lo cual está dispuesta a llegar a su amado aunque sea a través de su papel de falsa Madeleine.
La metamorfosis de Judy en Madeleine y la posterior dicha, felicidad absoluta que embarga a Scottie, es uno de los cúlmenes del romanticismo, una secuencia en la que el director se recrea para expresar el éxtasis, el paroxismo del Amor, vencedor de la muerte. Un Scottie cada vez más nervioso, preso de una ansiedad incontrolable, que sólo hace que asomarse por un ventana inundada de cromatismo verdoso; turbado hasta el tuétano y acompañado por un crescendo musical wagneriano espera el milagro, la palabra, en este caso el cuerpo redivivo de Madeleine, que finalmente hace acto de presencia de entre los muertos, en una escenografía en la que el intenso cromatismo verdoso se apodera de la habitación, de los amantes, de la secuencia y del espectador.
Pero, la dicha dura poco en casa del… desesperado. El medallón de Carlota Valdés que Judy-Madeleine resucitada se coloca delante del espejo, con la ayuda de Scottie, desata la sospecha del crédulo, azuza su, al fin, recobrada incredulidad. La lucidez parece haberse activado en la trastornada psique del amante, plena de despecho y de humillación, sin apenas intuir que el itinerario que por segunda vez va a emprender le conducirá al mismo callejón sin salida, a la misma aporía sentimental.
Scottie inicia el mismo trayecto a la misión en la que Madeleine se suicidó delante de su aterrada e impotente mirada. La tragedia se masca. Judy será ahora la que ruega por una segunda oportunidad, ocupando el papel que Scottie desempeñó frente a Madeleine. Los diálogos se intercambian, las declaraciones de amor se producen a la inversa, los obstáculos y reparos proceden de un, nuevamente, conmocionado Scottie, plenamente consciente de su estupidez y aun así azacaneado por un deseo emocional imparable, por un dolor infinito que discurre paralelo a un deseo de venganza, de expiación y de reparación imposible, agudizándose su papel de marioneta, de juguete roto, de chivo expiatorio, de instrumento del perverso Elster (remedo de la difunta Rebeca).
Culpa, vergüenza y amor discurren en un nuevo crescendo musical, emocional y amoroso, que lleva a Scottie a exclamar “¡Cuánto te he llorado, Madeleine!”, una sincera confesión catártica con la que espera desembarazarse del insondable dolor que a punto ha estado de aniquilarlo, mientras Judy, fervorosa, le suplica su cariño, su amor, ante lo que Scottie replica con un remedo de las palabras-guión del simulacro, del personaje Madeleine : “Es tarde, ella no puede volver”, en una inversión de roles frente a la repetición de la misma secuencia.
Ambas desesperadas y desgarradas frustraciones se sellan con un profundo e intenso beso que puede abrir un camino de esperanza, pero que es el último peldaño de la repetición de la tragedia, del fantasma del pasado, de esa ficticia Madeleine, de ese constructo emocional que parece encarnarse en la figura de una monja que provoca el espanto y el horror de Judy, precipitándose al vacío, como su personaje de Madeleine, ante la paralela impotencia de Scottie, una marioneta del destino empequeñecida por el plano final, que finalmente ha logrado superar su fobia a las alturas, después de haber permitido que un personaje (Madeleine) y dos mujeres (Judy y la verdadera mujer de Elster) saltasen al vacío con él como testigo mudo, anímicamente tullido, víctima y verdugo de sus propios deseos.
Epitafio
Scottie ha cumplido la contemplación de la contemplación, la proyección de su soterrado anhelo, de sus latentes fantasías necrófilas, mientras el demiurgo Hitchcock nos ha hecho copartícipes de la magia del cine, testigos mudos, afásicos como su protagonista, de una rocambolesca trama tan racionalmente inverosímil como afectivamente subyugadora y tangible es la tristeza amarga que ha sembrado en nuestra mirada, en nuestros corazones de degustadores escópicos, de buscadores de sombras.
Todo el aparato, el atrezzo externo de Rebeca ha sido inoculado ahora en los pliegues de un cerebro y en los vericuetos de un corazón que muere por sentir una vivencia que lo sacuda, lo golpee, lo transforme, lo mate… de amor. Tales fosas abisales del sentimiento son territorio del arte, del cine, de la maestría de Alfred Hitchcock, cuyos MacGuffins son el batiscafo con el que podemos soportar la presión de tales simas. Ya llegará la descomprensión cuando las luces de la sala se enciendan y las sombras de la luz se apaguen.
Posiblemente habrá humedad en nuestro rostro.
Escribe Juan Ramón Gabriel
Bibliografía consultada:
—Caparrós Lera, J. M. Vértigo, en Breve historia del cine americano
—Llopis, Rafael. Historia natural de los cuentos de miedo
—Latorre, José María. Marnie, la perversa inocente, en Diablesas y Diosas.
—Rougemont de, Denis. El amor y Occidente