La cámara secreta (My little eye, 2002), de Marc Evans

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Prisioneros de unos límites irreales

«Big Brother is watching you» asegura George Orwell en 1984 (1949), eternamente ajeno al alcance que esta figura hipervigilante tendría en los formatos televisivos del futuro. La carga política otorgada a esta omnipresente entidad queda desbancada por la popularidad del reality show del mismo nombre, cuyo pistoletazo de salida se dio a principios de la década de los años 2000 en los Países Bajos.

Este emblema de la telerrealidad comienza con el encierro voluntario de una serie de concursantes, carentes durante meses de ningún tipo de información externa. La observación ininterrumpida de la convivencia entre los participantes, sus intimidades, sus conflictos y sus altibajos configuran la esencia de esta franquicia. La propia naturaleza del medio propicia una ficcionalización, un guion que genera dilemas, dificultades y retos que lleven al límite a los concursantes. El morbo, la tensión, se genera con el encierro continuado, una lucha para no abandonar un espacio delimitado físicamente y, finalmente, una liberación por irse a casa con la cuenta bancaria llena, o en ocasiones, con un personaje asentado en el mundo de los platós de televisión.

«Tenía usted que vivir —y en esto el hábito se convertía en un instinto— con la seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería registrado y escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus movimientos serían observados» (Orwell, 1949). Lejos de ser una prisión en la que abandonas todas tus pertenencias y habitas tras unos barrotes de metal, el objetivo de la cámara es capaz de esclavizar la voluntad de un ser humano, tanto por unos límites físicos como por una dualidad de la propia imagen en un personaje atractivo para el ojo del Gran Hermano.

Así, adaptando la distopía de Orwell, la hipervigilancia y el complejo de El show de Truman que posee la telerrealidad, se crean una serie de ficciones en las que el encierro, el establecimiento de unos límites tanto físicos como sociales que no pueden ser cruzados, casa de lleno con el género del suspense, la intriga y el terror. La línea divisoria entre la realidad y la ficción televisiva es cada vez más difusa, cuestionando constantemente los límites de la moral humana y de la intimidad.

En las profundidades del catálogo de Netflix, bajo la cantidad ingente de novedades que suma mensualmente, pasa desapercibida una curiosa cinta de terror con un concepto pionero que tomó la delantera al mejor Black Mirror, unos recursos técnicos limitados, pero tremendamente carismáticos y una preocupación palpable por el auge de la telerrealidad. La cámara secreta (My little eye, en inglés), del galés Marc Evans, presenta la oportunidad de ganar un millón de dólares por no hacer nada más que habitar una casa vigilada por cámaras en cada rincón.

La atractiva oferta atrae a seis jóvenes que se presentan como los concursantes perfectos, dispuestos a convivir seis meses juntos sin abandonar los límites establecidos por los organizadores. Despreocupados, Rex, Emma, Charlie, Danny y Matt comparten cada momento de su día, para el disfrute de, aparentemente, millones de espectadores que visualizan cada uno de sus movimientos a través de un directo emitido sin interrupciones.

La cinta te invita a considerar la fascinación de la audiencia con este formato, trazando paralelismos entre la siniestra naturaleza tan invasiva del voyeurismo que potencian los reality shows y el macabro juego en el que los protagonistas se ven envueltos. Laura Mulvey en Placer visual y cine narrativo (1975) presenta la escoptofilia como, entre otras definiciones y de forma muy breve, el placer que produce mirar y ser mirado, un deseo de ver lo privado y una mezcla con la fascinación hacia lo parecido y reconocible, es decir, la figura humana.

Con estas ideas, la experiencia espectatorial de los reality shows es profunda y analítica. Los modelos sociales que personifican los concursantes, la identificación con los mismos, la ficcionalización de sus vidas, la postura en torno a temas tabú vetados en televisión y unas expectativas hacia su comportamiento de cara a las situaciones que la organización plantea generan una atracción incontenible para el espectador.

Además, el miedo y la intranquilidad hacia una tecnología tan novedosa durante la primera década del siglo XXI choca con la cotidianidad con la que convivimos con Internet hoy. A pesar de no entender cómo funciona todo, ni qué límites tiene, el uso cotidiano de la tecnología y una mayor consciencia de la ciberseguridad nos ayuda a percibir este recurso como un aliado y no como un intruso maligno capaz de vigilar nuestros movimientos, guardar un registro y traficar con nuestra información a voluntad.

A través del lenguaje fílmico, la película deja constancia de este recelo hacia el avance tecnológico y la llegada de Internet al hogar. La imagen con grano y poco definida, el punto de vista de las cámaras dispuestas por toda la casa, la visión nocturna, el espectador como espectador no solo de la película sino del propio programa y las personalidades tan dispares de los concursantes, en una lucha diaria por conseguir el favor de un público invisible, conforman una propuesta visual innovadora para la época, arriesgada en la fusión del cine y la red en línea pero sumamente interesante.

El aislamiento provoca sentimientos de asfixia, agobio e inquietud en los jóvenes, acrecentado por la incertidumbre de la veracidad del programa. La mansión, alejada de cualquier tipo de núcleo de población, se vuelve una trampa, una jaula en la que el slasher renace en una puesta en escena muy alejada de los clásicos suburbios o campamentos de verano ytoma el protagonismo, desembocando en una masacre, retransmitida sí, pero no al público general sino a una selección de usuarios capaces de colarse en los recovecos más inhóspitos de Internet y apostar por su concursante favorito.

La cámara secreta, el ojo que todo lo ve, esclaviza a los participantes, manipula sus movimientos y les empuja a situaciones en las que, en otro momento y en otro lugar, habrían corrido al primer aviso. El terror del aislamiento, la histeria provocada por la falta de información del exterior, la omisión del propio instinto para escapar ante lo desconocido lleva a los protagonistas de La cámara secreta a un desenlace descorazonador, resultando, hasta el final, prisioneros de unos límites irreales.

Escribe Elena del Olmo Andrade | Fotos [FILMGRAB]

La puesta en escena pone al espectador en la posición de las cámaras, observando a los concursantes en la casa.