La vieja política
En cierta medida, John Ford era un personaje trasladado a una época que no era la suya, y eso se deja sentir en sus películas. En primer lugar, en sus westerns, donde más allá de las aventuras y de las tramas argumentales, transpira una mirada a un mundo perdido, no siempre ejemplar, e irrecuperable. El ejemplo paradigmático, donde este tema se convierte en la piedra angular del filme, es El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, 1962), pero esa misma mirada está depositada en Ethan Edwards y su imposible redención (Centauros del desierto, The searchers, 1956) o en Nathan Brittles (John Wayne) junto a la tumba de su esposa en La legión invencible (She wore a yellow ribbon, 1949). En cada una de ellas la muerte, sea efectiva o anunciada, acaba siendo la protagonista del relato.
Todos recordamos los westerns, pero el mismo esquema puede reconocerse en muchas de las películas que no pertenecen a este género, y entre ellas la más explícita, aunque no por ello menos interesante, es El último hurra.
El mundo de la política cobra aquí protagonismo. Vamos a asistir a la última campaña electoral de Frank Skeffington, eterno alcalde de una ciudad de Nueva Inglaterra. Será la última porque él mismo así lo ha decidido de antemano, pero también, y eso lo iremos viendo, porque su tiempo ha pasado, por mucho que lo que se avecina no mejore lo que muere. Ford no es nunca el gozoso pregonero de los nuevos tiempos. Su mirada es más bien nostálgica hacia lo perdido, pero no porque reivindique sus bondades, sino porque se sabe perteneciente a ese mundo, y su fin es, en cierta medida, también el suyo propio.
La película hace un detallado análisis de este político de la vieja escuela, siempre en referencia, como telón de fondo, a los nuevos modos que comienzan a abrirse paso. Lo veremos comportare con sus electores; contemplaremos sus objetivos y sus métodos, y asistiremos a las relaciones con sus pares, tanto amigos como enemigos; los que le apoyan y también aquellos que quieren destruirlo.
Y así comprobamos que la política, en esta película, es un asunto de viejos. Frank lo es, y bien consciente es de ello. También lo son quienes le secundan en su campaña, sus partidarios más próximos, a excepción de su sobrino, pero este no pasa de ser un espectador de lo que ocurre, y en este sentido no es insignificante su profesión de periodista; él es quien va a levantar acta de lo sucedido. Pero también lo son sus rivales: no los que dan la cara, como el joven McCluskey, sino quienes lo han aupado a ese cometido, quienes manejan los hilos de su acartonada figura.
El control de la actividad política, por lo tanto, está ejercido por los de siempre, por una generación que se resiste a perder su protagonismo, dispuesta a realizar los cambios necesarios para que todo continue igual. Ahí ya vemos la escasa fe que Ford tiene en la juventud, aunque bien es cierto que el análisis que hace de ella no pasa de ser superficial. Más que un diagnóstico basado en un examen detallado, es una diatriba, una muestra de dolor por el tiempo perdido.
Dejaremos aparte al hijo del banquero, tratado con una crueldad desmedida que se ceba en sus limitaciones intelectuales, claramente incapacitantes. Al margen de su figura, el resto de jovenzuelos que se nos muestran no mejoran mucho al improvisado jefe de bomberos. Empezando, y eso tiene especial gravedad, por ser quien está destinado a asumir las riendas de la ciudad, por McCluskey y su familia.
La entrevista que le realizan en su casa, mostrando por una parte el poder que está adquiriendo la televisión en las campañas, otro elemento nuevo que al alcalde le resulta ajeno, y por otra esa alabanza a la estructura familiar típica americana, perro incluido, aunque tenga que ser alquilado, un breve detalle que muestra lo artificioso del montaje, y, por ende, de los valores que pretende potenciar, resulta demoledora. El joven candidato es un pelele sin identidad propia, sin capacidad, sin conocimiento alguno que le legitime para el cargo. Resulta intercambiable con cualquier otro, y si ha sido el elegido por los poderes fácticos es por ser, en ese momento, el mejor situado, aunque nadie se lo explique. El único valor que se le adivina a McCluskey, y que a la postre le llevará a la victoria, proviene del dinero invertido en él por quienes sufragan su campaña, esto es, del rencor que sienten sus valedores por el alcalde Skeffington.
Y no es que, a priori, no disponga de la cualificación requerida. A diferencia del viejo Frank, McCluskey posee estudios de leyes, es un buen ciudadano comprometido con su iglesia, y puede presumir de una hoja de servicios impecable en la marina. Pero todas esas cualidades, en lugar de avalarlo, palidecen a la luz de su incapacidad. Más bien ocurre lo contrario: demuestran lo inútil que resulta su supuesta preparación. Las universidades están otorgando títulos que no aseguran la idoneidad de sus receptores. En lugar de ese, que sería su cometido, crean una pandilla de mediocres cuya salida es la política, porque los jóvenes de verdad preparados ya no quieren dedicarse a ella, como en los viejos tiempos ocurría.
Sin embargo, como decíamos, con este triste bagaje, el recién llegado gana las elecciones, lo cual habla ya no tanto de sus capacidades, sino, por una parte, del poder del marketing puesto a disposición de cualquier nulidad (las imágenes de la ciudad empapelada con la foto del candidato son suficientemente expresivas), y por otra de los gustos e intereses del electorado. Si McCluskey triunfa es porque lo que algunos ven como limitaciones se ha convertido para otros, para la mayoría, en una virtud merecedora de apoyo. Confiar en semejante individuo habla a las claras de la naturaleza de los creyentes. El cambio que se está produciendo es más profundo de lo que parecía.
Si en lo público Frank es derrotado por la inconsistencia de los nuevos tiempos, en lo personal va a resultar más dramático. Su hijo es otro de esos jovenzuelos de quienes poco cabe esperar, y ahí él tiene, quiera o no, su responsabilidad. Cuesta creer que de tal padre puede provenir semejante hijo. No es ya que no se haya registrado para votar, en una muestra de lo inconsciente que es de la importancia de lo que está ocurriendo, o que no haya tenido interés en ver a su padre por televisión.
Más allá de eso hay un detalle que marca la distancia entre uno y otro y entre sus respectivos mundos. Se trata del retrato de la esposa fallecida de Frank que preside la escalera de su mansión, y que suscita una actitud bien diversa en viudo y huérfano. Mientras Frank, al pasar ante él, se detiene un momento en lo que parece un sencillo homenaje, y hasta incluso puede que rece, sin olvidar la flor que mantiene constantemente al pie del retrato, su hijo ni siquiera se vuelve a mirarlo, en una prueba evidente de que el respeto por los tiempos pasados se ha diluido, tiempos de los que ni siquiera parece quedar memoria.
A estos extraños enemigos ha de enfrentarse Frank en su última campaña. Extraños porque la lógica que se va imponiendo le es por completo ajena; carece de armas con las que enfrentarla. A los rivales que hablaban su mismo lenguaje podía vencerlos; a estos ya no.
Esa disonancia se ve claramente en la distinta manera en que uno y otro afrontan la conquista de los votos. Frank es el político a pie de calle, el que habla con todos sus vecinos, quien besa a los niños, el que está presto a ayudar a cualquiera que se lo solicite, aunque en ocasiones no sea merecedor de ello. Sus formas parecen más propias de las pequeñas comunidades donde las relaciones eran más estrechas, y el conocimiento de sus miembros total. Pero esas comunidades han crecido, y la extrañeza ha ido instalándose en ellas.
Ahora se requiere llegar por otros medios a la potencial clientela, y Frank no domina esos medios ni tiene quien le respalde para controlarlos. Es por eso que su decisión tras la derrota de presentarse a gobernador, esa huida hacia adelante, no es más que el canto del cisne destinado al fracaso. Las marchas de sus partidarios por la ciudad portando carteles con su nombre tienen un aire ridículo ante la potencia de los nuevos medios de comunicación, la que acabará con esos viejos modos que el propio Frank sabe condenados a extinguirse.
¿Quiere decir todo esto que con Frank desaparece la forma ideal de la política? ¿Es Frank un modelo, en horas bajas, que debería ser recuperado? ¿Es un ejemplo a seguir? No, en modo alguno. Al menos desde una mirada actual.
Frank es un marrullero. Incluso un corrupto, podríamos decir hoy. Es verdad que no tienen fundamento las acusaciones que le lanza el periódico, dispuesto a cualquier cosa para hundirle, y ahí la prensa tampoco queda bien parada, pues lejos de informar se coloca al servicio de intereses que vulneran la que debería ser su función. Las referencias al dinero que tiene escondido muestran tan poca solidez que cambian la cantidad y el lugar sin enmendarse, y la investigación sobre sus declaraciones de impuestos no parece dar ningún fruto relevante. Pero frente a esa honestidad nuclear, sus métodos dejan bastante que desear.
Si bien se mira, en esa disonancia es donde reside la clave de la vieja política que con él muere, en el valor que se le otorga a los medios. Que Frank posee unos objetivos nobles, que su vocación de ayuda a sus conciudadanos es uno de sus rasgos definitorios, viene ya avalado por sus orígenes humildes y por la injusticia que en ellos estaba instalada. La vocación de corregirla es la que ha guiado a Frank en su tarea.
Además, su procedencia irlandesa, menospreciada por los elitistas yankees, ufanos de pertenecer a un club en cuyas reglas el ataque de los indios o la piratería siguen teniendo un papel relevante, le sitúa en el lado duro de la vida. Y ese estigma le acompaña en su labor política. Y también en lo personal. Cuando Knocko muere, a pesar de su dudoso comportamiento, socorre a la viuda tanto dándole dinero que finge que es de su marido, como obligando a la funeraria a casi regalarle sus servicios, y por otra parte convoca al funeral a todos sus amigos para ofrecer la imagen de respetabilidad del muerto. Por otra parte, uno de sus proyectos estrella es construir casas para los pobres. La bondad de sus ideales y sus propósitos, por lo tanto, está fuera de toda duda.
Sin embargo, los procedimientos que utiliza para conseguirlos dejan bastante que desear. Frank asume que el poder reside en él, y cualquier manera de utilizarlo es legítima siempre y cuando la finalidad que se persigue sea loable. Y así, le vemos amenazar al dueño de la funeraria con revocarle la licencia si no rebaja el precio del funeral hasta el ridículo, sin importar la justicia o no de la amenaza. Los derechos de los ciudadanos están a su albur; incluso la integridad moral, pues no otra cosa es lo que se ve mancillado con el montaje que realiza con el hijo del banquero para obtener el dinero que requiere la construcción de las casas que tiene proyectada.
Si la esencia de la democracia es la existencia de los contrapesos que limiten el poder del gobernante, Frank, desde luego, no es un demócrata. Par él todo vale con tal de imponer su voluntad. Si a eso añadimos su carisma personal y los modos que utiliza para acercarse al electorado, lo que se traduce en una especie de culto a su figura en sus vecinos, nos acercamos a la definición más ortodoxa del populismo, en el peor de sus sentidos, si es que alguno de ellos no lo es.
Ford se siente cómodo con esta imagen. Muy poco que reprochar. El desfile de todos sus deudos a llevarle flores en el momento de su muerte es un refrendo a su figura. No se requiere nada más, ningún análisis que pueda poner en cuestión la fuerza de la aceptación popular, su valor probatorio.
Más allá incluso de ese beneplácito, en la película late una especie de añoranza del origen; el recuerdo de un tiempo fundacional en el que se proyectaba una especie de arcadia feliz en el que los conflictos no existían. El mito irlandés que Ford explotó sobre todo en El hombre tranquilo (The quiet man, 1952), aquí ha sido trasladado a los Estados Unidos en la forma de un barrio en el que todos nacieron, y del que todos acabaron saliendo, cada uno por su lado, acabando con esa convivencia que, a pesar de las diferencias, no se recuerda con dolor.
Idea, por otra parte, que está arraigada en las conciencias de quienes vivieron aquellos tiempos, y así queda de manifiesto cuando, en el momento final, se aparcan las discrepancias para rendir homenaje a quien, en el fondo, se reconoce como un igual. Paraíso perdido que no retornará.
La vieja política desaparece con Frank, y habría que decir que bien muerta está, por mucho que aquello que vino a sustituirla no suscitara en Ford ninguna ilusión. Pero los muertos que no están bien enterrados suelen reaparecer, y signos de sobra tenemos en nuestros días para reconocerla, por mucho que aquellos que se creían enterradores se hayan convertido en sus heraldos, quienes han expandido sus semillas. La tentación era demasiado grande.
Escribe Marcial Moreno