Frente
a tanto filme anodino, sorprende (agradablemente) la grandeza de este
nuevo filme de Chabrol. Astuto y estupendo (cuando quiere) director, que
tanto en su película anterior (En
el corazón de la mentira) como en ésta parece dispuesto no sólo a
dar soberbias lecciones de cine sino también a lograr (al estilo del
mejor Godard, ese eterno joven transformador del cine) reformar o innovar
el lenguaje cinematográfico: búsqueda de nuevas formas expresivas donde
el cine ante todo y sobre todo se mueve aparentemente en el terreno de la
ambigüedad, un perfecto entramado fílmico asentado en el terreno de la
sugerencia. Repetiré lo tantas veces dicho: el sentido y la finalidad de
la verdadera obra fílmica es sugerir cosas al espectador, dejar abierta
(y libre) la película a múltiples (pero nunca opuestas)
ideas. No se precisan explicaciones. Debe dejarse abierto el filme
para que el “lector” puede oficiar su papel de (pequeño) creador. Ese
es el gran misterio y grandeza de Godard, Bergman, Angelopoulos y también,
¿por qué no? de los Hitch, Ford, Welles, Stroheim.... Un camino que
supone el avance del lenguaje cinematográfico hasta llegar a un mayor
grado evolutivo y que se consigue gracias a la multitud de aportaciones
que ha habido a lo largo de su historia y en especial a las
“expuestas” por los grandes maestros (en el cine de Hollywood) al
imponer desde clásicas estructuras narrativa una serie de (pequeñas o,
en apariencias, insignificantes) transgresiones que más tarde serán
aprovechadas (y asumidas) por directores de la talla de Welles, así como
por las nuevas cinematografías de los años sesenta (con la aportación
principal de la nouvelle vague), o por cinematografías que van desde el cine japonés
de ayer (Ozu, Mizoguchi, Kurosawa), al chino de hoy (Yimou, Kar-wai) sin
olvidar a varias novedosas cinematografías orientales de ahora mismo.
Gracias
por el chocolate
(olvidemos aquel desliz cercano de Chabrol titulado No
va más) será una película
(insólita) y desconcertante para los espectadores que acudan normalmente
al cine a pasar (simplemente) un rato divertido. Chabrol exige una
participación de los asistentes a las salas de cine no admite su simple
postura cómoda de expectación. Si así fuera (la simple postura del
espectador pasivo) no sería posible que esta obra (y otras del buen
director francés) fuese reconocida por los que embebidos por la
“magia” de la pantalla identificasen, incluso y de forma simple, las
imágenes en la propia realidad. Y es que para entender éste filme (y a
Chabrol y a otro muchos realizadores) se precisa una postura analítica:
ser (los asistentes a la proyección) “editores”, pensadores de imágenes.
Es preciso (para amar y disfrutar el cine) pasar, en el decir de Santos
Zunzunegui, de ver a mirar las imágenes. Los que no “miren” esta
singular e importante obra (igual que les ocurrió a los que “vieron”
así In the mood for love de Kar-wai)
no podrán degustar su buen aroma. Desde luego, eso es fácil de asegurar:
éste hermoso Chabrol será odiado por los amantes de cosas tales como Torrente
y sus secuelas. Es imposible que alguien pueda estar tan confuso como para
asumir tal paranoia.
El
último filme de Chabrol
parece no contar absolutamente
nada, o mejor sería decir que NO EXPLICA, y por tanto explícita,
lo contado. No existe, pues, una historia propiamente dicha. ¿Cuál es la
verdad? o mejor ¿existe una única verdad?
No se está lejos de la propia ambigüedad de su anterior filme, En el corazón de la mentira. No solamente se negará la certeza de
la verdad desde la mirada omnisciente del creador sino que se obviará,
incluso, un estudio “profundo” (o más bien primario) de los
personajes que interpretan el drama. Su forma de actuar, conocerles, saber
lo que ocultan sus máscaras sólo podrá ser descubierto por medio de
pequeños gestos, sobrentendidos, miradas, movimientos: unas manos detrás
de la espalda de Mika (Isabelle Huppert) que se retuercen en primer plano
mientras en un segundo plano vemos a la joven Jeanne (Ana Mouglalis)
charlar con ella, una caricia de Mika a la cabeza de un niño (¿el hijo?
de su deseado hombre) mientras urde el asesinato de la madre de la
criatura (o sea de su “rival”), dos manos que se acercan y tratan de
encontrarse, un paño que se teje, un joven siempre niño jugando
incansablemente con su consola, un réquiem siempre presente (premonición
y acompañamiento) ejecutado por maestro y discípula (¿padre e hija?)
siguiendo y apuntillando unos actos y relaciones (esencia y existencia de
los personajes y de la “fúnebre” acción)...
En
el terreno de la ambigüedad o (mejor) de la sugerencia es donde esta
hermosa película, no menor en la filmografía de Chabrol como alguien ha
afirmado, alcanza su mayor grandeza. Si tuviéramos que proceder a hacer
un resumen “temático” diríamos que nos enfrentamos a la afilada
disección de la sociedad /hipócrita occidental, centrada, en este caso,
en una ciudad de Suiza, donde sus adinerados y seguros habitantes son
capaces de cometer (sin abandonar su sonrisa) las mayores atrocidades
mientras hablan o saborean viandas y bebidas. Personajes que ante todo y
sobre todo (he ahí la “idea” centro del filme) han olvidado lo que
significa la palabra amar (o más claramente, han olvidado lo que es
amar), ignorando la existencia de los otros al preocuparse únicamente por
posesionarse de lo que desean. Una única mira: obtener (adueñarse) de
sus deseos a costa de lo que sea. Una sociedad afín a las películas de
Chabrol (culta, refinada, de la alta burguesía) capaz de solucionar sus
problemas en el entorno cercano familiar o amistoso y que contempla -y
asiste- sin inmutarse a las mayores tragedias o revelaciones. Nadie
levanta la voz, nadie se asusta ante los datos que va recibiendo. Es algo
normal cuando el espejo que devuelven otras historias no refleja sino
cosas parecidas o iguales. Triste expresión y representación de un
fin/comienzo de siglo donde se ha alcanzado un terrible grado de
normalidad. Todo es posible ante tanta “maldad” u horror lanzado desde
cualquier lugar o medio. El sentido moral de otras obras anteriores de
Chabrol, aunque sigan bebiendo en culpabilidades
y sentimientos propios de Hitchcock, va abriéndose paso hacia la
mayor de las amoralidades. Todo, en el momento presente, parece haberse
perdido, hasta, incluso, la dignidad de las personas.
Gracias
por el chocolate nos cuenta (siempre que se “muestra” algo
aparecen personas y cosas. Existe, pues, una referencia con la realidad de
forma que el espectador reconoce unos hechos, aunque, como en este caso,
personajes y situaciones no son más que presencias sin que exista un afán
de explicitar la razón de lo que ocurre o ha ocurrido a los personajes
tanto externa como internamente) como un pianista se casa con la dueña de
una gran fabrica de chocolate (la pretendida dulzura del producto se
convierte aquí en amargura y dolor como mostrando que el chocolate -símbolo-
se hace de productos amargos. Sin proponérselo Chabrol parece contestar
con esta película al “chorreo” de buenos sentimientos que expresa Chocolat de Lasse Hallström). El músico tiene un hijo de su primer
matrimonio. Por esas casualidad del destino... propias del cine de Lang,
al que se rinde homenaje explícito (al igual que ocurre con una película
de Renoir) al citar uno de sus títulos (de cierto carácter metafórico
en el desarrollo de los acontecimientos ya que se trata nada menos que de Secreto tras la puerta), una chica se entera de que pudo ser
cambiada casualmente al nacer en el hospital por otro bebé, concretamente
por el hijo del pianista. Para que la duda sea mayor el joven es una
especie de “parásito”, poco preocupado por el arte, y ella es una
pianista (¿se puede heredar el sentido artístico?). La chica (la
identidad de la joven con la mujer del pianista se expresa por sus gestos,
sus expresiones, su forma de escuchar...) decide acudir a la casa de su
probable padre para conocerle.
Lo
indicado con anterioridad es el comienzo de un drama. Ahí se empezará a
tejer una especie de tela de araña (como el tejido que Mika
va tejiendo a lo largo del filme) en la que se verán envueltos
todos los personajes. ¿Quién es quién? ¿De dónde se procede? ¿Qué
es ser padre o madre? ¿Quién es realmente “padre” y “madre”?. En
definitiva, donde está el amor. El punto fuerte del relato (su clímax)
llega cuando Mika (Isabel Huppert) descubre al espectador (y a los de su
entorno) que es hija adoptiva.
¿Se
puede querer a aquel que no se sabe (o más bien se duda) si es realmente
el hijo? ¿Se puede odiar al hijo nacido por inseminación de alguien
“anónimo”? ¿Qué significa el amor? ¿Amar equivale a poseer, a
domar, a obligar a hacer cualquier cosa? Las preguntas van desgranándose
sobre las bellas imágenes dominadas por la presencia de la protagonista,
la misteriosa, dolorosa, solitaria y malvada Mika. Un curioso ser que
plantea la ambivalencia entre el odio y el amor, entre la posesión y el
asesinato. Parece ser difícil comprender (y de ahí la complejidad del
personaje) cual es la barrera que separa (en el mundo actual) el bien de
mal o mejor, tal como explícita la citada Mika, ser, en definitiva,
capaz de cualquier cosa (¿no hacen lo mismo los otros personajes?)
con tal de conseguir (o de posesionarse) aquello que se desea o se quiere
o al menos poder encadenar a alguien al lado. De esa forma los variados
asesinatos que comete Mika (los que se asegura y los que intuimos: ¿de
cuantos en realidad es culpable?) no son más que un camino hacía su
propio bienestar. Para ella, claro. Su maldad es su propio sentido del
bien. Es la razón por la que debe eliminar cualquier cosa que la aparte
de sus miras. Pero ¿por qué? ¿Quizás porque ella ha aprendido en su
triste peregrinaje lo difícil que es ser amada o, quizás, lo que
significa su ausencia? Una caricia, una palabra, un gesto es algo muy
distinto a satisfacer unas necesidades o dar a alguien un determinado
nivel de vida. Eso no será amor si detrás de la relación de los
personajes se ha levantado una barrera difícil de ser derribada.
Es
importante comprobar como se va poco a poco tejiendo (o como se tejió) la
prisión a la que Mika somete a su “amor” (su ídolo o su dios).
Cualquiera que se le acerque, forme parte del mundo de su amado y debe ser
eliminado. Como también lo serán los que le impidan llegar a obtener sus
intereses o los que se oponen a sus decisiones. Una sonrisa (asesina), una
galantería educada es la cara (de ingenua inocencia) que presenta a sus
numerosas víctimas. Como esa que (centro de la trama) va
cerrando/urdiendo sobre la joven Jeanne (repetición de la que años antes
creó para “cazar” a la mujer del pianista) al verla como un nuevo
objeto-rival en su camino amoroso-posesivo. ¿Y cuál es la actitud ante
el hijo -propio o no- de su marido? ¿Por qué razón echa somníferos al
chocolate del joven todas las noches para que “descanse” plácidamente?
¿Por qué deja caer, en un momento, el chocolate de forma premeditada? ¿Hasta
donde llega la malignidad de Mika? Las palabras del novio de Jeanne, que
explican como ciertos hombres, para “violar” a tiernas jovencitas que
posteriormente no recuerdan nada de lo ocurrido, utilizan los mismos somníferos
que emplea Mika, ponen un nuevo interrogante sobre la realidad de la
actuación (recuérdese su caricia sobre el pelo del niño mientras lee en
el sofá -objeto éste de obligada referencia en el relato-) de la mujer.
Una realidad que somete a mayores amoralidades (o malignidades) las imágenes
al abrirlas hacia premisas incestuosas.
Un
final inolvidable, hermoso, uno de los mejores que ha filmado Chabrol a lo
largo de su amplia obra, clausura esta singular, lúcida, abierta y
profunda película: un primer plano del rostro de Mika sostenido a la
derecha de la pantalla mientras a la izquierda (en una utilización
magnifica de la pantalla ancha) pasan los letreros finales, Cuando han
acabado, la mujer, la grandiosa Mika-Isabelle Huppert, se deja caer en
actitud fetal sobre el sofa. Es una vuelta al seno (desconocido) materno,
a la búsqueda del cariño que nunca tuvo. El amor como acto-posesión (en
un intento de sentirse como ser humano) y no como verdad, la conducen al
cruel encuentro con la terrible verdad de su inexistencia: un ser incapaz
de superar “su” pasado. Mika NO ES, pues ni siquiera ha nacido.
Terrible
conclusión para un film espléndido que como todos los de Chabrol, y cada
vez con más cinismo, nos habla de una clase dominante y sin futuro,
muriendo poco a poco, necesitada de un cambio, de nuevas estructuras. Un
ejemplo, cruel, en el que se sustituyen los ideales por las buenas
maneras, por los juegos de salón. Y es que así se vive y así se mata,
educadamente. De igual forma que se escuchan las terribles confidencias.
Todo es igual. Educadamente (¿o amaestradamente?), se toma una taza de
café o de chocolate incluso sabiendo que puede tener veneno. Hay que ser
amable con el vecino, hipócritamente amable. Morir y vivir en la mentira,
siguiendo las mismas (espantosas) reglas del juego. Hay que sonreír
mientras se dispara (aunque sea sin rifle) o se recibe (metafórica o
realmente) la bala. Es el juego de las apariencias, de la falsedad, de la
mentira, el cruel mundo habitado por una sociedad burguesa reflejo de
sociedades y clases de otros tiempos donde la hipocresía reinante en sus
reuniones de salón no era sino el símbolo de una decadencia. La misma
que película a película viene filmado, sobre el (la mentira del) hoy,
este gran diseccionador social que es Claude Chabrol.
Bien
es verdad que no es un filme redondo. Le sobra la explicación (forzada)
del joven investigador sobre los efectos de la droga que Mika echa en el
chocolate o la propia -y algo metida a trompicones- aseveración de la
mujer sobre su adoptividad, pero son, en definitiva, males menores en una
obra sumamente rica y abierta.
Y,
como Chabrol no puede “vivir” sin su admirado Hitch, habrá que
indicar finalmente la forma curiosa en que este filme rinde homenaje a una
de las obras maestras del genial director. Nada menos que se ”acuerda”
(o “recuerda”) Encadenados (Notorius).
¿En qué? En el claro juego del veneno, de la muerte lenta bebida en
pequeños sorbos en tazas de café o chocolate mientras se charla de
nimiedades con los familiares, los amigos o los amantes. Inolvidable y
grandiosa.
Adolfo
Bellido
Daniel Arenas
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Merci
pour le chocolat.
Nacionalidad:
Francesa-Suiza, 2000.
Dirección:
Claude Chabrol.
Guión:
Caroline Eliacheff y Claude Chabrol.
Argumento:
la novela de Charlotte Armstrong.
Intérpretes:
Isabelle Huppert, Jacques Dutronc, Anne Mouglalis, Rodolphe Pauly.
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