La dualidad del artista
El cine de Clint Eastwood siempre, tanto
en cuanto se refiere a su faceta de actor como a la de director,
se ha movido en la cuerda floja. Se encuentra en el límite
en el que se piensa que pueda atravesar la línea y pasar al
otro lado o quedarse en éste. Ahí están, como ejemplo de ello,
sus westerns para Leone, junto a esa reflexiva relación
en un filme del oeste tan insólito como El seductor (Siegel). Sin olvidar a su fascista inspector Harry y
a sus “sargentos de hierro” enfrentados a los contrarios,
o al menos contradictorios personajes, de Un
mundo perfecto o de Mystic
River. O el airado violador de mujeres de Infierno
de cobardes convertido en el corderito enamorado de Los puentes de Madison. Probablemente, igual que a los personajes
de sus películas, le ocurra realmente al actor fracasado (o
casi) en su América natal y que un día se vino a Europa en busca
de trabajo... y fama. Algunos de los sus personales son el
reflejo de los otros.
Eastwood colaboró activamente, en Europa,
para dar otra dimensión a un género tan conocido como el western
y poder luego volver a su país no sólo con un puñado de dólares,
sino con muchos dólares más. A la vuelta formó una productora,
siguió actuando reiteradamente y además se permitió el lujo
de dirigir películas. Volvía victorioso para demostrar que
era mucho más que un don nadie. Llegó, incluso, a lo más alto
de la cumbre al recibir varios Oscar por Sin
perdón. ¿Habría al fin perdonado realmente a Hollywood
por el trato recibido en aquellos sus primeros intentos negativos
como actor, y que fueron los que motivaron su marcha a Italia?
.
En Europa lo que hizo fue crear un personaje,
que fotocopió con algunos retoques cuando regresó a Hollywood.
Era Eastwood, el hombre duro, implacable, de rostro prácticamente
inexpresivo, que deambulaba como una marioneta película a
película encañonando a unos y matando a otros sin que su rostro
se alterara (¿quizás pensaba en seguir la senda de alguien
tan grande como Robert Mitchum?). Daba lo mismo que llevase
poncho o chaqueta, que fuera el pistolero sin nombre, inspector
o sargento de tal o cual nombre que pertenecía a la policía
(más bien corrupta) o al ejército (poco esforzado). Casi siempre
nuestro hombre se presentaba como un sucio esbirro al servicio
de su personal ley, que incluía casi siempre servir al mejor
postor, aunque eso supusiera engañar a los demás para beneficio
propio o de los amigos.
En ciertos filmes se proponía una curiosa
manera de defender a los indefensos. Al fin y al cabo de ellos
se compadecía en Por
un puñado de dólares. También decía preocuparse, con acciones
más allá de la ley, de los ciudadanos que, según su peculiar
teoría, eran incapaces de defenderse. De ahí su violencia
y su fuerza puesta en marcha para ver si tenían a bien cambiar
de actitud. No muy lejos de esos personajes se encontraba
el fascista inspector Harry que, con sus aires y modos iracundos,
deseaba demostrar que lo que pensaba y hacia era lo único
lógico. La ley era exclusivamente la suya, la que imponía,
el resto nos llevaría a una jungla. Estaba claro que su forma
de proceder. Él era el único que poseía la verdad, los demás
estaban equivocados. .
¿Es realmente así como piensa Eastwood?
¿Quién es o cómo es tal persona? ¿Se esconde algo tras su,
a veces, insufrible arrogancia? Su cine, como su vida, aparecen
marcados por unos vaivenes casi inconcebibles. Por decir algo,
diría que son apasionantes en cuanto llegan a desconcertar.
Su cine, en sus giros constantes, es muy difícil de definir,
de dejar claro qué extraño enigma se esconde detrás de sus
contradictorias posiciones. La violencia de sus filmes, la
superioridad sobre las personas, el desprecio con el que mira
a las mujeres a las que con demasiada frecuencia convierte
en prostitutas, el escaso respeto que parece tener hacia los
que no piensan como él, nos lo definen como un ser peligroso
o al menos poco de fiar. ¿Existe una identidad entre el actor,
el director y la persona? Uno es el trasfondo de los otros.
¿El ser real que es la persona se prolonga en el personaje
que desde Europa transmitió su violencia descarnada a las
pantallas? ¿El personaje que siguió representando a la vuelta
de Europa es algo más que una prolongación del anterior? ¿Acaso
al convertirse en productor y director no intentó en su cine
más que defender el modelo de la Norteamérica más reaccionaria
y fanática?
Un
mundo imperfecto
Pero, hay que fastidiarse, cuando de
pronto identificamos a Eastwood como cercano al fascismo,
comprobamos asombrados que no solamente algunos títulos suyos
contradicen esa imagen, sino que en muchos pasajes de sus
películas también se huye de tal estereotipo. De esa manera
parece que se contradice todo lo anteriormente expuesto. ¿Qué
ocurre entonces? ¿Serán, desde una nueva óptica, sus películas
una crítica desde el inconsciente de una violencia consciente?
¿O acaso lo sea del fascismo en ciernes, o de mucho más calado,
existente, o dominante, en su país originario?
Habrá por tanto que entrar de nuevo en
su cine y mirar con atención sus películas para extraer aquellas
ideas que explican sus películas.
Eastwood, probablemente, lo que realmente
sea es un individualista, a la manera de muchos héroes de
las películas del oeste, que seguramente él, como nosotros,
amamos. Un ser solitario incapaz de ser acogido por la sociedad
a la que probablemente él mismo detesta. ¿Le gusta o no le
gusta el mundo en el que vive? ¿Prefiere ser adorado o pasar
inadvertido? A lo mejor, lo que detesta de verdad es su propia
vida, sus pensamientos dirigidos desde alguna parte que él
mismo desconoce. Entonces lo que desea es otra cosa, cambiar
las normas de juego. El mundo para él, como demuestra en uno
de sus filmes titulado de forma engañosa Un mundo perfecto, dista mucho de ser maravilloso.
Todo y todos se mueven por intereses personales, por falsos
amiguismos, por la hipocresía y el egoísmo. Los seres de esa
película, como la de tantas otras por él dirigidas, se esconden
detrás de un rostro que a veces está al lado de la ley. Halloween
es el día perfecto para ocultar la verdadera cara de las personas
o para que alguien se convierta para siempre en... un fantasma
de sí mismo como demuestra el pequeño protagonista del filme,
integrado para siempre en la rueda de una vida desgraciada
y culpable. Estar de uno o de otro lado de la ley es indiferente.
Quizá en ambos lados las cosas sean bastante parecidas.
En Un
mundo perfecto, película de tono coral, como lo serán
muchos de sus otros títulos, los personajes se multiplican
explicando su ineptitud, su fracaso y su falsedad. El incumplimiento
de lo que hacen, la ocultación de sus vidas pasadas, las culpas
suficientemente tapadas, la necesidad de dar rienda a unos
determinados deseos o quedar bien con éste o aquél llevan
a descubrir un pasado no tal limpio o honrado como se debía
suponer. Tanto da el sheriff como el evadido, el gobernador
como el tirador de postín, la mujer policía como las empleadas
de una tienda. Todos tienen un secreto que guardar. Son hipócritas
fundamentalistas que se aprestan en el filme a matar a su
Presidente. Aunque todavía ignoran que lo van a hacer. En
este sentido, esta película (im)perfecta sobre la violencia
y sus consecuencias, sobre las falsas palabras, representa
un símbolo sobre cierta parte, y época, de América. Sin duda
es el personal acercamiento del realizador a las causas que
llevaron a la muerte de Kennedy. No aparece tal hecho, pero
se presiente. Sería, en este aspecto la personal revisión
hecha por Eastwood de la excelente La
jauria humana de Arthur Penn.
Lo coral de Un mundo perfecto, como ocurre en Medianoche en el jardín del bien o del mal, Mystic River o sus westerns, se debe a la cantidad de personajes
e historias secundarias que arropan al protagonista, que por
su papel, o quien lo encarna, parece único. Ocurre sobre todo
cuando el personaje principal es interpretado por el propio
director. Cosa que no ocurre en Primavera en otoño, Bird, Medianoche en el jardín
del bien y del mal, Mystic
River . En otras como en la citada Un
mundo perfecto incorpora a un personaje secundario aunque
importante.
Eastwood, en su vida privada, es tan
difícil de ser conocido o entendido como en sus películas.
Se escurre con una gran habilidad. No da facilidades para
ese conocimiento, pues guarda celosamente su vida privada.
Hace años, cuando realizaba sus primeros trabajos, algunas
declaraciones suyas nos indicaban que no existía diferencia
alguna entre los papeles que interpretaba y cómo era. Casi
siempre se trataba de frases fuera de contexto. Pero para
nosotros eran suficientes para verlo como alguien cercano
a grupos de ultraderecha. Eastwood era sin duda –así lo creíamos
y se nos aseguraba– un fanático radical. ¿Cómo pudo cambiar
de la noche a la mañana? ¿Qué extraño milagro se produjo en
su vida? Quizá ni sea como pensamos entonces, ni tampoco sea
como creemos ahora. Nuestro hombre no es ni mucho menos como
Charlton Heston o Gary Cooper. Pero tampoco como James Cagney,
John Garfield o Tim Robbins. La verdad es que no sabemos con
qué o quién se compromete. Simplemente calla, y deja que los
demás hablemos. Supimos que un día intentó auparse a la política,
llegando a ser alcalde de Carmel, un pequeño pueblecito. Y
probablemente lo hiciera del lado republicano. Pero se cansó
enseguida del puesto. Aquello no era para él. ¿Será Un
mundo perfecto la expresión de su desilusión sobre el
mundo y más concretamente sobre su país? ¿Será el filme necesario
para explicitar su visión sobre una sociedad llena de prejuicios,
intereses y mentiras?
A lo mejor Eastwood, como un pionero
del oeste, lo que desea es ser un individualista con ideas
propias y que ve el mundo (y sus leyes) como un peligro. Su
cine, está claro, habla de su país, un país nacido desde la
violencia. Por si alguien no lo tiene claro, basta con echar
una ojeada a sus filmes y comprobar las repetidas banderas
americanas que ondean en diferentes momentos de las tramas.
En todo tiempo y manera, ya sea en el pasado, en el presente
o en el más o menos cercano futuro. Las banderas aparecen
en las fiestas tradicionales, en los viajes espaciales, en
las campamentos militares, en las fiestas patrióticas, en
los edificios públicos ya sean comisarías, juzgados, en caravanas
o coches, llevadas por hombres, mujeres y niños. Banderas
a go-gó en extensión y proporción ¿Se trata tal presencia
de una exaltación, una crítica o una simple reflexión sobre
su país? Pienso en la escena de violencia contra el protagonista
en el saloon en Sin perdón. Allí en lo alto, tomada en
curioso contrapicado, se muestra la bandera. Se trata, tal
toma, de uno de esos planos tan forzados (preparados y enfáticos)
que tanto gusta utiliza en su cine. O en el patético final
falsamente victorioso, crudo y triste, de Mystic River señalando claramente quiénes
son (siempre) los perdedores.
¿Quién es pues Eastwood? ¿Estará mas
cerca del granjero, sedentario, asentado en la tierra, puritano
y deseoso de tener mujer, casa, tierra, protagonista de La
leyenda de la ciudad sin nombre o del otro personaje de
tal filme, el hombre errante de ninguna parte –interpretado
por Lee Marvin–? ¿Se encontrará más cerca del individuo convencido
de que la justicia sólo está en poder de alguien y no de la
sociedad o de quienes creen en el grupo y en los límites de
la ley? ¿Es justo sólo lo que él admite o piensa? ¿Son actos
de justicia únicamente los que él ejecuta? ¿No habrá en esa
representación un análisis de la desvergüenza de un mundo
injusto? Sus diferentes actitudes, las oscilaciones de su
personaje, nos hablan de su dualidad, de las dos visiones
diferentes de encarar las cosas. La ambigüedad representada
por los inspectores que interpreta (de Harry, el sucio a En la cuerda floja), por los vaqueros que claman venganza (de Por un puñado de dólares a Sin perdón) o por el sheriff horrorizado
por su misma culpa que arremete contra el que ha matado a
un evadido (Un mundo
perfecto). Y, también, cómo no, por el enamorado personaje,
más digno de un colegial que de un fotógrafo experimentado
cansado de andar por el mundo (Los puentes de Madison) o, incluso, por el problemático pinchadiscos
de una emisora radio perseguido por un loco amor (Escalofrío en la noche).
A
la búsqueda del monstruo
Probablemente en muchos sentidos la película
que mejor nos muestra la dualidad del personaje sea En la cuerda floja. Curiosamente no fue,
según los créditos, dirigida por él, sino por un colaborador
suyo, el montador Richard Tuggle. La realidad parece muy otra.
Según se cuenta, fue Eastwood quien impuso la forma en que
debía ser realizada, aunque finalmente dejase que en el filme
apareciese la firma de su subordinado. Al menos eso es lo
que dicen algunos críticos o estudiosos del cine, gente de
la que no hay que fiarse demasiado, pues ya sabemos que son
personas envidiosas que hablan con lenguaje viperino.
Pero, de todas formas, lo que sí es cierto
es que el filme recuerda por la forma en que está narrado
a otros suyos anteriores. Sobre todo por su “atmósfera”, eso
tan poco definido pero por lo que fácilmente se reconoce al
autor de una determinada obra. Aquí, por ejemplo, existe una
fotografía sucia y oscura, acorde a interiores o a una acción
que se desarrolla en casi su totalidad de noche. No sería
este caso el único en que Eastwood decidiera terminar una
película comenzada por otro realizador. Simplemente era su
dictado como actor y productor al que no gustaba cómo aquello
estaba quedando. Al fin y al cabo, una manera de imponer su
personal ley. Ocurrió con anterioridad con El
fuera de la ley,
comenzada por Philip Kaufman, que sólo aparece acreditado
como guionista. Le sustituyó el propio Eastwood que debió
volver a rodarlo en su mayor parte. Al menos tiene su personal
estilo repleto de balbuceos y de excelentes secuencias, de
arritmia y de tensos y arriesgados momentos, de violencia
y de pacifismo. Sin dudarlo puso su nombre en la cabecera.
En ambos casos, si fue él quien hizo
el cambio, parece que no se equivocó. Cosa que sí ocurrió
con Ciudad muy caliente (City
heat) comenzada
por Blake Edwards, autor también del guión, y concluida y
firmada por Richard Benjamin. El bueno de Edwards se permitió
una broma que pocos supieron interpretar: pidió que su guión
fuese firmado bajo seudónimo. Buscó uno (Sam O. Brown) cuyas
iniciales eran S.O.B. Nada grave, se supone, a no ser que
tengamos en cuenta que Blake Edwards había dedicado una película
a la triste memoria de los productores cinematográficos, a
la que había titulado con esas tres rotundas iniciales (Son
Of Bitch): la abreviatura en ingles de hijo de... su madre.
Jamás nadie arrojado de un rodaje ha sido capaz de insultar
con tanta elegancia al productor que le expulsó del set. ¿Sería
Eastwood consciente de la broma?
En la cuerda floja cuenta una historia que se queda a medias en sus propuestas. Lo que
se intuye no acaba por cerrarse del todo. No se consigue,
por tanto, llevar la idea base a sus últimas consecuencias.
El personaje principal es un sargento de policía, cansado
de todo, hastiado de la vida. Incluso su mujer le ha abandonado,
dejándole (no se sabe muy bien la razón de ello) con las dos
hijas del matrimonio, una de las cuales (la mayor, de unos
doce años) ha tomado el puesto de la madre: aconseja, cocina,
observa, espía, se enfada, recrimina o pone mala cara al padre...
Nuestro protagonista tiene una misión: deberá descubrir quién
es el autor de una serie de asesinatos. Las personas asesinadas
son prostitutas de las que el propio policía ha sido cliente.
El asesino, además, al igual que Eastwood, mantiene con ellas
el mismo sádico ritual. Para involucrar al sargento en los
crímenes va dejando pistas que se refieren a la relación que
posee con las prostitutas. A medida que la película avanza
el sargento descubre cosas tan sorprendentes como que (además
de intentar que él aparezca como el criminal) el asesino ha
pertenecido al cuerpo de policía. Además sabremos, o presentimos,
que ambos hombres se conocieron y acaso llegaron a trabajar
juntos. Existen pues una serie de datos que apuntan a la identidad
de ambos personajes.
Una secuencia clave en el filme es aquella
en que Eastwood, enfurecido por el acoso al que es sometido
por el “otro”, mira directamente a un espejo en el que queda
reflejado mientras grita algo parecido a “Te cogeré. Sé
quien eres”. Naturalmente unas palabras dichas por el
protagonista y dirigidas hacía él mismo. Un grito lanzado
para detener la espiral de violencia (¿interna?) que le acosa.
Un tema, el del doble, que se insinúa, incluso con rasgos
inquietantes, como en la escena en la que la hija mayor es
raptada por el asesino. Eastwood, en ese instante, teme por
la vida de su hija, por lo que el malvado le haya podido hacer.
Pero la niña se encuentra en su misma casa. Eso sí, atada,
amordazada, para que sea incapaz de moverse, de hablar, la
encuentra el padre depositada sobre su cama matrimonial. Tal
insinuada premonición incestuosa linda con la irónica referencia
a la presidenta de la asociación feminista, que se convertirá
en amante del policía y que no hará ascos al mismo sometimiento
sexual-exclavizador que el policía mantiene con las prostitutas.
La citada clásica fotografía sucia y
oscura propia del cine de Eastwood nos describe con precisión
el descenso a los infiernos de un hombre que al fin y al cabo
busca sus demonios interiores conocidos o ignorados. Los descubrirá
por medio de unos actos que no hacen más que reflejar su propia
imagen demoníaca y desconocida. Al final no se llega a cerrar
el círculo y se da una explicación tan vulgar como insatisfactoria.
Lo que se presenta como un notable filme psicológico se queda
en una trama policíaca simple con final feliz incluido: se
caza al asesino sin rostro en una secuencia también clarificadora.
El pasamontañas que siempre le cubre (otro dato a tener en
cuenta) es arrancado con furia por el policía, ya que desea
ver el rostro del asesino. Todo una señal que define la necesidad
de descubrir la propia (cara) personalidad del protagonista
y, quizá, así vencerla o al menos superarla. En tal personaje,
en su lucha, por conocerse él mismo, en su hosca dureza, Eastwood
propone un retrato bastante curioso de sí mismo, de un ser
que ni los otros, ni él mismo conoce.
Un tema el del doble, y el espejo, que
también se encuentra, entre otras películas suyas, en Poder absoluto. Concretamente en el momento en que plantea la relación
de identidad entre el ladrón y el Presidente en la secuencia
del robo-asesinato en la casa. Ahí el ladrón permanece escondido
en un armario que posee un espejo desde el que se ve hacia
fuera pero sin que los del otro lado puedan ver lo de dentro.
En él se mira el Presidente (Hackman) mientras que del otro
lado observa (ser frente a ser) el ladrón (Eastwood). Todos
esconden algo, no son lo que aparentan. Son seres repetidos
ocultándose de sí mismos.
Curvas
peligrosas
En el cine de Eastwood tampoco queda
clara su relación con las mujeres, a las que suele tratar
de forma violenta y despiadada. Desde luego su carta de presentación
en ese aspecto, fulminando con un directo a uno de los pocos
personajes femeninos de Por un puñado de dólares, era ya definitoria de cómo las iba a tratar
en su cine posterior. En muchos de sus filmes las mujeres,
como en aquel título, reciben sendos puñetazos (suyos) en
el rostro. Pero hay más cosas, muchas más y que vendrían expresadas
por cómo define o valora a la mayoría de los personajes femeninos
que aparecen en su cine. Realmente no quedan muy bien paradas.
En la mayor parte de sus obras las mujeres
son prostitutas o, de una u otra manera, proceden o han vivido
en ambientes malsanos. Hay una cierta insinuación, o inclinación,
hacia la representación de la mujer como elemento peligroso.
No es, ni por asomo, ingenua, ni fácil. Es como una especie
de caja cerrada de truenos dispuestos a explotar en cuanto
se abren. Hasta la protagonista de Los puentes de Madison es una mujer poco clara. Traicionera en sus
amores, “caliente”, aunque se muestre fría, como se corresponde
a una tópica mujer italiana. Algo que desgraciadamente no
comunica a pesar de su buena interpretación Meryl Streep,
imposible de convencernos de su primitiva nacionalidad. Es
ella, como en Escalofrío
en la noche, quien en definitiva le seduce a él. Una forma
de recuperar su juventud por un momento, mientras su familia
se encuentra lejos. Para después volver con los suyos pero
silenciando su culpa, sin importarle que deja de momento hundido
a su temporal (y maravilloso) amante, al que, eso sí, recordará
por siempre.
Prostituta, o vendida al mejor postor,
es la mujer que viola el protagonista en Infierno
de cobardes, silenciosas traiciones, o fogosas mujeres
escondiendo su ardor, son la madre e hija de El
jinete pálido. Y nuevamente serán prostitutas las que
llenen la historia de Sin perdón, aunque nuestro Eastwood, ahora,
más viejo y más cansado, las trate como auténticas señoras.
Existe un filme muy curioso en este aspecto.
Es Ruta suicida.
Una de sus películas más increíbles por lo exagerado de sus
situaciones. Casi un comic, y tan cómico como puede
resultar (aunque en otro sentido) el ya citado Los puentes de Madison, aunque éste último
sea un filme más lúcido, inteligente, aunque también aparezca
como ridículo y autosuficiente.
Por sus demenciales exageraciones, Ruta suicida propicia que la película posea
propuestas tan divertidas como imposibles. Un muestrario de
lugares y de personajes tan tópicos como definitorios de su
cine. Paisajes que nos llevan al propio oeste en una acción
policíaca que transcurre en el hoy. Es un filme feo rodado
a la manera de un western urbano, donde los caballos
son sustituidos por coches. Aparecen en el filme los típicos
personajes traicioneros que forman parte de los organismos
del Estado o de determinadas profesionales. Todo un catálogo
de seres tan ociosos como típicos de su obra. Ahí está también
el concepto de la amistad, los trenes que atraviesan desiertos,
y personajes despreciables como los moteros anti-sistema.
Todo ello mezclado con unas fenomenales ensaladas de tiros
y más tiros capaces de demoler inacabables casas, autobuses,
o cualquier cosa que se ponga en el trayecto de unos tiradores
prestos a apretar el gatillo de sus armas y no dejar de hacerlo
mientras le queden balas.
Como sucederá en El jinete pálido, en Sin perdón,
en Poder absoluto, en
Un mundo perfecto..., el ansia de tirar
y de matar: la paranoia de la violencia destructiva. También
en Ruta suicida aparece la traición o la necesidad
de cumplir una palabra (o de saldar una deuda) temas tan propios
de Eastwood.
Pero a lo que quería llegar era a otro
punto: hablar brevemente del interesante personaje femenino
de esta curiosa y demencial película. Se trata de una prostituta
que debe ser trasladada de la cárcel a una sala de juicios
para declarar contra unos mafiosos. Tal personaje, como el
otras prostitutas de su cine, da la (curiosa) casualidad que
es interpretado por la que entonces era su mujer. Pues bien,
aquí la testigo pasará mil y una desventuras junto al personaje
principal: el policía, traicionado, infantil y consciente
de su misión, que la tiene que transportar al juicio atravesando
medio país. La prostituta es lista y culta. El policía, a
su lado, es un torpe aprendiz que poco sabe: nada más que
ser fiel a lo que prometió. Ella conoce un mundo que él desconoce.
Ella es una mujer mientras que él es casi un niño incluso
en sus primarias reacciones. La mujer sabe lo que quiere o
lo que busca. Es ella quien seduce al policía al tiempo que
le hace saber que se va a casar con él. Palabras indirectas
que recibe a través de la conversación telefónica de la chica
mantiene con su madre. Naturalmente la presa prostituta es
tan sabia porque entre otras cosas es... licenciada universitaria.
Ruta suicida, irregular y divertida, nos deja un retrato de otra mujer impecable:
la marimacho (mala a rabiar) compañera de los motoristas.
Película que entre otras lindezas nos presenta ciertas presencias
femeninas inolvidables y muy en consonancia con las que aparecen
en otros de sus filmes. Piénsese, por ejemplo, en la psicóloga-policía
de Un mundo perfecto
con su tremebundo pasado a la espalda.
No quiero aquí señalar algunas de las
insuficiencias (o logros que también los hay) narrativas del
cine de Eastwood. Ruta suicida o Poder absoluto serían notables para ello. En la primera bastaría contemplar
el vulgar final dónde la policía deja acercarse al final del
filme a Eastwood y a su protegida para contemplar cómo denuncia
y mata al jefe (el malvado de turno) policial. Todo ello ante
la insólita mirada pasiva del cuerpo policial.
¿Cuál será la realidad de Eastwood como
persona y como director? Quizá, en ambos conceptos, ha ido
evolucionando con los años hasta llegar a ser tan crítico
con las instituciones y el país como parece proclamar su personal
último título por el momento, Mystic River, una especie de mezcla de
Sleepers de Levinson con L. A. Confidential de Hanson. Pero ¿no
aparecía ya ese sentido crítico en Un
mundo perfecto? ¿Quién puede saber, o descubrir, la verdad
sobre un director capaz de lo mejor y de lo peor, de un cine
violento y de otro vaporoso y romántico? Probablemente el
productor-actor-director a lo que tiende, como dice en Los
puentes de Madison, es a retratar cosas con mimo, o a
pintarlas con detalle y buena mano, como hace el curioso ladrón
intelectual de Poder
absoluto.
Un enigma resulta ser este individualista
realizador que al parecer se hizo a sí mismo, pero que en
realidad ha aprendido de muchos. Ni desconoce el cine, ni
es tan ingenuo como a veces puede aparentar. De todas formas,
sin duda, es uno de esos realizadores que son aún capaces
de sorprendernos con sus propuestas. Nunca tendremos la seguridad
de si su próximo filme será bueno, regular o malísimo. O a
la mejor sea tan sólo una singular broma. Todo dependerá de
que sea él, su doble o su triple el que se decida a realizarlo.
Si he de ser sincero, y para ser justo,
concluiré diciendo que este comentario, análisis, enjuiciamiento
o como demonios quiera denominarse, no sé si ha sido escrito
por mí o por mi doble. Realmente a pesar de mis indagaciones
personales, y de mirarme fijamente en el espejo, no he logrado
descubrirlo.