EASTWOOD Y SU DOBLE
Por Mister Arkadin


La dualidad del artista

El cine de Clint Eastwood siempre, tanto en cuanto se refiere a su faceta de actor como a la de director, se ha movido en la cuerda floja. Se encuentra en el límite en el que se piensa que pueda atravesar la línea y pasar al otro lado o quedarse en éste. Ahí están, como ejemplo de ello, sus westerns para Leone, junto a esa reflexiva relación en un filme del oeste tan insólito como El seductor (Siegel). Sin olvidar a su fascista inspector Harry y a sus “sargentos de hierro” enfrentados a los contrarios, o al menos contradictorios personajes, de Un mundo perfecto o de Mystic River. O el airado violador de mujeres de Infierno de cobardes convertido en el corderito enamorado de Los puentes de Madison. Probablemente, igual que a los personajes de sus películas, le ocurra realmente al actor fracasado (o casi) en su América  natal y que un día se vino a Europa en busca de trabajo... y fama. Algunos de los sus personales son el reflejo de los otros.

Eastwood colaboró activamente, en Europa, para dar otra dimensión a un género tan conocido como el western y poder luego volver a su país no sólo con un puñado de dólares, sino con muchos dólares más. A la vuelta formó una productora, siguió actuando reiteradamente y además se permitió el lujo de dirigir películas. Volvía victorioso para demostrar que era mucho más que un don nadie. Llegó, incluso, a lo más alto de la cumbre al recibir varios Oscar por Sin perdón. ¿Habría al fin perdonado realmente a Hollywood por el trato recibido en aquellos sus primeros intentos negativos como actor, y que fueron los que motivaron su marcha a Italia? .

En Europa lo que hizo fue crear un personaje, que fotocopió con algunos retoques cuando regresó a Hollywood. Era Eastwood, el hombre duro, implacable, de rostro prácticamente inexpresivo, que deambulaba como una marioneta película a película encañonando a unos y matando a otros sin que su rostro se alterara (¿quizás pensaba en seguir la senda de alguien tan grande como Robert Mitchum?). Daba lo mismo que llevase poncho o chaqueta, que fuera el pistolero sin nombre, inspector o sargento de tal o cual nombre que pertenecía a la policía (más bien corrupta) o al ejército (poco esforzado). Casi siempre nuestro hombre se presentaba como un sucio esbirro al servicio de su personal ley, que incluía casi siempre servir al mejor postor, aunque eso supusiera engañar a los demás para beneficio propio o de los amigos.

En ciertos filmes se proponía una curiosa manera de defender a los indefensos. Al fin y al cabo de ellos se compadecía en Por un puñado de dólares. También decía preocuparse, con acciones más allá de la ley, de los ciudadanos que, según su peculiar teoría, eran incapaces de defenderse. De ahí su violencia y su fuerza puesta en marcha para ver si tenían a bien cambiar de actitud. No muy lejos de esos personajes se encontraba el fascista inspector Harry que, con sus aires y modos iracundos, deseaba demostrar que lo que pensaba y hacia era lo único lógico. La ley era exclusivamente la suya, la que imponía, el resto nos llevaría a una jungla. Estaba claro que su forma de proceder. Él era el único que poseía la verdad, los demás estaban equivocados. .

¿Es realmente así como piensa Eastwood? ¿Quién es o cómo es tal persona? ¿Se esconde algo tras su, a veces, insufrible arrogancia? Su cine, como su vida, aparecen marcados por unos vaivenes casi inconcebibles. Por decir algo, diría que son apasionantes en cuanto llegan a desconcertar. Su cine, en sus giros constantes, es muy difícil de definir, de dejar claro qué extraño enigma se esconde detrás de sus contradictorias posiciones. La violencia de sus filmes, la superioridad sobre las personas, el desprecio con el que mira a las mujeres a las que con demasiada frecuencia convierte en prostitutas, el escaso respeto que parece tener hacia los que no piensan como él, nos lo definen como un ser peligroso o al menos poco de fiar. ¿Existe una identidad entre el actor, el director y la persona? Uno es el trasfondo de los otros. ¿El ser real que es la persona se prolonga en el personaje que desde Europa transmitió su violencia descarnada a las pantallas? ¿El personaje que siguió representando a la vuelta de Europa es algo más que una prolongación del anterior? ¿Acaso al convertirse en productor y director no intentó en su cine más que defender el modelo de la Norteamérica más reaccionaria y fanática?

 

Un mundo imperfecto

Pero, hay que fastidiarse, cuando de pronto identificamos a Eastwood como cercano al fascismo, comprobamos asombrados que no solamente algunos títulos suyos contradicen esa imagen, sino que en muchos pasajes de sus películas también se huye de tal estereotipo. De esa manera parece que se contradice todo lo anteriormente expuesto. ¿Qué ocurre entonces? ¿Serán, desde una nueva óptica, sus películas una crítica desde el inconsciente de una violencia consciente? ¿O acaso lo sea del fascismo en ciernes, o de mucho más calado, existente, o dominante, en su país originario?

Habrá por tanto que entrar de nuevo en su cine y mirar con atención sus películas para extraer aquellas ideas que explican sus películas.

Eastwood, probablemente, lo que realmente sea es un individualista, a la manera de muchos héroes de las películas del oeste, que seguramente él, como nosotros, amamos. Un ser solitario incapaz de ser acogido por la sociedad a la que probablemente él mismo detesta. ¿Le gusta o no le gusta el mundo en el que vive? ¿Prefiere ser adorado o pasar inadvertido? A lo mejor, lo que detesta de verdad es su propia vida, sus pensamientos dirigidos desde alguna parte que él mismo desconoce. Entonces lo que desea es otra cosa, cambiar las normas de juego. El mundo para él, como demuestra en uno de sus filmes titulado de forma engañosa Un mundo perfecto, dista mucho de ser maravilloso. Todo y todos se mueven por intereses personales, por falsos amiguismos, por la hipocresía y el egoísmo. Los seres de esa película, como la de tantas otras por él dirigidas, se esconden detrás de un rostro que a veces está al lado de la ley. Halloween es el día perfecto para ocultar la verdadera cara de las personas o para que alguien se convierta para siempre en... un fantasma de sí mismo como demuestra el pequeño protagonista del filme, integrado para siempre en la rueda de una vida desgraciada y culpable. Estar de uno o de otro lado de la ley es indiferente. Quizá en ambos lados las cosas sean bastante parecidas.

En Un mundo perfecto, película de tono coral, como lo serán muchos de sus otros títulos, los personajes se multiplican explicando su ineptitud, su fracaso y su falsedad. El incumplimiento de lo que hacen, la ocultación de sus vidas pasadas, las culpas suficientemente tapadas, la necesidad de dar rienda a unos determinados deseos o quedar bien con éste o aquél llevan a descubrir un pasado no tal limpio o honrado como se debía suponer. Tanto da el sheriff como el evadido, el gobernador como el tirador de postín, la mujer policía como las empleadas de una tienda. Todos tienen un secreto que guardar. Son hipócritas fundamentalistas que se aprestan en el filme a matar a su Presidente. Aunque todavía ignoran que lo van a hacer. En este sentido, esta película (im)perfecta sobre la violencia y sus consecuencias, sobre las falsas palabras, representa un símbolo sobre cierta parte, y época, de América. Sin duda es el personal acercamiento del realizador a las causas que llevaron a la muerte de Kennedy. No aparece tal hecho, pero se presiente. Sería, en este aspecto la personal revisión hecha por Eastwood de la excelente La jauria humana de Arthur Penn.

Lo coral de Un mundo perfecto, como ocurre en Medianoche en el jardín del bien o del mal, Mystic River o sus westerns, se debe a la cantidad de personajes e historias secundarias que arropan al protagonista, que por su papel, o quien lo encarna, parece único. Ocurre sobre todo cuando el personaje principal es interpretado por el propio director. Cosa que no ocurre en Primavera en otoño, Bird, Medianoche en el jardín del bien y del mal, Mystic River . En otras como en la citada Un mundo perfecto incorpora a un personaje secundario aunque importante.

Eastwood, en su vida privada, es tan difícil de ser conocido o entendido como en sus películas. Se escurre con una gran habilidad. No da facilidades para ese conocimiento, pues guarda celosamente su vida privada. Hace años, cuando realizaba sus primeros trabajos, algunas declaraciones suyas nos indicaban que no existía diferencia alguna entre los papeles que interpretaba y cómo era. Casi siempre se trataba de frases fuera de contexto. Pero para nosotros eran suficientes para verlo como alguien cercano a grupos de ultraderecha. Eastwood era sin duda –así lo creíamos y se nos aseguraba– un fanático radical. ¿Cómo pudo cambiar de la noche a la mañana? ¿Qué extraño milagro se produjo en su vida? Quizá ni sea como pensamos entonces, ni tampoco sea como creemos ahora. Nuestro hombre no es ni mucho menos como Charlton Heston o Gary Cooper. Pero tampoco como James Cagney, John Garfield o Tim Robbins. La verdad es que no sabemos con qué o quién se compromete. Simplemente calla, y deja que los demás hablemos. Supimos que un día intentó auparse a la política, llegando a ser alcalde de Carmel, un pequeño pueblecito. Y probablemente lo hiciera del lado republicano. Pero se cansó enseguida del puesto. Aquello no era para él. ¿Será Un mundo perfecto la expresión de su desilusión sobre el mundo y más concretamente sobre su país? ¿Será el filme necesario para explicitar su visión sobre una sociedad llena de prejuicios, intereses y mentiras?

A lo mejor Eastwood, como un pionero del oeste, lo que desea es ser un individualista con ideas propias y que ve el mundo (y sus leyes) como un peligro. Su cine, está claro, habla de su país, un país nacido desde la violencia. Por si alguien no lo tiene claro, basta con echar una ojeada a sus filmes y comprobar las repetidas banderas americanas que ondean en diferentes momentos de las tramas. En todo tiempo y manera, ya sea en el pasado, en el presente o en el más o menos cercano futuro. Las banderas aparecen en las fiestas tradicionales, en los viajes espaciales, en las campamentos militares, en las fiestas patrióticas, en los edificios públicos ya sean comisarías, juzgados, en caravanas o coches, llevadas por hombres, mujeres y niños. Banderas a go-gó en extensión y proporción ¿Se trata tal presencia de una exaltación, una crítica o una simple reflexión sobre su país? Pienso en la escena de violencia contra el protagonista en el saloon en Sin perdón. Allí en lo alto, tomada en curioso contrapicado, se muestra la bandera. Se trata, tal toma, de uno de esos planos tan forzados (preparados y enfáticos) que tanto gusta utiliza en su cine. O en el patético final falsamente victorioso, crudo y triste, de Mystic River señalando claramente quiénes son (siempre) los perdedores.

¿Quién es pues Eastwood? ¿Estará mas cerca del granjero, sedentario, asentado en la tierra, puritano y deseoso de tener mujer, casa, tierra, protagonista de La leyenda de la ciudad sin nombre o del otro personaje de tal filme, el hombre errante de ninguna parte –interpretado por Lee Marvin–? ¿Se encontrará más cerca del individuo convencido de que la justicia sólo está en poder de alguien y no de la sociedad o de quienes creen en el grupo y en los límites de la ley? ¿Es justo sólo lo que él admite o piensa? ¿Son actos de justicia únicamente los que él ejecuta? ¿No habrá en esa representación un análisis de la desvergüenza de un mundo injusto? Sus diferentes actitudes, las oscilaciones de su personaje, nos hablan de su dualidad, de las dos visiones diferentes de encarar las cosas. La ambigüedad representada por los inspectores que interpreta (de Harry, el sucio a En la cuerda floja), por los vaqueros que claman venganza (de Por un puñado de dólares a Sin perdón) o por el sheriff horrorizado por su misma culpa que arremete contra el que ha matado a un evadido (Un mundo perfecto). Y, también, cómo no, por el enamorado personaje, más digno de un colegial que de un fotógrafo experimentado cansado de andar por el mundo (Los puentes de Madison) o, incluso, por el problemático pinchadiscos de una emisora radio perseguido por un loco amor (Escalofrío en la noche). 

 

A la búsqueda del monstruo

Probablemente en muchos sentidos la película que mejor nos muestra la dualidad del personaje sea En la cuerda floja. Curiosamente no fue, según los créditos, dirigida por él, sino por un colaborador suyo, el montador Richard Tuggle. La realidad parece muy otra. Según se cuenta, fue Eastwood quien impuso la forma en que debía ser realizada, aunque finalmente dejase que en el filme apareciese la firma de su subordinado. Al menos eso es lo que dicen algunos críticos o estudiosos del cine, gente de la que no hay que fiarse demasiado, pues ya sabemos que son personas envidiosas que hablan con lenguaje viperino.

Pero, de todas formas, lo que sí es cierto es que el filme recuerda por la forma en que está narrado a otros suyos anteriores. Sobre todo por su “atmósfera”, eso tan poco definido pero por lo que fácilmente se reconoce al autor de una determinada obra. Aquí, por ejemplo, existe una fotografía sucia y oscura, acorde a interiores o a una acción que se desarrolla en casi su totalidad de noche. No sería este caso el único en que Eastwood decidiera terminar una película comenzada por otro realizador. Simplemente era su dictado como actor y productor al que no gustaba cómo aquello estaba quedando. Al fin y al cabo, una manera de imponer su personal ley. Ocurrió con anterioridad con El fuera de la ley, comenzada por Philip Kaufman, que sólo aparece acreditado como guionista. Le sustituyó el propio Eastwood que debió volver a rodarlo en su mayor parte. Al menos tiene su personal estilo repleto de balbuceos y de excelentes secuencias, de arritmia y de tensos y arriesgados momentos, de violencia y de pacifismo. Sin dudarlo puso su nombre en la cabecera.

En ambos casos, si fue él quien hizo el cambio, parece que no se equivocó. Cosa que sí ocurrió con Ciudad muy caliente (City heat) comenzada por Blake Edwards, autor también del guión, y concluida y firmada por Richard Benjamin. El bueno de Edwards se permitió una broma que pocos supieron interpretar: pidió que su guión fuese firmado bajo seudónimo. Buscó uno (Sam O. Brown) cuyas iniciales eran S.O.B. Nada grave, se supone, a no ser que tengamos en cuenta que Blake Edwards había dedicado una película a la triste memoria de los productores cinematográficos, a la que había titulado con esas tres rotundas iniciales (Son Of Bitch): la abreviatura en ingles de hijo de... su madre. Jamás nadie arrojado de un rodaje ha sido capaz de insultar con tanta elegancia al productor que le expulsó del set. ¿Sería Eastwood consciente de la broma?

En la cuerda floja cuenta una historia que se queda a medias en sus propuestas. Lo que se intuye no acaba por cerrarse del todo. No se consigue, por tanto, llevar la idea base a sus últimas consecuencias. El personaje principal es un sargento de policía, cansado de todo, hastiado de la vida. Incluso su mujer le ha abandonado, dejándole (no se sabe muy bien la razón de ello) con las dos hijas del matrimonio, una de las cuales (la mayor, de unos doce años) ha tomado el puesto de la madre: aconseja, cocina, observa, espía, se enfada, recrimina o pone mala cara al padre... Nuestro protagonista tiene una misión: deberá descubrir quién es el autor de una serie de asesinatos. Las personas asesinadas son prostitutas de las que el propio policía ha sido cliente. El asesino, además, al igual que Eastwood, mantiene con ellas el mismo sádico ritual. Para involucrar al sargento en los crímenes va dejando pistas que se refieren a la relación que posee con las prostitutas. A medida que la película avanza el sargento descubre cosas tan sorprendentes como que (además de intentar que él aparezca como el criminal) el asesino ha pertenecido al cuerpo de policía. Además sabremos, o presentimos, que ambos hombres se conocieron y acaso llegaron a trabajar juntos. Existen pues una serie de datos que apuntan a la identidad de ambos personajes.

Una secuencia clave en el filme es aquella en que Eastwood, enfurecido por el acoso al que es sometido por el “otro”, mira directamente a un espejo en el que queda reflejado mientras grita algo parecido a “Te cogeré. Sé quien eres”. Naturalmente unas palabras dichas por el protagonista y dirigidas hacía él mismo. Un grito lanzado para detener la espiral de violencia (¿interna?) que le acosa. Un tema, el del doble, que se insinúa, incluso con rasgos inquietantes, como en la escena en la que la hija mayor es raptada por el asesino. Eastwood, en ese instante, teme por la vida de su hija, por lo que el malvado le haya podido hacer. Pero la niña se encuentra en su misma casa. Eso sí, atada, amordazada, para que sea incapaz de moverse, de hablar, la encuentra el padre depositada sobre su cama matrimonial. Tal insinuada premonición incestuosa linda con la irónica referencia a la presidenta de la asociación feminista, que se convertirá en amante del policía y que no hará ascos al mismo sometimiento sexual-exclavizador que el policía mantiene con las prostitutas.

La citada clásica fotografía sucia y oscura propia del cine de Eastwood nos describe con precisión el descenso a los infiernos de un hombre que al fin y al cabo busca sus demonios interiores conocidos o ignorados. Los descubrirá por medio de unos actos que no hacen más que reflejar su propia imagen demoníaca y desconocida. Al final no se llega a cerrar el círculo y se da una explicación tan vulgar como insatisfactoria. Lo que se presenta como un notable filme psicológico se queda en una trama policíaca simple con final feliz incluido: se caza al asesino sin rostro en una secuencia también clarificadora. El pasamontañas que siempre le cubre (otro dato a tener en cuenta) es arrancado con furia por el policía, ya que desea ver el rostro del asesino. Todo una señal que define la necesidad de descubrir la propia (cara) personalidad del protagonista y, quizá, así vencerla o al menos superarla. En tal personaje, en su lucha, por conocerse él mismo, en su hosca dureza, Eastwood propone un retrato bastante curioso de sí mismo, de un ser que ni los otros, ni él mismo conoce.

Un tema el del doble, y el espejo, que también se encuentra, entre otras películas suyas, en Poder absoluto. Concretamente en el momento en que plantea la relación de identidad entre el ladrón y el Presidente en la secuencia del robo-asesinato en la casa. Ahí el ladrón permanece escondido en un armario que posee un espejo desde el que se ve hacia fuera pero sin que los del otro lado puedan ver lo de dentro. En él se mira el Presidente (Hackman) mientras que del otro lado observa (ser frente a ser) el ladrón (Eastwood). Todos esconden algo, no son lo que aparentan. Son seres repetidos ocultándose de sí mismos.

 

Curvas peligrosas

En el cine de Eastwood tampoco queda clara su relación con las mujeres, a las que suele tratar de forma violenta y despiadada. Desde luego su carta de presentación en ese aspecto, fulminando con un directo a uno de los pocos personajes femeninos de Por un puñado de dólares, era ya definitoria de cómo las iba a tratar en su cine posterior. En muchos de sus filmes las mujeres, como en aquel título, reciben sendos puñetazos (suyos) en el rostro. Pero hay más cosas, muchas más y que vendrían expresadas por cómo define o valora a la mayoría de los personajes femeninos que aparecen en su cine. Realmente no quedan muy bien paradas.

En la mayor parte de sus obras las mujeres son prostitutas o, de una u otra manera, proceden o han vivido en ambientes malsanos. Hay una cierta insinuación, o inclinación, hacia la representación de la mujer como elemento peligroso. No es, ni por asomo, ingenua, ni fácil. Es como una especie de caja cerrada de truenos dispuestos a explotar en cuanto se abren. Hasta la protagonista de Los puentes de Madison es una mujer poco clara. Traicionera en sus amores, “caliente”, aunque se muestre fría, como se corresponde a una tópica mujer italiana. Algo que desgraciadamente no comunica a pesar de su buena interpretación Meryl Streep, imposible de convencernos de su primitiva nacionalidad. Es ella, como en Escalofrío en la noche, quien en definitiva le seduce a él. Una forma de recuperar su juventud por un momento, mientras su familia se encuentra lejos. Para después volver con los suyos pero silenciando su culpa, sin importarle que deja de momento hundido a su temporal (y maravilloso) amante, al que, eso sí, recordará por siempre.

Prostituta, o vendida al mejor postor, es la mujer que viola el protagonista en Infierno de cobardes, silenciosas traiciones, o fogosas mujeres escondiendo su ardor, son la madre e hija de El jinete pálido. Y nuevamente serán prostitutas las que llenen la historia de Sin perdón, aunque nuestro Eastwood, ahora, más viejo y más cansado, las trate como auténticas señoras.

Existe un filme muy curioso en este aspecto. Es Ruta suicida. Una de sus películas más increíbles por lo exagerado de sus situaciones. Casi un comic, y tan cómico como puede resultar (aunque en otro sentido) el ya citado Los puentes de Madison, aunque éste último sea un filme más lúcido, inteligente, aunque también aparezca como ridículo y autosuficiente.

Por sus demenciales exageraciones, Ruta suicida propicia que la película posea propuestas tan divertidas como imposibles. Un muestrario de lugares y de personajes tan tópicos como definitorios de su cine. Paisajes que nos llevan al propio oeste en una acción policíaca que transcurre en el hoy. Es un filme feo rodado a la manera de un western urbano, donde los caballos son sustituidos por coches. Aparecen en el filme los típicos personajes traicioneros que forman parte de los organismos del Estado o de determinadas profesionales. Todo un catálogo de seres tan ociosos como típicos de su obra. Ahí está también el concepto de la amistad, los trenes que atraviesan desiertos, y personajes despreciables como los moteros anti-sistema. Todo ello mezclado con unas fenomenales ensaladas de tiros y más tiros capaces de demoler inacabables casas, autobuses, o cualquier cosa que se ponga en el trayecto de unos tiradores prestos a apretar el gatillo de sus armas y no dejar de hacerlo mientras le queden balas.

Como sucederá en El jinete pálido, en Sin perdón, en Poder absoluto, en Un mundo perfecto..., el ansia de tirar y de matar: la paranoia de la violencia destructiva. También en Ruta suicida aparece la traición o la necesidad de cumplir una palabra (o de saldar una deuda) temas tan propios de Eastwood.

Pero a lo que quería llegar era a otro punto: hablar brevemente del interesante personaje femenino de esta curiosa y demencial película. Se trata de una prostituta que debe ser trasladada de la cárcel a una sala de juicios para declarar contra unos mafiosos. Tal personaje, como el otras prostitutas de su cine, da la (curiosa) casualidad que es interpretado por la que entonces era su mujer. Pues bien, aquí la testigo pasará mil y una desventuras junto al personaje principal: el policía, traicionado, infantil y consciente de su misión, que la tiene que transportar al juicio atravesando medio país. La prostituta es lista y culta. El policía, a su lado, es un torpe aprendiz que poco sabe: nada más que ser fiel a lo que prometió. Ella conoce un mundo que él desconoce. Ella es una mujer mientras que él es casi un niño incluso en sus primarias reacciones. La mujer sabe lo que quiere o lo que busca. Es ella quien seduce al policía al tiempo que le hace saber que se va a casar con él. Palabras indirectas que recibe a través de la conversación telefónica de la chica mantiene con su madre. Naturalmente la presa prostituta es tan sabia porque entre otras cosas es... licenciada universitaria.

Ruta suicida, irregular y divertida, nos deja un retrato de otra mujer impecable: la marimacho (mala a rabiar) compañera de los motoristas. Película que entre otras lindezas nos presenta ciertas presencias femeninas inolvidables y muy en consonancia con las que aparecen en otros de sus filmes. Piénsese, por ejemplo, en la psicóloga-policía de Un mundo perfecto con su tremebundo pasado a la espalda.

No quiero aquí señalar algunas de las insuficiencias (o logros que también los hay) narrativas del cine de Eastwood. Ruta suicida o Poder absoluto serían notables para ello. En la primera bastaría contemplar el vulgar final dónde la policía deja acercarse al final del filme a Eastwood y a su protegida para contemplar cómo denuncia y mata al jefe (el malvado de turno) policial. Todo ello ante la insólita mirada pasiva del cuerpo policial.

¿Cuál será la realidad de Eastwood como persona y como director? Quizá, en ambos conceptos, ha ido evolucionando con los años hasta llegar a ser tan crítico con las instituciones y el país como parece proclamar su personal último título por el momento, Mystic River, una especie de mezcla de Sleepers de Levinson con L. A. Confidential de Hanson. Pero ¿no aparecía ya ese sentido crítico en Un mundo perfecto? ¿Quién puede saber, o descubrir, la verdad sobre un director capaz de lo mejor y de lo peor, de un cine violento y de otro vaporoso y romántico? Probablemente el productor-actor-director a lo que tiende, como dice en Los puentes de Madison, es a retratar cosas con mimo, o a pintarlas con detalle y buena mano, como hace el curioso ladrón intelectual de Poder absoluto.

Un enigma resulta ser este individualista realizador que al parecer se hizo a sí mismo, pero que en realidad ha aprendido de muchos. Ni desconoce el cine, ni es tan ingenuo como a veces puede aparentar. De todas formas, sin duda, es uno de esos realizadores que son aún capaces de sorprendernos con sus propuestas. Nunca tendremos la seguridad de si su próximo filme será bueno, regular o malísimo. O a la mejor sea tan sólo una singular broma. Todo dependerá de que sea él, su doble o su triple el que se decida a realizarlo.

Si he de ser sincero, y para ser justo, concluiré diciendo que este comentario, análisis, enjuiciamiento o como demonios quiera denominarse, no sé si ha sido escrito por mí o por mi doble. Realmente a pesar de mis indagaciones personales, y de mirarme fijamente en el espejo, no he logrado descubrirlo.