Las sandalias del pescador (The shoes of the Fisherman, 1968), de Michael Anderson

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Excelente y premonitoria película sobre el futuro de la Iglesia Católica

Siendo un adolescente leí la novela de Morris West Las sandalias del pescador en una de esas ediciones del Círculo de Lectores, al que estaba suscrita mi madre, que era una gran lectora. Morris West (1916-1999) fue un escritor australiano de un éxito incontestable, y entre sus especialidades estaban justamente los temas relacionados con la Iglesia Católica, así como la política internacional. Y la verdad es que me gustó la obra. Creo que me gustó de manera intuitiva. Varios años después tuve oportunidad de ver la película, que me gustó también.

El caso es que hace muy poquito volví a ver de nuevo este film dirigido con gran profesionalidad por Michael Anderson, con un excelente guion de John Patrick y James Kennaway basado en la novela de West. La música de Alex North es extraordinaria, con preciosas partituras de acentuado tono épico que acompañan o llevan en volandas la historia y arropan el filme a la perfección; y es buena igualmente la fotografía de Erwin Hillier. Sin olvidar la magnífica dirección artística: escenarios, decorados y vestuario.

En el reparto hay actores de primer orden. A la cabeza está un soberbio Anthony Quinn, a quien acompaña nada menos que Laurence Olivier, y le siguen en magistral coro actoral Oskar Werner (en el papel de sacerdote crítico y atormentado), David Jensen de reportero de TV (¡quién no recuerda su papel protagonista en la serie de TV El fugitivo!), Barbara Jefford, el mismísimo Vittorio de Sica (un cardenal), Leo McKern, Paul Rogers, Nial McGinnis (los tres como eminentes teólogos) o Clive Revill.

En la novela y en la película se narra el premonitorio acontecimiento de un papa proveniente de la órbita comunista, en este caso el arzobispo ucraniano Kiril Lakota (Anthony Quinn), quien, tras veinte años como prisionero político en Siberia, es liberado de forma inopinada por el presidente de la URSS, Piort Ilyich Kamenev (Laurence Olivier), su carcelero en Siberia, y enviado al Vaticano como asesor.

En Roma, el papa Pío XII (John Gielgud), ya en el final de sus días, le nombra cardenal. Vendrá a continuación la nueva elección de papa tras el fallecimiento de Pío XII en 1958. Todo ello en el ambiente de Guerra Fría que se vivía en aquellos finales de los cincuenta. Y, al poco, la proclamación del papa que venía del frío siberiano.

La película, reflejo de la novela de West, narra la historia del recién elegido papa de Roma, un cardenal que viene de la órbita soviética, en medio de una grave crisis entre China y la URSS, que amenaza con una guerra nuclear. A medias entre el drama del protagonista —interpretado por un comedido y brillante Anthony Quinn— incluye las críticas al funcionamiento del Vaticano. La película quizá pretende abarcar demasiado.

Pese a su larga duración, se queda inevitablemente corta en todas las tramas secundarias que despliega: el conflicto chino-ruso; los problemas de un sacerdote camuflado bajo el nombre de padre Telemond (Oskar Werner), tras el cual se esconde presuntamente el gran pensador y científico jesuita Pierre Teilhard de Chardin y supeculiar visión del ser humano y del cristianismo; la crisis matrimonial de un comentarista de televisión (David Jensen), finalmente resuelta con la intervención del papa en un encuentro con su mujer (Barbara Jefford).

En fin, todas estas temáticas se engarzan en la historia principal. Y lo más curioso: el pulso narrativo de las escenas individuales resulta ser el valor principal de la cinta, e incluso dichas escenas sirven a modo de distractor de otros errores más genéricos e ingenuos dentro de la historia.

Durante años, esta película fue considerada poco menos que como ciencia ficción, por aquello de un papa proveniente del bloque comunista y que además sale a las calles de Roma por su cuenta y riesgo, y que incluso se dispone a repartir las riquezas vaticanas entre los pobres. Pero a tenor de los tiempos que corren y que han corrido, de ciencia ficción nada de nada: hubo un papa polaco proveniente del llamado Telón de Acero (Karol Wojtyla, Juan Pablo II); y en la actualidad tenemos un papa rompedor, que efectivamente sale a sus anchas por Roma, abraza a la gente y se muestra abierto y afable con los feligreses, que te puede llamar por teléfono a tu casa y que predica en favor de los pobres, y hasta ha habilitado una zona en el Vaticano para que los indigentes de Roma puedan asearse en los flamantes nuevos baños que el papa Francisco ha mandado construir. O sea, es como si en cierto modo lo que parecía una fábula se está cumpliendo actualmente.

Claro que no en vano Morris West publicó su novela en 1963, pues para quien no se acuerde o no lo sepa, la auténtica revolución vaticana vino de la mano de una persona grande en sabiduría y santidad, Juan XXIII, el primero en abrir las ventanas romanas de par en par para que entrara el aire en las estancias y en los espíritus de una Iglesia decadente y alejada del pueblo. Y este Papa revolucionario, un papa buono («papa bueno»), el que hacía el número 261, no pudo culminar su obra gigantesca de actualización iniciada en el Concilio Vaticano II, pues sólo pudo dirigir la Iglesia desde el año 1958 a 1963. Justo el año de la publicación de la novela de West. No creo que fuera azarosa su obra literaria.

Una película que anticipa en los años 60 algunas de las situaciones de la iglesia actual.

Los diálogos de la película son excelentes, con un Quinn impagable, una impresionante puesta en escena, una esmerada dirección, que muestra a las claras el poder político y mediático del Estado Vaticano que sin armas ni poder real, tiene una influencia muy grande en el mundo. Todo eso se pone sobre el tapete de la película. No creo equivocarme si digo que estamos es un film ya clásico, una obra notable, atractiva y muy interesante que tiene en la dirección, el guion, los intérpretes y un maravilloso vestuario, fotografía y música sus ingredientes para que haya pasado a la historia de la cinematografía.

Hay muchas partes del film muy atrayentes, no en vano la cinta dura 157 minutos. Pero a mí me parece singularmente sugestivo el interrogatorio y juicio al padre Telemond de parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Un juicio muy medieval, pero a la vez interesante en plano teológico y de las ideas, dentro de un institución monolítica como la Iglesia, y con actores en el papel de teólogos tan importantes como Nial McGinnis, Leon McKern o Paul Rogers.

Es además una película asequible al gran público, no hace falta ser teólogo o letrado para entender a la perfección que puede suceder que un Dios que nos acompaña marque los designios de nuestras vidas y de las instituciones más sagradas. Además, aunque no se tenga fe, de esta película se pueden obtener enseñanzas muy valiosas sin tener la sensación de estar siendo manipulado. Se muestra una iglesia con sus devenires, preocupaciones, tópicos, con sus criticadas opulencias en forma de riquezas, etc. pero también con capacidad de regeneración.

Creo que esta película sigue teniendo vigencia, más en este mundo en el que la institución vaticana parece querer mover ficha y dar un paso al frente, al lado de los desfavorecidos, con este papa casi recién llegado, del Cono Sur, de Argentina, y que se ha atrevido a ponerse el nombre de Francisco, un santo emblemático en su entrega y servicio a los pobres.

Hay una escena igualmente para recordar: mientras los cardenales toman café en el cónclave, el entonces cardenal Kiril les habla de su cautiverio en la Siberia y confiesa cómo estuvo a punto de matar a un hombre. Entonces el cardenal Leo McKern (Vittorio de Sica), le dice sorprendido: «Camina por una cuerda floja de moral»; y Quinn responde: «Todos lo hacemos». Una contestación que encierra el dilema de todo el que cree y se ve sometido a situaciones extremas como el cautiverio. Aunque, como deja entrever el papa protagonista, a lo largo del film, no debe perderse la opción de la oración.

Como decía Antonio Machado: «Converso con el hombre que siempre va conmigo / quien habla solo espera hablar a Dios un día».

Escribe Enrique Fernández Lópiz | Artículo parcialmente publicado en FilmAffinity