Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, 2000), de Agnès Varda

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Una lección para todos

Hace un tiempo leí que el papa Francisco atacó la cultura del desperdicio: «Esta cultura del desperdicio nos ha vuelto insensibles hasta el desperdicio de comida, que es aún más despreciable cuando en el mundo hay personas y familias que padecen hambre y desnutrición». Y así es, en esta sociedad se tira de todo, se desperdicia comida, muebles, electrodomésticos, mayormente para adquirir (consumir) otros equivalentes que nada nuevo aportan a nuestra vida y menos aún, a nuestra felicidad.

Hoy, al bajar de mi casa, vi un hermoso colchón en los contenedores de la basura. Al volver, uno de esos hombres que empujan un carrito con ahínco, ya se lo estaba llevando para su casa, que es una especie de chabola que tiene junto con su mujer y algunos hijos cerca de donde vivo. Me alegré de que al pobre hombre le fuera de utilidad aquel colchón con toda la apariencia de nuevo.

Tanto tirar y tirar. Se tira de todo, menos dinero. Y creo que justo la crisis que vivimos nos tiene que llevar a recapacitar a todos sobre el sentido del despilfarro y el valor que le concedemos al sacralizado consumo. Pues parece que la culpa de todos nuestros males la tuvieran los políticos, los banqueros y los empresarios. No, somos nosotros, pueblo llano, nada de nada.

He conocido a jóvenes que con su exiguo y temporal salario se compraron un BMW y tiraron el Renault que tenían y que funcionaba de perlas; y además le añadieron a la cesta de la compra un pisito para redondear faena. Algunos quedaron sin trabajo y ya no pueden pagar, y entonces vienen la morosidad, los desahucios, los bancos tambaleantes y, claro, los rescates y todo eso. Y resulta que el BMW y el pisito lo pagamos entre todos o simplemente se los queda en banco para malvenderlo.

Otros de esos compradores continuaron con su trabajo, pero al ser tantos los gastos que debían afrontar (créditos bancarios y letras), su sueldo estaba prácticamente hipotecado lo cual les llevaba a pedir ayuda a padres o abuelos, porque no tenían dinero para comer, pues todo su salario se lo chupaba el automóvil y la casa. Y de nuevo, somos todos quienes mantenemos estos despropósitos que, por si alguien no lo sabe, constituye el grueso de nuestra deuda; más que la deuda de las administraciones públicas o corruptelas —que son una lacra, claro—, el grueso de la deuda radica en el despilfarro consumista de los ciudadanos.

Este discurso viene al hilo de esta genial película francesa, Les glaneurs et la glaneuse (2000), de 82 minutos de duración en los que ni un minuto tiene desperdicio, ya que hablamos de despilfarro. Un filme dirigido a todas aquellas personas que ignoran la cantidad de objetos útiles que desperdicia la sociedad; un fresco y cercano documental sobre el derroche y el sobrante.

En la peli, Agnès Varda, su directora, va recorriendo los caminos de Francia y se va encontrando con espigadores, recolectores, buscadores, rebuscadores, gente que hurga entre la basura. Y lo hacen a veces por necesidad, o simplemente porque ven en ello una manera de aprovechar los deshechos y lo que nadie quiere; otros lo hacen porque sí, como un volunto. Gentes que recogen los alimentos, utensilios y objetos en general eliminados por otros. La película nos muestra cómo el mundo de estas personas es sorprendente. Y, de igual modo, la directora es también a su modo, otra espigadora que selecciona y recoge imágenes aquí y allá.

Esta cinta puede parecer un documental artístico, con grandes temas de pequeñas cosas. Pero a Varda, lo que le interesa es el sentido de la opulencia capitalista, saber las razones y los porqués de tanto dispendio, despilfarro de alimentos, de cosechas mal recolectadas, de muebles, de pan, de comestibles apenas caducados y que de pronto ya no son para el consumo. Y de otro lado, ¿quiénes son esas gentes que recogen lo que nadie quiere? ¿Adónde pretenden llegar? ¿Cuáles son sus aspiraciones?

También le interesa conocer la legislación al respecto: ¿Se puede uno llevar las patatas que han quedado bajo la tierra sin recolectar? ¿Puede uno quedarse con un electrodoméstico que yace tirado en la calle? Conocer las leyes y preceptos que regulan esta casuística.

Y también la directora se mira a sí misma, a su propio envejecer, sus limitaciones, su propia extrañeza. Agnès Varda, nos enseña sus envejecidas manos, pero también su casa con humedad y goteras, su escaso sentido de la vergüenza mientras ella espiga esta gran siega que es la vida.

Tenemos con este documental tiempo para el drama y también para el humor, y creo que mucho para el optimismo.

El resultado es un documental de excepción, un documento que yo considero un susurro al oído de todos, un murmullo que nos habla de la solidaridad y de la justicia, de ser equitativos y comedidos, de no ser ostentosos ni desproporcionados en nuestros hábitos y en nuestra cotidianeidad en general. Y que del mismo modo que hay gente «dentro» y aparentemente a salvo, hay igualmente mucha gente «fuera»; y nadie está libre de ello, de ser expulsado en los tiempos que corren, de la sociedad del bienestar.

Tenemos con este documental tiempo para el drama y también para el humor, y creo que mucho para el optimismo, pues mientras haya autoras como ella prestando su talento para la justicia, parece entonces que la cosa merece la pena, que no todo está perdido pues, justamente, hay espigadores y espigadoras que recogen esos frutos que parecían ya desperdiciados para siempre.

Gran guion de la propia Varda, rodada con una camarita digital; tiene una buena fotografía de Stéphane Krausz, Didier Doussin, Pascal Sautelet, Didier Rouget y la propia Agnès Varda. Y una música ad hoc de Joanna Bruzdowicz, Isabelle Olivier, Agnès Bredel y Richard Klugman.

Como señaló en 2002 el crítico Casimiro Torreiro: «El resultado es un documento de excepcional inteligencia, que literalmente se bebe de la pantalla en un suspiro; retratos de vida —el del biólogo vegetariano que vive de recoger restos vegetales de los mercados, pero que durante las noches, y sin afán de lucro, da clases gratuitas de francés a inmigrantes; el psicoanalista que abandonó su profesión para dedicarse a bodeguero, el gran cocinero que recoge de los campos manzanas caídas, porque sólo ellas tienen el sabor de antaño—-, existencias al margen, o no, pero que sirven para recordarnos que todos los mundos son posibles dentro de éste, nuestro despilfarrador, desmedido universo; para resaltar, en suma, la gloriosa pluralidad de la existencia».

Varda persigue con su cámara a los marginados, a los excluidos sociales, a todas esas personas a las que les ha sido negado un lugar o una posición en el mundo, por razones variopintas.

Varda persigue con su cámara a los marginados, a los excluidos sociales.

Una inopinada asociación me lleva al grupo rock mejicano Caifanes, a su álbum de 1994 que lleva por título El nervio del volcán, y en él, a la canción Afuera. Para pensar en toda esa gente que está «fuera», fuera del circuito social, fuera del trabajo, fuera de la educación y la sanidad, fuera, espigando para subsistir . Ahí va:

Muchos años uno cree
que el caer es levantarse
y de repente
ya no te paras

Que el amor es temporal
que todo te puede pasar
y de repente
estás muy sólo

Afuera
afuera tú no existes, sólo adentro
afuera
afuera no te cuido, sólo adentro
afuera
te desbarata el viento sin dudarlo
afuera
nadie es nada, sólo adentro

Siguen los años y uno está
creyendo que puede rezar
y de repente
ya te perdiste
.

Y uno cree que puede creer
y tener todo el poder
y de repente
no tienes nada.

Afuera
afuera tú no existes, sólo adentro
afuera
afuera no te cuido, sólo adentro
afuera
te desbarata el viento sin dudarlo
afuera
nadie es nada, sólo adentro
Afuera
afuera tú no existes, sólo adentro
afuera
afuera no te cuido, sólo adentro
afuera
te desbarata el viento sin dudarlo
afuera
nadie es nada, sólo adentro.

Escribe Enrique Fernández Lópiz | Artículo parcialmente publicado en FilmAffinity.