Un recuerdo inexcusable
El lunes siete de agosto de 2023, la familia de William Friedkin confirmó su fallecimiento a los 87 años. Su muerte, por causa de una insuficiencia cardíaca y neumonía, se produjo apenas unas semanas antes de su estreno como director más reciente, The Caine Mutiny Court-Martial, película póstuma ya, basada en la obra de Herman Wouk.
Friedkin nos deja un legado de más de cincuenta películas, una carrera llena de títulos importantes y, además, tuvo bajo su dirección a algunos de los actores más destacados del último medio siglo de Hollywood: Robert Shaw, Jack Lemmon, Samuel L. Jackson, Tommy Lee Jones, Guy Pearce, Ben Kingsley, Benicio del Toro, Matthew McConaughey, Gene Hackman o Kiefer Sutherland.
Nuestro director se ha marchado con las botas puestas, en el tajo. Siempre su ojo tras la cámara y el espíritu ansioso de nuevas historias que contar.
Biografía inicial
William Friedkin nació en Chicago en 1935, hijo de Louis y Rachel Friedkin. Ambos eran judíos que habían abandonado Ucrania a principios de siglo con sus familias para escapar de los pogromos zaristas. Su madre era enfermera de quirófano y su padre no tuvo suerte y se empleó siempre en trabajos mal pagados.
Friedkin escribió unas interesantes memorias en 2013, The Friedkin Connection, y conmovió a muchos aficionados y profesionales del cine. Venía de una familia pobre y, de pronto, merced a su buen hacer y a la suerte, a los veintitantos se convirtió en una persona afamada y rica.
Resulta interesante cómo describía la pobreza que conoció cuando era niño en aquel hogar judío-ucraniano en el que no tenía acceso a libros ni a películas: «Los tipos con los que salía, como yo, no tenían una brújula moral, (…) literalmente no sabía la diferencia entre el bien y el mal».
Los inicios en el cine
Tras graduarse en 1953, Friedkin trabajó en la sala de correo, en una televisión local, y en pocos años llegó a ser director, produciendo cientos de espectáculos de todo tipo, incluidos musicales y documentales.
Su trabajo como documentalista coincidió con la llegada de las cámaras portátiles, algo que sería decisivo en su estilo. «Aprendí en un equipo que casi rogaba que te levantaras y te movieras», le dijo a Siskel, afamado crítico de cine en The Chicago Tribune, en 1980.
Su documental, hecho con ganas y ambición, The People vs. Paul Crump (TV), sobre un preso negro condenado a muerte al que la policía había obligado a confesar a base de golpes, ganó el gran premio en el Festival de Cine de San Francisco en 1962 y, además, el gobernador de Illinois, en parte debido a la película, accedió a conmutar la sentencia de muerte de Crump por cadena perpetua. Después de eso Friedkin se fue directo a Los Ángeles para trabajar con David Wolper, productor de documentales para TV.
El primer encargo de Friedkin como director de largometrajes fue Buenos tiempos (1967), dedicado a la pareja musical Sonny y Cher, que fue bien valorado por la crítica. Siguió con The Birthday Party (1968), con Robert Shaw en el papel principal, y La noche del escándalo Minsky (1968), sobre una joven que abandona la estricta comunidad Amish y llega a Nueva York, cinta en tono de burlesco.
Le siguió Los chicos de la banda (1970), adaptación de una exitosa obra de Mart Crowley, en la cual nueve chicos se reúnen para una fiesta de cumpleaños.
Después de estas producciones sus grandes filmes.
El éxito
El éxito le vino a Friedkin en los años 70, sobre todo con The French Connection: Contra el imperio de la droga (1971) y El exorcista (1973). Pero es bien cierto que a diferencia de otros directores de aquella década (Peter Bogdanovich o Francis Ford Coppola), no supo o no pudo mantener el ritmo ni el éxito en años posteriores. Como tantos otros, tuvo que mantenerse trabajando para la televisión en los 90.
Ya en este siglo rodó The Hunted (La presa, 2003), Bug (2006) y Killer Joe (2011), además del documental The Devil and Father Amorth (2017), centrado en el tema de El exorcista. Cómo no: esa película fue un bombazo que recaudó 500 millones de dólares en todo el mundo, una cifra brutal para la época, una época de grandes producciones que asaltaban las carteleras del mundo. Lo que se llamó un Nuevo Hollywood, junto a otros muy grandes como Dennis Hopper, Martin Scorsese, Polanski, Brian De Palma, Spielberg… que provocó cambios esenciales en las formas de ver y hacer cine.
Friedkin innovó como director, como se comprueba claramente en The French Connection, que implicó una nueva era de aproximación al género policial, tanto por lo que cuenta como por los aspectos técnicos de planos, por ejemplo, que aún hoy todavía se tienen en cuenta (pensemos en la persecución hasta el metro de Brooklyn con nuestro gran Fernando Rey como villano protagonista).
Vino luego El exorcista, una manera de terror para adultos con dosis sobrenaturales e incluso teológicas, que no es sólo sangre y miedo, es el mismísimo satán en el cuerpo de una inocente niña. Un nuevo esquema de narrar el pánico (pavor) que sigue vigente hoy más que nunca. Roger Ebert escribió con enorme admiración a este filme: «la explotación de los recursos más temibles del cine». En ambas pelis hubo acuerdo entre el público y la crítica.
Dos triunfos consecutivos de Friedkin le dieron carta blanca en Hollywood. «Venía de un apartamento de una habitación en Chicago, a las mejores suites de hotel del mundo, viajes aéreos de primera clase, las mejores mesas en los mejores restaurantes, hermosas mujeres que buscaban mi compañía, las mejores en todo momento», escribió en sus memorias.
Declive
Siguió a esta borrachera de éxitos una etapa turbulenta, y en ese entonces, en 1977, tuvo la pésima idea de rodar Carga maldita, remake que siempre quiso hacer del clásico francés El salario del miedo (1953), de H. G. Clouzot. Es una obra buena, pero en absoluto comparable con la primera que es muy buena y considerada película de culto. La mayoría de los críticos la encontraron larga, laboriosa y no particularmente emocionante. Además, los distribuidores no aceptaron su versión larga, la acortaron y fue un fiasco económico.
Al poco, de forma igualmente adversa, dirige El mayor robo del siglo (1978), que supuso el fracaso y la caída del triunfal hasta entonces Friedkin.
En los años 80 filmó: A la caza (1980), con Al Pacino como un detective de la ciudad de Nueva York que se infiltra en los bares de homosexuales para atrapar a un asesino en serie; esta película provocó el rechazo absoluto de los colectivos gays, que frustraron el estreno.
Tampoco destacó El contrato del siglo (1983), una farsa sobre traficantes de armas. Llega en 1985, Vivir y morir en Los Angeles, un thriller intenso y potente en el que Willem Dafoe daba la réplica a William Petersen, filme que se catalogó como «cine independiente», una fórmula que vale para todo cuanto no salga de los grandes estudios.
La cuestión es que a partir de estos títulos hubo un encadenamiento de películas sin relevancia, lo cual acabó con la racha de grandes éxitos que fueron sin duda las dos grandes obras de nuestro director.
No hay que olvidar que William contrajo matrimonio con Sherry Lansing en 1991, momento en que fue directora de la Paramount, primero, y después de la Fox, y ahí recuperó algún lugar en la gran pantalla, aunque a distancia abismal de cuanto lo encumbró en los 70.
Dedico unas líneas a sus dos principales producciones; y me referiré también a otras dos de menor valor; pero de todo hubo en la vida de este director que elevó prontamente el vuelo para luego caer gradualmente.
The French Connection: Contra el imperio de la droga (1971)
Jimmy Doyle y Buddy Rosso son dos policías en Nueva York que siguen la pista de una red de narcotráfico. El primero, un poli intuitivo, sospecha de una confitería de Brooklyn, por lo que convence a su jefe para intervenir el teléfono del local. No tardarán Doyle y sus hombres en seguir al confitero, que los conduce hasta Nicoly y Charnier, dos franceses recién llegados a Estados Unidos.
Película sensacional que incluye una de las mejores escenas de persecución de siempre jamás. Pero además es una sensacional película, lo cual a veces se olvida.
Friedkin para esta escena consiguió ciertos «favores» de la Autoridad de Tráfico de la Ciudad de Nueva York y, desde un potente coche, el propio director, durante 26 manzanas, se sentó en el asiento trasero para operar la cámara durante la peligrosa acrobacia. A lo largo de la escena, el Doyle de Hackman aceleraba por las calles, tocando la bocina, con sucesivos golpes, atravesando botes de basura y una sinfonía de llantas chirriando y casi golpeando a un peatón que conduce un cochecito de bebé (lógicamente preparado). Aparte del susto del cochecito de bebé, gran parte de la evasión y el zigzagueo se dejaron al azar, sólo una luz de policía en el coche (no visible en la toma) para advertir a los peatones.
«Se suponía que los choques que ocurrieron en la persecución nunca ocurrieron», declaró Friedkin a Variety en 2017: «La vida humana estaba en peligro, mi vida estaba en peligro, todos los que están en esa secuencia podríamos haber matado a alguien. Por la gracia de Dios nadie resultó herido. Nunca volvería a hacer algo así».
Pero más allá de capturar el pánico en las calles con florituras de cinéma-vérité, la película fue una exploración de la ambigüedad moral: el policía sucio y racista de Hackman, con todos sus defectos, contrasta con un capo de la droga afable y escurridizo, interpretado por el actor Fernando Rey.
La actuación de juventud de Gene Hackman fue sensacional y ganó un Oscar, y también ganó los Oscar a la mejor película, dirección, guion adaptado y montaje. Película que es toda movimiento, violencia y suspense. Y nuestro célebre villano Fernando Rey, quien por cierto fue contratado por un error en el casting, pues el actor que pretendía Friedkin era Paco Rabal.
Friedkin acometió esta cinta con tal seguridad y decisión, que dejó al público boquiabierto. En cierto modo, toda la película es una persecución. Contrabandistas y policías dan vueltas sin cesar oliéndose unos a otros. Esta persecución y acoso se acelera a veces, como en la célebre secuencia del coche y el tren.
En un punto, el maquinista del tren muere y el tren queda descabezado, la persecución se vuelve aún más espeluznante: un hombre se enfrenta a una máquina que no entiende el riesgo o el miedo. Entonces la caza es psicológicamente más aterradora y muy viva visualmente: un automóvil atravesando las calles de la ciudad, persiguiendo un tren elevado.
La película fue filmada en un frío invierno neoyorquino, el paisaje es desértico y los personajes apenas parecen vivos. Se mueven por hábito, casi sin sentimientos. El mismo Doyle es un mal policía: acosa y maltrata a las personas, es racista, pone en peligro a los ciudadanos durante la escena de la persecución. Pero sobrevive. Película carente de moral, como su héroe, violenta y aterradora.
Un elemento clave del filme es Hackman, pues, aunque ya era conocido, French Connection lo lanzó una larga y fructífera carrera como actor estrella. Con Popeye Doyle, se convirtió en una determinación aterradora, con el frío arrojo de ganar a toda costa, caiga quien caiga.
En fin, cine electrizante, sólido, lleno de policías corruptos, seres astutos y acción explosiva.
El exorcista (1973)
Vi esta obra en su estreno en 1975 y antes había leído, del Círculo de Lectores, la novela de William Peter Blatty de título homónimo. Dice su autor que la historia es inspirada en un exorcismo real ocurrido en Washington en 1949. Eso dice…
Una niña de doce años pasa por diversos trances sobrehumanos y su madre, tras muchos médicos que no le solucionan nada, decide acudir a un cura con formación psiquiátrica, que además es exorcista (cartón lleno).
El sacerdote decide que la niña está en plena posesión demoníaca y se apresta a practicar un exorcismo, que es un sortilegio, amén de peligroso, lleno de rituales y sotanas manchadas de vómitos y otros flujos corporales poco agradables provenientes de la niña poseída.
Esta obra fue una de las cintas más famosas de todos los tiempos. Película poderosa, efectos especiales muy efectivos, el tema pseudo religioso de la posesión, terror cinematográfico muy conseguido y un thriller que sacude.
Buen guion de William Peter Blatty, adaptación de su novela (ganador del Oscar), sonido tremebundo acompañando al diablo, a los truenos y a las centellas (otro Oscar), y efectos especiales y maquillaje de los mejores de su época.
Linda Blair destaca en su papel de Regan McNeill, la niña poseída, ofreciendo una actuación aterradora realzada por unos efectos especiales alucinantes; el célebre sueco Max von Sydow, Jason Miller o Ellen Burstyn, entre otros, conforman un reparto muy bueno. Inquietante música de Jack Nitzsche y excelente fotografía de Owen Roizman, amén de una estupenda puesta en escena.
Lo mejor es el tema musical Tubular Bells, del prodigioso Mike Oldfield, las interpretaciones de Miller y Von Sydow —acerdotes—, el latín, que es la lengua de los curas católicos, y unos decorados que son portentosos.
Esta película es más que una película, con ella Friedkin canalizó creencias, miedos ancestrales y poderosas pulsiones de ultratumba. De hecho, recuerdo que el público se apiñaba con largas colas para verla, creo que a finales del otoño y principios de invierno de 1974. El público se sentía atraído por el deseo primario de ser sorprendido y asustado como nunca lo estuvieron.
La imagen se comercializó como una película de terror maldito-religioso profundamente solemne, con murmullos catequísticos y un enfrentamiento entre el bien y el mal. Pero lo que más se contaba era sobre la niña poseída, el vómito de la sopa de guisantes, la orina en el suelo o la cabeza contorsionada que giraba sobre sí misma. Esa niña babeante convertida en una bicho repugnante y lascivo, con cambios de voz, pinchándose sus partes íntimas con un crucifijo y graznando sentimientos de una rotundidad aterradora.
Lo que realmente impulsó esta película a lo más alto fue que encerraba un «auténtico demonio» del entretenimiento, un impulso de descaro excitante que ha atormentado e indignado al público desde entonces. Ese demonio era patético, asqueroso, divertido, purgante, repugnante, muy pérfido y malo. En frente, el sacerdote con sus rezos y letanías ad hoc, con un Max von Sydow magistral, nunca mejor dicho, pues era el maestro de ceremonias.
Esta película inició una nueva era en el cine de terror y, para una generación, sigue siendo una de las experiencias más aterradoras de sus vidas. Todo en ella hablaba de un miedo colectivo mayor, aunque inconsciente, un repelús, y quien más y quien menos salía tocado de la sala. Yo, al salir, me fui directo a tomarme una cerveza grande con un pincho.
El mayor robo del siglo (1978)
Esta fue una película fallida que marcó el declive de Friedkin. Se encuadra en los años 40 y 50, cuando un grupo de ladrones de segunda categoría acuerda dar un golpe contra un furgón blindado de una importante empresa de seguridad, la empresa Brink. El protagonista (Peter Falk) ha observado que pese a la fama que tiene, la empresa es bastante deficiente en sus sistemas de seguridad, lo que facilitará el atraco.
Este filme reproduce al parecer acontecimientos verdaderos ocurridos en Boston allá por los años veinte, cuando un grupo de ladronzuelos dan un golpe importante en la conocida empresa Brink.
Está dirigido con profesionalidad por nuestro Friedkin, tras sus sonados éxitos ya mencionados. Sin embargo, a esta cinta le falla estrepitosamente un guion escrito por Walon Green, adaptación de la novela The Brink’s Job del escritor norteamericano Noel Behn; el guion resulta ramplón, con falta de mordacidad, de picante y por supuesto de ingenio… y eso que hablamos del guionista de Grupo salvaje, de Peckinpah.
De lo cual la cinta resulta un tanto burda y aburrida. Ni que decir tiene que el final es nefasto, quedando en un coitus interruptus después de tanto trajín como había presentado la trama a través de sus 104 minutos (menos mal que no dura mucho).
No está mal la música de Richard Rodney Bennett, y es buena la fotografía de Norman Leigh. Las interpretaciones son correctas, y destaca el conocido de los telespectadores Peter Falk (Detective Colombo), sin olvidar al resto, entre otros Peter Boyle, Warren Oates, Gena Rowlans, Paul Sorvino, Allen Garfield, Sheldon Leonard, Gerard Murphy y Kevin O’Connor. Lástima este elenco tan bueno en una película tan mediocre.
Pese a todo, cuenta con algunos momentos de suspense y emoción, pero a la comedia le falta capacidad para enganchar, no tiene chispa. Resulta difícil imaginar tanta torpeza e ineptitud entre los protagonistas, o sea, los ladrones, ello, fruto del mediocre libreto de Green. Así que es una película estúpida con situaciones completamente inverosímiles que ni siquiera provocan risa.
Este sería el segundo fracaso artístico y taquillero de William Friedkin tras Carga maldita en 1977 (que tuvo problemas de montaje y, aunque estimable, acabó cayendo en taquilla), con lo que malgastó su crédito cinematográfico tras sus sonados éxitos. A partir de aquí inició un declive que ya no superaría con obras posteriores: Bug y Killer Joe.
En conclusión, una comedia que pretende el sarcasmo, humor o entretenimiento, pero que falla en su intento al dibujar personajes que son realmente mentecatos de solemnidad, todos, policías y ladrones; carece de la vertebración de un guion digno y para colmo, cierra con un inesperado final extraño de tono triunfante y agridulce para el cual no hacían falta tantas alforjas.
Killer Joe (2011)
Estamos ante un aceptable thriller violento reconocido por prensa y público. Estamos en Texas. Un camello de tercera categoría, Chris, y su padre están pensando matar a su madre (y exmujer del padre) para cobrar un seguro de vida que ella tiene contratado, por valor de varios miles de dólares.
Todo está motivado por las deudas de juego de Chris, a quien han jurado matar si no paga. Pero como ni padre ni hijo tienen capacidad ni agallas para efectuar el crimen, contratan los servicios del psicópata «Killer Joe» Cooper, que alterna su condición de policía con la de asesino a sueldo. Pero Joe se enamora de la hija pequeña de Chris y el filme toma unos derroteros que acabarán en una especie de salvajada tragicómica.
En esta obra William Friedkin parece volver a tomar el pulso de la narración negra y de suspense con imágenes muy potentes e intensas, con las que parece reencontrarse tras años dormitando.
Friedkin realiza un thriller con un humor muy negro centrado en el núcleo de una familia y no en los escenarios habituales. Una dirección templada, ajustada, con abundantes signos de virtuosismo. Tiene un guion bien escrito por Tracy Letts, cargado de ironía; la música de C. C. Adcock acompaña el sarcasmo de la obra con un abrumador sonido; y la oscura fotografía de Caleb Deschanel crea un ambiente asfixiante, colocando además la cámara siempre en el lugar en que mejor se ve todo.
En el reparto tenemos como pieza principal a un Matthew McConaughey que hace un notable trabajo con registros encomiables que se hunden en lo más sombrío del corazón humano, y que sabe salirse de la pantalla para transmitir el miedo y lo siniestro en estado puro.
Gran labor de casting reflejado en el resto del elenco: Thomas Haden Church (Ansel): excelente; Gina Gerson (Sharla): muy bien; Emile Hirsch: en su sitio; y Juno Temple (Dottie) magnífica como joven muy especial cuya belleza e ingenuidad la hacen irresistible. Todos hacen interpretaciones destacadas, quizá un poco estereotipadas algunos, pero vitales para entender los comportamientos discordantes de los personajes.
¿Qué habría sido de esta película en manos de Tarantino? No lo sabemos, quizá habría ganado en excelencia. Pero Friedkin supo construir una buena comedia-thriller negra, que se ve muy bien, que es excesiva pero tolerable, que tiene momentos de humor, en la que juega un lugar preeminente la interpretación de McConaughey, que sabe llevar a un nivel diferente lo habitual, el papel de personaje cómico-depravado; o mejor, personaje brutal y silvestre.
Como escribe Martínez: «Friedkin simplemente deja que sus personajes respiren. Y como animales dañados que son, lo hacen a través de cada una de sus heridas».
Buena película que se orienta de tal forma que mantiene al espectador pegado literalmente a la butaca durante prácticamente 103 minutos muy violentos que lograron el reconocimiento de prensa y público.
Cerrando
Aunque Friedkin fue un director sonado para los nacidos entre los 40 y los 50, sobre todo, la impresión es que, tras sus éxitos iniciales, nuestro cineasta rodó pendiente abajo o, por lo menos, ya no volvió a tener el fulgor de sus comienzos. En ocasiones se producen quiebras interiores, endiosamiento o cualquier otra variable, que provoca que el creativo pierda la estela que lo llevó al estrellato.
Quizás Friedkin pudo hacer más de lo que hizo, pero lo hecho merece el máximo de los respetos. Se ha ido un grande, uno de los representantes más dotados del Nuevo Hollywood que revolucionó para siempre la industria del cine.
Falta por ver su última película, The Caine Mutiny Court-Martial (2023) a primeros de septiembre en el Festival de Venecia, donde lo han acogido con sus tres últimos trabajos y donde en 2013 le entregaron el León de Oro a toda una carrera. Porque, como escribe Alandete: «El legado de Friedkin es más grande que El exorcista y The French connection».
Pero tampoco hay que olvidar que Friedkin siempre fue muy sobrado de vanidad y soberbia, muy engreído, tirano con los actores (Hackman prometió no volver a trabajar con él) e irrespetuoso con figuras consagradas como Alfred Hitchcock, quien una vez le regañó por no usar corbata en los rodajes cuando le contrató para su programa televisivo de terror y con los años se vengaría con una burla al oído de Hitch en una ceremonia de cine. Él mismo escribió en su autobiografía: «Encarno la arrogancia, la inseguridad y la ambición que me estimulan mientras me detienen. (…) Mis defectos de carácter permanecen en su mayor parte sin curar».
En fin, como suele decirse, no era oro todo lo que relucía, pues a pesar de ser un director notable con un soberbio sentido de la puesta en escena, también se excedió mucho con los equipos de rodaje, actores y músicos. Llegó a pelearse con autores legendarios de bandas sonoras como Bernard Herrmann y Lalo Schifrin, amén de actores, directores de fotografía y montadores. Se tenía por el mejor director de cine de todos los tiempos, siendo el resto, según su biografía, «unos quejicas y unos pusilánimes», comparados con él.
Aunque también, con la edad, parece que Friedkin se moderó y se tornó más humilde. Cuando se le hablaba, ya en los últimos años, sobre su trabajo innovador, él se mantuvo modesto al respecto: «No me veo a mí mismo como un pionero», le dijo a The Independent en 2012. «Me veo a mí mismo como un tipo que trabaja y eso es todo, y es suficiente».
Cuando uno quiere recordar a un personaje importante, dícese que no hay que hablar mal de él en su obituario. Pero yo no lo veo así. Somos lo que hemos sido, lo bueno y lo menos bueno. Friedkin pasó una época de mucho engreimiento al principio, sobre todo cuando triunfaba. Por lo demás, Dios, en toda su bondad, le ha preparado a William una confortable nube para un merecido descanso. Y sin demonios cercanos.
Escribe Enrique Fernández Lópiz