Un juego de muñecas rusas
A la vuelta de las Navidades salamantinas, una más, me puse con el libro. Busqué la forma, que debía ser novedosa, acorde con Patino, el cineasta estudiado. Sabía tan sólo que debería poseer un sentido no lineal y, con un cierto, aunque pequeño, rebuscamiento formal.
La sencillez que Sabín y yo nos habíamos impuesto para Boetticher, ahora no servía.
Sería un libro con una cierta retórica, casi un juego estructurado acorde con esos otros premeditados en su obra donde la verdad y la ficción andan y corretean sin tregua, jugando ambas a esconderse y reencontrarse continuamente. Un sinfín abiertas de muñecas rusas o cajas chinas que esgrimen, convenientemente escondidos, preciados tesoros que refieren historias dolorosas en su cercanía. Lúcida obra, la de Patino, que habla sobre el dolor de una España que nunca acaba por alcanzar su libertad.
Aunque, tal como dije a Sabín, no compartiríamos la autoría del libro, si me dio mucho tiempo para charlar sobre la estructura de la obra. Cartas de distintas personas que habían acompañado a Basilio en diferentes momentos de su vida, y que relataban cómo le vieron, la forma en que vivieron junto a él tal situación. Cartas que se intentó, sin conseguirlo, que fueran nueve, en un afán por hacer referencia su primer largometraje (Nueve cartas a Berta). Tampoco importó que fueran más porque al fin y al cabo las cartas que el doliente unamuniano Lorenzo escribía a Berta podrían ser más, muchas más.
De ellas y de la estructura del libro nada sabría Patino, que aguantaba estoicamente las reiteradas visitas en su casa madrileña de Jesús Arranz, buscador infatigable de una perla escondida, entre los mil recortes, cartas, fotos o notas que se apiñaban en su laberíntico despacho. Una especie de ático situado en el viejo Madrid de los Austria con un inmenso salón y una espléndida terraza con vistas (lejanas) al Palacio Real.
Allí también nos reuniríamos Sabín, Jesús y yo para realizar una larga entrevista, que en parte tuvo lugar, al amparo de un pequeño magnetofón, en un restaurante cercano a su casa, mientras saboreamos una excelente comida regada, ¡cómo no!, con buen vino del Duero.
Después, ese día, volvimos a la casa para ver casi acabado uno de los capítulos de Andalucía, un siglo de fascinación, concretamente el dedicado a Casas Viejas y donde, quizá de forma más completa que en los otros seis capítulos, se asistía a ese juego inteligente que suponía tomar como real lo que no era más que una ficción. Sutil y grandiosa. Con detalles claros para que el espectador comprendería que aquello, lo que se contaba era real, pero que esa realidad se planteaba desde la creación artística. Una realidad surgida desde una ficción tan brillantemente expuesta, que podría, algo que ocurría, confundir a más de uno.
Los dos filmes, que interaccionaban, en la historia real del levantamiento anarquista ocurrido en la localidad de Casas Viejas en los primeros tiempos de la segunda República, eran a su vez un monumento histórico sobre diferentes formas de estética, convenientemente adulteradas, pero suficientemente expuestas en su mentirosa verdad.
La fuerza de la parte, digamos, rusa era tan grande, incluso en su música y en sus letreros explicativos rusos, que sólo desde lo atento, desde la enorme mentira lanzada, podía comprenderse tanto esa grandeza como la otra, la de la supuesta película inglesa.
Pequeños datos clave indicaban la ficción. Así, por ejemplo, Ricardo Muñoz Suay, que entonces era director de la Filmoteca Valenciana, aparecía en un momento en la misma sala de proyecciones de la filmoteca explicando el descubrimiento de la desconocida película rusa. Pero, a tal exposición, se unía un letrero que explicitaba la falsedad de su parlamento: debajo de su figura y de su verdadero nombre se indicaba que era el director de la Filmoteca Dadaísta.
No solamente eso, había otros hechos claros: la imposibilidad de haber rodado de un lado y del otro (la lucha, por ejemplo, montada alternativa entre la guardia civil y los anarquistas, estos dentro de su casa, aquellos rodeándola), la elaborada planificación afín a la estética del cine ruso, el que un personaje interpretase más de un papel o incluso que el cura del pueblo de la película rusa fuera otro cura en el documento inglés, eran señales que Patino había puesto para aclarar la visión de lo proyectado.
De todas maneras el espectador caía en la trampa. Y tomaba como real, de primera mano, lo visto. Espejos de espejos, juegos sobre juegos. La razón de una obra de su cine
Antes de irnos nos deleitó, más que enseñarnos, ese capítulo de su serie televisiva para Canal Sur. Nos comentaba que a todas horas volvía sobre él sin decidirse a darlo por terminado. Le sobraba o le faltaba algo que con mimo incluiría o con dolor suprimiría al día siguiente en la mesa de montaje de su productora, La linterna mágica.
Era el problema de rodar en vídeo. Podía seguir y seguir sin ver nunca el fin. La búsqueda de una imposible perfección. Era el problema y al mismo tiempo la ventaja que daba rodar y montar en los nuevos sistemas, algo que siempre había echado de menos en sus rodajes anteriores. El poder tomar y tomar material sin limitación aunque, ahora, eso supusiera contar con demasiado metraje.
Por allí revoloteando estaba su hija Teresa, que sería la persona concreta a la que dediqué el libro (las otras fueron en bloque a todas las que me habían acompañado en los tiempos en los que dirigí el cineclub universitario), y, siempre atenta a todo, Pilar, su mujer.
Nos preguntaba Basilio qué nos parecía tal cosa o tal otra, si creíamos que había que acortar o alargar, si tales efectos impresos para dar la sensación de vejez de ciertas partes eran demasiado forzados. Esas y otras preguntas, siempre inquisitivo, preocupado, pensativo, nos lanzaba. Las tendría en cuenta, o quizás, al hacerlas se iba contestando él mismo, para volver a la mañana siguiente a la sala de montaje.
Tal como la vimos, aunque fuera un borrador muy adelantado, según Basilio, nos parecía perfecta. Debía dejarla tal como estaba. Y no preguntarse más sobre ella. Sabíamos que no sería así, que le costaría mucho dar, aunque fueran distanciadas, sus siete ficciones a la televisión andaluza para que allí pasaran los diferentes capítulos. Sabía que el desprenderse de cada una de ella era decir adiós a cada uno de sus hijos, que ya saldrían a la vida para exponerse al veredicto de los espectadores. Y aún no le parecían dignas de esa andadura. Si por él fuera seguiría día a día corrigiendo un pequeño matiz, añadiendo un determinado plano más vivaz, irónico, escéptico, audaz, innovador, simple.
Había sido un día largo. Costó llegar a un acuerdo para la entrevista. No quería llevarla a cabo: “Hay muchas, coger de ellas. Si ya he dicho todo lo que tenía que decir y no tengo nada nuevo que añadir”.
La retrasó lo que pudo. Hablábamos por teléfono a menudo. Seguía teniendo la esperanza que el libro no se terminase. Siempre lo mismo: “¿Cómo va el libro? ¿Cuándo me vas a enviar lo que tienes? ¿La entrevista? Bueno, veremos si al final de mes”…
Me propuse no enviarle lo publicado hasta… que no hubiera salido de imprenta. Aquello no le gustó pero, desde nuestra amistad, lo aceptó… aunque sin demasiado convencimiento en sus palabras.
Fue en el mes de marzo de 1996, un sábado, cuando hicimos la entrevista. Era la fecha que al parecer venía bien a todos. Fuimos, pues, a Madrid Sabín y yo. Allí se nos unió Jesús. Comenté que había que tener mucho cuidado con las preguntas porque en cualquier momento Basilio podía dar por concluida la entrevista y si eso ocurría peligraba su presencia en Cinema Jove y, por tanto, si no iba, el libro no tendría sentido porque el homenaje del festival no se llevaría a cabo.
Le entrevista tuvo sus momentos relajados y sus momentos tensos, sobre todo en aquellos instantes donde se sacaron historias de su juventud. En algunos momentos hubo que parar el reproductor. Lo curioso es que cuando eso ocurría Basilio se sorprendía de que se estuviera grabando. Entonces aparecía la otra cara del director. O mejor aquella otra que nunca se sabe lo que piensa o lo que es.
Del montaje definitivo hubo que quitar cosas. Algunas intentando evitar herir (absurdas) sensibilidades de ciertas personas. Que curiosamente, ante esas y otras pequeñas cuestiones presentes en el libro, sí llegaron a producirse como comentaremos cuando venga al caso. De cualquier forma la entrevista no pudo ser, ni mucho menos, aquella que pensamos a tumba abierta que desde el propio director nos abriera a todas sus claves y a los diversos interrogantes de su vida y de su obra.
Con la entrevista ya hecha el libro entraba en su fase final. Teníamos algunas de las cartas pedidas, no todas, ya que algunos de los inquiridos se habían desentendido del tema no contestando o contestando que no tenían tiempo para esas cosas. También las respuestas de algunos críticos (los que accedieron hacerlo que fueron una mínima parte) que contestaban a las preguntas que se les hizo sobre la obra de Basilio.
Diferentes elementos que había que proceder a montar junto a los diferentes capítulos redactados. Y un prólogo, que había conseguido hiciera Ricardo Muñoz Suay (el libro era editado por la Filmoteca Valenciana). Y todo el material que Jesús y mi hijo Adolfo habían conseguido.
Una ardua, por compleja, tarea al que me enfrenté siempre ayudado y aconsejado por Sabín. Intentamos hacer un libro escrito en dos partes y al revés. Es decir una parte que fuera el análisis de la obra, la otra el resto. Y que se publicasen de forma que coincidiesen en el centro. Una parte en un sentido, la otra en el contrario. A Ricardo aquello le pareció una estupidez y dijo que no, como también se opuso a algunos de los pies de foto, irónicos y juguetones, que intentamos poner en algunas de las fotos incluidas en el libro.
Luego, para componer el libro en tiempo récord, tuve que estar en la imprenta trabajando mano a mano con el impresor. Él fue quien decidió, y me demostró el porqué (la propuesta que se tenía era otra) la que debía ser foto de portada. Y, tuvo razón, fue una estupenda portada.
Días después me pasaban los primeros ejemplares del libro. No había habido tiempo para tenerlo el día que se presentó el festival a la prensa de Madrid. Algo que sí había sido posible el año anterior con el libro de Boetticher.
Lo primero que hice fue enviar el libro a Patino. Y esperé conocer su opinión. Le llamé para decirle que se lo había enviado. “Pero ¿de verdad lo habéis terminado?”.
Pues sí, se había terminado y en un tiempo récord desde que nos habíamos propuesto llevarlo a cabo: unos cuatro meses. Muchos días con sus tardes y sus noches (uno tenía su trabajo en el CEP, el Centro de formación de Profesores, que le ocupaba muchas horas, como también Sabín el suyo) y, sobre todo, las vacaciones de semana santa al completo ante, el lógico, enfado de mi mujer que veía cómo esos días vacaciones pasaban a ser paraísos perdidos.
Escribe Adolfo Bellido López
Fotografías Sabín