El túnel del terror
Parece que tras el incontestable éxito de la surcoreana Kingdom, recomendable desde ya para todos aquellos aficionados a las emociones taquicárdicas, Netflix apuesta fuerte por los intentos internacionales de dar nueva vida al subgénero necrótico de terror zombi, y ahora se fija en un país tan vasto —cinematográficamente hablando— como la India, para presentarnos Betaal, creada y dirigida a la limón por el británico, afincado en Mumbai, Patrick Graham (quien ya trabajara para la plataforma en la también terrorífica Ghoul, pendiente de visionado aunque con muy buena recepción de crítica y público) y el autóctono Nikhil Mahajn.
La excusa que sirve como mera base argumental (no nos engañemos, aquí importa más la práctica que la teoría) nos traslada a una lejana aldea donde sus pacíficos, aunque aguerridos, habitantes confundidos con terroristas impiden los codiciosos planes urbanísticos de una muy corrupta constructora.
Allí existe un dichoso túnel tapiado a cal y canto que la tribu local defiende con uñas y dientes argumentando una maldición milenaria que se puede desatar si se procede a la tan ansiada excavación. Ante esa tesitura, a la empresa instigadora no le queda más remedio que, a base de sobornos, echar mano del ejército… y claro, cuando éstos cumplan con su cometido, saltándose a la torera la prohibición del que avisa no es traidor, la cosa terminará como el Rosario de la Aurora.
A partir del fatal error que desencadena la virulencia, asistimos a un auténtico survival, donde se enfrentan, en desigual lucha, preparadísimos soldados de asalto y un ejército anacrónico formado por colonizadores británicos post-mortem que lo mismo se mueven en super slow que se aceleran como si protagonizaran un gag de Benny Hill (impagable la secuencia del asalto del tercer episodio con la cámara pegada a la cocorota de uno de los zombis, remedo de El timbaler del Bruc).
Enfrentando ametralladoras contra mosquetones, los malditos intentarán infectar al atormentado escuadrón y a algunos villanos supervivientes por activa y por pasiva, en una suerte de escape room continuada donde ambos bandos irán siendo diezmados sin compasión alguna.
Aunque se publicita como una serie de terror, Betaal provoca más alborozo que pánico. Sí que hay algunos sustos de esos que pueden hacer que se te atragante la pizza si te pillan desprevenido, pero la desfachatez y la psicodelia campan a sus anchas en una sucesión impagable de escenas camperas muy al estilo Creepshow.
Cualquiera que quiera buscar un mínimo de trascendencia o rigor histórico en lo que se nos cuenta se dará de bruces con el frenético descontrol de una ilógica trama que se va pisoteando a sí misma a base de clichés del género pasados por la túrmix de lo caótico. A los zombis se le atribuyen poderes propios de los vampiros, como por ejemplo el control mental de sus víctimas, e incluso se les insufla una inteligencia estratégica que hará que los puristas del género se echen las manos a la cabeza.
¿Hablamos entonces de una propuesta fallida? Para nada. Su máxima virtud es su falta de pretensión asumida. La falta de calidad técnica, los sonrojantes gazapos del libreto, la limitación actoral de algunos de los personajes y los efectos especiales de baratillo se suplen con grandes dosis de diversión macabra, acentuada por la torrencial saturación hemoglobínica y por el abuso del vademécum genérico hasta límites insospechados.
A medida que se avanza en el acoso y derribo pretendidamente claustrofóbico los elementos humorísticos van ganando terreno a los más dramáticos. Las muertes, que al inicio se producían a cuentagotas, ganan en proliferación y salvajismo desembocando en una apoteosis granguiñolesca. El público entusiasta de Sitges aplaudiría a rabiar el manejo de armas blancas y lo efectivo que pueden llegar a ser tanto la hoz como el machetazo vil para erradicar la pandemia.
Si a todo este frenesí de idas y venidas mugrientas jalonadas de menudillos al aire y emociones sin fin le añadimos unas mínimas dosis de pretendida crítica social despachada a vuelapluma, un inocente alegato de empoderamiento femenino metido con calzador por el algoritmo y un colofón que nos deja con muchas ganas de más, tenemos como resultado un entretenimiento tan vacuo como disfrutable, un thriller desopilante tan ligero como olvidable.
Escribe Francisco Nieto | Artículo publicado en Cine Nueva Tribuna