La Ruta (2022)

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When we were young

En principio no hay nada original en la serie La Ruta. Ni en lo qué cuenta ni cómo lo cuenta. La evolución de un grupo de amigos a lo largo del tiempo en un viaje que discurre desde los sueños de juventud hasta la certera realidad que impone el paso de los años, muy distante de la inocencia inicial, es algo que hemos visto en reiteradas ocasiones.

Tampoco es nuevo el uso de una estructura narrativa inversa en la que se reordena el tiempo del relato para provocar el choque emocional al descubrir el pasado de los personajes desde el presente. Un juego con el tiempo que lo podemos ver en películas como Irreversible, Dos en la carretera, 5×2, Memento o 500 días juntos.

Y sin embargo estamos ante una de las mejores series españolas de los últimos tiempos porque lo original es la conjunción equilibrada de todos esos factores organizados en torno a un gran guion –algo no tan habitual–, con un relato que aprovecha el formato de serie de televisión para organizar el discurso en función de los diferentes capítulos que establecen una separación temporal.

Una elección estética, formal y discursiva que tiene como objetivo acercarnos a un fenómeno social y cultural como fue la conocida como ruta del bakalao, pero desde la perspectiva de los personajes. Más que una serie sobre la ruta es una serie sobre como un movimiento influyó en la vivencia de unos personajes.

La ruta fue un fenómeno, conocido mayoritariamente por la leyenda negra que se generó en su fase más decadente cuando, a principios de la década de los 90, se puso de relieve el lado destructivo –droga, desmadre, muertes–. Un hecho que ocultó la faceta más cultural y trasgresora de sus inicios asociada a la música electrónica y las nuevas tendencias que convirtieron la Valencia de mediados de los años 80 en un lugar marcado por la efervescencia musical que tuvo una ramificación en una serie de discotecas donde se pinchaba una música que llamó la atención a nivel nacional, poniendo en un lugar destacado la figura del DJ.

La serie, creada por Borja Soler y Roberto Martín Maiztegui, comienza justo antes del periodo de la decadencia, en el año 1993, en el momento de auge y masificación. Sigue a un grupo de amigos encabezado por Marc Ribó (Alex Monner), un DJ que triunfa en la noche valenciana y está a punto de dar el salto a la escena ibicenca en lo que parece un reconocimiento al éxito de su carrera. En ese primer episodio titulado Puzzle 1993 –todos los capítulos se titulan con los nombres de las discotecas más conocidas de la ruta– asistimos a la culminación del mundo laboral y personal de ese grupo formado por Toni, Nuria, Sento y también el recuerdo de Lucas, el hermano de Marc.

A partir de este primer episodio, los siguientes capítulos retroceden en el tiempo ampliando el conocimiento de los personajes y poniendo en valor situaciones y hechos que en principio carecían de interés. Frente al periodo de la decadencia, La Ruta bucea en el tiempo: 1991, 1989, 1987, 1985, 1983 y 1981; incorporando a través de las imágenes de la televisión aquellas referencias sociales e históricas que fueron importantes en cada momento.

Pero siendo un adecuado análisis del fenómeno musical valenciano de esa época, La Ruta va mucho más allá pues el foco de la serie no es la propia ruta en sí sino el acercamiento a unos personajes que crecen al compás del tiempo que les ha tocado vivir. Personajes que se encuentran en ese momento de la vida en que la elección de un camino resulta determinante para el futuro.

En la serie tenemos toda una de arquetipos que ejemplifican las diferentes elecciones de los personajes: la transgresión de Lucas, la practicidad de Sento, las dudas de Marc, la adaptabilidad de Nuria o la simple supervivencia de Toni. El hecho de que la mayoría de las discotecas estuvieran ubicadas en poblaciones pequeñas, cercanas a la capital, sirve también para elaborar un discurso sobre el modus vivendi de pueblo o ciudad pequeña, con sus limitaciones, con su ahogamiento cultural y en el que determinados personajes ven la necesidad de expandirse –de huir– más allá de ese espacio cerrado sometido a la reglamentación de las convenciones.

La presencia de las tradiciones expuestas a través de la familia, el entorno laboral o la fiesta –el mundo de las fallas–, sirve como detonante para la rebeldía juvenil. A pesar de que el grupo de amigos viene de mundos muy diferentes, desde el origen humilde de Sento a la modernidad capitalina de Nuria, todos ellos tienden a rebelarse contra un futuro impuesto o predeterminado. Las discotecas, la fiesta, los parkings, el consumo de drogas, el baile continuo durante todo el fin de semana constituye el mundo verdadero frente a la vida considerada “normal”.

Àlex Monner, Claudia Salas y Elisabet Casanovas. Foto: Laia Lluch/ATRESplayer PREMIUM

Una insubordinación que encuentra en ese ocio de fin de semana la válvula de escape para huir de las opciones más conservadoras ante la vida pues los personajes no quieren ser igual que sus padres; las drogas, las adicciones, el riesgo, el caos o el desorden mental no son más que las muestras externas de una transgresión que la serie no oculta pero que no juzga.

La elección de la inversión temporal provoca, a medida que las piezas van encajando en el puzle narrativo, una comprensión completa de los personajes. Y también la impresión de que lo expuesto en el primer capítulo, que podía asemejarse a una visión triunfal o exitosa de las vidas de los protagonistas, deriva en el retrato generacional de un fracaso.

Una pérdida de la inocencia juvenil, de esa vitalidad asociada a un futuro basado en sus propias expectativas. Personajes perdedores a pesar del triunfo social –Sento o Marc–; perdedores de un estado de ánimo, de unos sentimientos, perdedores de una cohesión juvenil –como se muestra en la emocionante escena del baile de Nowhere girl al final del capítulo 6– y que se convierte en un momento irrepetible. Y aunque en la serie no hay tiempo para la nostalgia, sí se rastrea el peso del pasado, de la tragedia, que afecta y atenaza de forma individual y colectiva al grupo.

El juego con la estructura narrativa no es la única elección pues a lo largo de toda la temporada hay una apuesta por el clasicismo formal que aleja a La Ruta del camino adocenado del montaje y de la cámara frenética tan habitual en este tipo de productos. Dirigida por Borja Soler, Belén Funes y Carlos Marqués-Marcet, la serie permite disfrutar de un ritmo pausado, con escenas largas, que dejan tiempo al deleite del plano, a las reacciones de los rostros e incluso al silencio dentro de la cacofonía sonora.

El último capítulo cierra el círculo de una historia bien contada –una segunda visión de la serie permite fijarse en el cuidado con el que están introducidos todos los detalles, los comentarios y las reacciones, que se van entendiendo a posteriori –, con un grupo de protagonistas que funcionan perfectamente (Àlex Monner, Guillem Barbosa, Claudia Salas, Elisabet Casanovas, Ricardo Gómez) y con un conjunto de personajes que completan ese microcosmos (los padres de Marc y Lucas, los familiares de Toni, el personaje del sacerdote, etc.); merece la pena destacar también la producción artística que recrea unas localizaciones y una época todavía presente en la memoria de una generación que vivió ese fenómeno.

Una serie que ficciona los recuerdos de un fenómeno musical y social de una manera honesta, que centra su mirada en la parte más íntima de los personajes, que es entendible tanto para los que vivieron ese momento como para aquellos que lleguen sin ningún conocimiento y que se convierte en el prototipo de lo que puede ser elaborar una pieza arriesgada dentro de una producción televisiva.

Escribe Luis Tormo