Luces y sombras
Las novelas de Patricia Highsmith han sido llevadas al cine en numerosas ocasiones desde que Hitchcock iniciara ese proceso con Extraños en un tren. Pero sería con la novela El talento de Mr. Ripley (The Talented Mr. Ripley, 1955) donde aparecería por primera vez el personaje de Tom Ripley, un fascinante malvado cuyas aventuras se prolongarían a través de varias novelas que la autora iría publicando a lo largo de su carrera y que terminó convirtiéndose en un elemento central de su obra.
De esta novela, la primera adaptación al cine fue A pleno sol (Plein soleil), dirigida en 1960 por René Clément y con Alain Delon en el papel de Ripley. La película obtuvo un meritorio reconocimiento y en España la novela llegó a lanzarse con ese título A pleno sol que acompañaba a la traducción del original, El talento de Mr. Ripley.
La segunda adaptación corrió a cargo de Anthony Minghella con El talento de Mr. Ripley (The Talented Mr. Ripley, 1999) con Matt Damon encarnando al protagonista. Antes, Wim Wenders adaptaría la novela El juego de Mr. Ripley, en El amigo americano (1977), con Dennis Hopper como Ripley. Novela de la que la directora italiana Liliana Cavani haría también una adaptación con Ripley’s Game, en 2002, con John Malkovich como Ripley.
Y ahora llega la tercera adaptación de la novela original con Ripley (2024) la serie creada, escrita y dirigida por Steven Zaillian para Showtime, aunque finalmente ha sido Netflix la plataforma encargada de su difusión mundial.
Las relaciones de cine y literatura son complejas y pocas veces satisfactorias si esa satisfacción, además, se mide en términos de fidelidad al original literario. Sin entrar en demasiado detalle, A pleno sol de Clément era una adaptación llevada al terreno del polar francés y cometía una traición propia del cine comercial de la época donde el criminal no se salía con la suya; si eliminábamos la última escena y la elección de Alain Delon como un improbable Ripley, la película era un policiaco muy convincente.
La versión de finales de los 90, de Minghella, profundizaba en el aspecto psicológico con un guion que incorporaba personajes nuevos y, sobre todo, traicionaba el espíritu del personaje protagonista al cargarle con una culpa que precisamente es un sentimiento del que carece el original literario. Ripley es un farsante, un asesino, que no tiene problema de culpabilidad ni siente ningún tipo de remordimiento por las acciones que realiza.
Ripley (2024), por su formato para serie –8 capítulos con una duración total de 400 minutos–, supone el acercamiento más extenso y descriptivo a la novela original. La propuesta de Steven Zaillian se basa en respetar el retrato del personaje protagonista creado por Patricia Highsmith y volcar su aportación autoral en el juego estético que embebe toda la serie y que, aprovechando el empleo que Zaillian hace de la figura de Caravaggio, podríamos decir que su apuesta formal se caracteriza por el claroscuro, es decir, muestra sus luces y sus sombras.
Por lo tanto, el primer aspecto positivo que nos deja Ripley es que, frente a las películas anteriores, la descripción austera y fría de un farsante que termina siendo un psicópata asesino, se ajusta al texto literario. Tiene mucho que ver aquí el trabajo de escritura cinematográfica de Zaillian, un guionista que a lo largo de su carrera nos ha dejado en varias películas con personajes que encarnan el mal: La lista de Schindler, Hannibal.
La elección arriesgada de Andrew Scott –también productor de la serie– como Ripley se salda positivamente por su capacidad de encarnar a un hombre arribista, sin dinero ni cultura, pero que es capaz de vampirizar a los que le rodean para convertirse en uno de ellos. Scott trasmite con su rostro aquello que va más allá de las palabras; de hecho, los silencios definen mejor su personaje. El Ripley de Zaillian es fiel al original literario porque no lo reviste de consideraciones positivas –no es Hannibal Lecter, brillante dentro de su maldad–; aquí es un personaje mediocre al que vemos transformarse poco a poco delante de nosotros para revelarse como la encarnación del mal. Ripley absorbe la energía de los que le rodean para alimentarse, para sobrevivir, en una duplicidad de personalidades que la serie insiste hasta la saciedad con la mirada frente al espejo.
Realidad y reflejo, reflejo y realidad, todo termina confundiéndose. Ripley asume la personalidad de Dickie Greenleaf a su antojo para completar todo aquello que le falta a él. La crueldad de la novela, y es un aspecto que queda bien reflejado en la serie, es que el resto de personajes que rodean a Ripley no dejan de ser unos cretinos. Dickie, Marge o Freddie representan esa élite de la sociedad que se dedica al dolce far niente en un dorado exilio.
El tránsito entre un desconocido que pertenece a la clase social baja y el hombre de éxito que cuenta con la suficiente riqueza como para relacionarse con la élite de la sociedad, se muestra de una forma pausada aprovechando el formato temporal extenso de la serie, una cocción voluntariamente lenta que va consiguiendo sus efectos de una forma natural. Para plantear este tema, que es uno de los principales de la serie y del libro, Steven Zaillian utiliza las escaleras como elemento simbólico: en la primera parte es reiterado el uso del cansancio en Ripley cada vez que sube las escaleras (mientras Dickie y Marge suben sin problemas); lo mismo ocurre en la segunda parte de la serie con el personaje del policía cuando sube las escaleras. Una forma de explicar la dificultad de ascenso social con el cansancio físico de aquellos personajes que no pertenecen a la élite.
En este caso, la categorización de la serie asociada al concepto de ritmo lento no tiene un carácter peyorativo pues es necesario para la descripción minuciosa de todo el laberinto de idas y venidas, de cambios de identidad y de embustes que va tejiendo Ripley para conseguir sus objetivos. La novela de Highstmith se esmera, dentro de la ficción, en establecer toda una estructura narrativa que haga real las andanzas de Ripley; y la serie sigue el mismo camino, es por eso que se toma su tiempo para dejar la huella de todos los movimientos del protagonista.
Un ritmo que va indisolublemente unido al envoltorio formal elegido por Steven Zaillian para Ripley. Una elección estética que se materializa a través de dos elementos: el uso de la fotografía en blanco y negro, por un lado; y la compleja composición de cada plano, por otro.
La fotografía en blanco negro de Robert Elswit supone un giro absoluto respecto a sus precedentes cinematográficos e implica una apuesta conceptual por describir un entorno que asociamos históricamente al cine negro con todo lo que ello supone: la representación de un universo oscuro que simboliza la maldad del comportamiento humano; un mundo tétrico que convive con la normalidad, una fealdad que subsiste por debajo de la supuesta amabilidad de las personas o la brillantez de un paisaje idílico. Si bien es cierto que de esta forma se justifica el empleo del blanco y negro, se pierde el juego del color asociado a localizaciones, paisajes y a una época, teniendo en cuenta que el color no deja de aportar su propio efecto dramático de igual forma que el blanco y negro.
Esta estilizada fotografía en blanco y negro sustenta un barroco juego de planificación que hacer explícita la tensión que se va gestando en la historia, de tal forma que podemos asistir a una escena de una conversación intrascendente pero la planificación introduce un elemento extraño, sobrecogedor. Planos picados y contrapicados de arquitecturas, cuadros y personajes; composiciones que resitúan a los personajes dentro del plano aprovechando marcos de puertas o de ventanas; el juego con los planos generales y los insertos; el uso de objetos para introducir referencias simbólicas (las pinturas, los espejos); y, en definitiva, un tratamiento visual en el que cada plano adquiere un significado propio. Visualmente la serie ejerce un poder magnético aunque, como veremos más adelante, su uso reiterado merma el efecto final.
Hasta aquí podemos considerar el Ripley de Zaillian como la mejor adaptación del original literario, sin embargo, el guionista y director cae en el mismo error que cometía Anthony Minghella: aplicar la política autoral hasta el extremo de creerse que tiene licencia para todo. Un hecho que le lleva a ir más allá de lo razonable y que en algunas ocasiones, por querer dejar su sello personal, el resultado termina resintiéndose.
La introducción de la figura de Caravaggio y el juego simbólico con su pintura es acertado porque aporta una capa más de complejidad al personaje de Ripley: la importancia del negro y la importancia de las luces y las sombras en su pintura o su vida asociada a un mundo oscuro (delincuencia, excesos, asesinato). Sin embargo, este uso simbólico que queda apuntando de forma inteligente acaba siendo reiterativo cuando en el último episodio se equipara directamente la figura del pintor barroco con Ripley.
Una reiteración que se da a lo largo de la serie en el uso simbólico de los espejos o los contrapicados, que terminan cansando. También hay una falta de contención en las escenas de los dos asesinatos que hubiesen necesitado de un recorte para eliminar elementos innecesarios y superfluos que distraen la atención de lo verdaderamente importante, de hecho, el planteamiento de la escena del primer asesinato, que es trascendental por su efecto impulsor del relato, resulta sonrojante.
Con sus luces y sus sombras, sus excesos y cierta reiteración, Ripley es una serie recomendable para acercarnos al universo de la escritora norteamericana; y la aparición en el tramo final del personaje de Reeves Minot (John Malkovich), además de suponer un guiño –Malkovich interpretó también a Ripley en la película dirigida por Cavani– anuncia una posible continuidad del personaje. Por lo tanto estamos ante un interesante y acertado retrato psicológico de un asesino narcisista que vampiriza todo lo que hay a su alrededor, un arribista capaz de todo para ascender en el escalafón social y que termina representando la maldad, el lado oscuro del ser humano.
Escribe Luis Tormo | Fotos Netflix