He aquí una película
sencilla. No existen (en ella) demasiadas pretensiones, pero las
propuestas son claras y elocuentes. Frente al mensaje triunfalista de
muchos filmes norteamericanos esté opta por hablarnos de los miles de
hombres y de mujeres (de Estados Unidos) que no son felices. Seres que
trabajan de forma rutinaria sin encontrar ni razón, ni sentido a su vida.
Toda su existencia ha estado basada en una mentira, que les ha conducido a
un callejón sin salida. Inútilmente tratan de adaptarse a un mundo que
es todo menos brillante. Las televisiones, los discursos de acá o de allá,
la publicidad airean una determinada felicidad, una plenitud de vida de
aquellos que viven en el corazón de la sociedad capitalista. La realidad
es muy otra.
The
good girl que
podría haberse titulado Una familia
feliz o Un país de ensueño puede
unirse temáticamente a una serie de películas tan opuestas (y cercanas),
incluso en calidad como Fargo, Puedes
contar conmigo, Ghost word, American Beauty..., emparentadas todas ellas con una cierta
literatura (ya clásica) americana a la que (como en este caos) se cita
literalmente y cuyo abanderado es el fracasado protagonista de El
guardián en el centeno de Salinger: un perdedor en el mundo de la
abundancia. En The good girl sus diferentes personajes, en mayor o menor medida,
han visto como se evadía su sueño. No son nadie. No esperan ya nada.
La protagonista, Justine,
una joven empleada de un supermercado hiper-realista ve pasar la vida sin
que tenga oportunidad de “cogerla”. Trabaja sin ilusión. Tiene
treinta años, pero se siente ya vieja, incapaz de buscar otra salida que
aquella a la que se siente condenada. Está infelizmente casada con un
pintor de casas que se encierra (él) en la bebida y en los canutos para
no conocer la realidad que le cerca. Justine se encuentra prácticamente
aislada de todo y todos. Su vida viene marcada por constantes
repeticiones: levantarse, ir al trabajo, comer, volver a casa, intentar
ver una tele que nunca funciona, y... vuelta a empezar. El “super” en
el que trabaja representa la misma desnudez de su vida sin casi
compradores, sujeto a vaivenes y repeticiones constantes: la misma música,
las mismas palabras sirven para recordar a sus empleados fallecidos en
distintas circunstancias. La megafonía del mercado sirve para hacerlo o
para lanzar absurdos mensajes publicitarios que alguien (una chica
asqueada, suponemos, también de su existencia, pero incapaz de hacer nada
positivo para salir de ella) se ve obligado a dar a conocer a sus
clientes: mensajes cargados de doble sentido, son como dardos envenenados
con los que agredir a unos clientes, que ni siquiera se percatan de su
poder agresor.
Algo puede ocurrir en la
vida que anuncie un cambio. Algo a alguien. Hechos y personas se
contraponen como opciones para elegir. Pero ¿qué, quienes? ¿Acaso un
vigilante del supermercado organizador de una iglesia redentora (?) donde
se reúne gente insatisfecha para leer la Biblia, una mujer que muere sola
en un hospital sin saber porque ha muerto, una familia que no sabe que
tiene un hijo y sólo se preocupa de mirar de forma hipnótica la televisión,
un joven con problemas psicológicos que se cree tanto la reencarnación
del protagonista de la novela de Salinger como (¿por qué no?) el (anti)
héroe de tantos personaje estereotipados de filmes o novelas negras (una
corte, todos ellos, de perdedores), un marido incapaz de tener (y de
aceptarlo) hijos, el “socio” del marido frustrado y temeroso... ?
Todos ellos personajes cazados en la más brutal de las soledades, en un
destino sin futuro: temerosos supervivientes de (y en) una sociedad
decadente. Para Justine “todo” significa una derrota: religión,
posición, familia, trabajo, cultura... Su vida pudo ser (como la de algún
triunfador) y no es más que un agónico deambular. Sólo será capaz de
esperar la muerte, engendrar a un nuevo ser que entrará a formar parte de
la amplia legión de los fracasados.
Justine vislumbra su
salvación en el amor. Un amor en el que tampoco hay futuro. Ha quedado
deslumbrada por lo que cree es un joven inteligente y culto. Nada de eso.
Sólo se trata de una persona inestable, de un niño grande, que busca una
madre, una familia, antes que una amante. Un amor imposible entre dos
seres a los que les separan muchas cosas además de la edad (ella tiene
treinta años y él veintidós). Una aventura que no será más que un sueño,
un intento de salir del feo mundo en el que vive.
El muchacho (se hace llamar Holden como el protagonista de El
guardián en el centeno, aunque “todos” saben que su nombre es
otro) en su muerte adquiere el único momento de fama que debe tener
cualquier ser humano: es abatido por la policía sin sentido. Realmente es
la conclusión de su premeditado suicidio. Eso sí adquiere en la muerte
el segundo, más que el minuto, de fama que le corresponde por salir un
instante en una televisión de segundo orden en... la crónica de sucesos.
El titular sería algo así como “Muerte de un atracador en un motel”.
Un cochambroso motel perdido en cualquier desconocido pueblo de un rincón
ignorado de América.
Miguel Arteta un
realizador de origen portorriqueño, procura englobar su filme, entre
otras cosas, en un curioso elemento aglutinante: el circulo de mentiras
que, como forma de vida, acecha a todos los personajes de ese lugar
perdido. Ni nada es lo que parece ni nadie es veraz con sus actuaciones
ocultas. No deja de ser significativo el “espionaje” del que Justine
es objeto (por curtidos “voyeurs”) en el propio “super” en el que
trabaja. Mentiras que se cruzan en sus vidas y que cumplimentan, como una
especie de código preestablecido, sus acciones y sus frustraciones: el
amigo del marido ocultando la relación de Justine a cambio de que ella
acepte tener una relación sexual con él (y que curiosamente le sirva
como ”liberación”); el marido de Justine incapaz de aceptar su
incapacidad para tener hijos; la paliza que recibe (sin saber de donde le
vine) el guardia de seguridad del supermercado; los padres del falso
Holden negándose a admitir la realidad de su hijo; Justine engañando a
su marido y a su amiga enferma... Sin sentidos de algo más profundo como
puede ser el que todos es válido dentro de una carrera para conseguir una
inútil felicidad.
El final de la película
me recuerda (aunque no es exactamente igual) el de Fargo, la mejor película hasta el momento de los hermanos Coen. Un
plano único recoge la aparente tranquilidad del matrimonio mientras se
preocupa amorosamente del recién nacido. Un punto y seguido del que queda
prendido un nuevo engaño. El hijo de Justine, querido como propio por su
marido, es realmente del amante muerto de la mujer. El marido prefiere
aceptar la mentira de su imposible paternidad. Felices probablemente sólo
por un momento, y de forma aparente, parecen dispuestos a darse un baño
de felicidad en la misma casa de siempre, pero (ahora) con una televisión
(para asomarse al “otro” mundo que ellos desconocen) arreglada, y con
la nueva ilusión del niño recién nacido. Una falacia más...
No se trata de todas
maneras de un filme maravilloso, ni excepcional. Es como máximo una pequeña
obra llena de sutilezas, rodada con escasos medios. Cine independiente, en
fin, que vale (y dice) más que muchas cintas de las supermillonarias
productoras americanas. Existe una sabia dirección, que sabe sacar el máximo
partido de los actores y del ambiente, que narra sencilla pero
eficazmente, dentro de una lógica real y narrativa, una simple historia
de frustraciones. Hay un dominio de los planos largos como manera de dejar
“vivir” momentos y situaciones a los personajes.
Los errores proceden de
ciertas precipitaciones más atribuibles a trucos de guión que a la
propia dirección. De todas maneras Arteta también es culpable de ello al
dejarse dominar por esos instantes demasiados torpes cuando no obvios. Es
el caso, por ejemplo, de dos “importantes” llamadas de teléfono: la
que tiene lugar desde el psiquiátrico donde van a recoger a Holden (y que
es recogida por él mismo) o la que se produce en el momento que el marido
de Justine sabe (por ella misma) que su mujer está embarazada (la llamada
es para decirle que el análisis que le han realizado indica que es
incapaz de tener hijos). Ambas llamadas sirven como forma de saber una
verdad que ellos desconocen. La primera obliga a actuar a Holden de forma
que encontrará su muerte (ese suicidio que siempre ha soñado y que él
es incapaz de llevar a cabo), la segunda conduce al marido a la negación
de la verdad y a la necesaria y obligada creencia de que él es el padre
del niño que va a nacer. Una pena que tan burda simplicidad oculte la
grandeza de tan excelentes propuestas. Otra cuestión sería el trazo de
algunos personajes. Es elocuente, pero demasiado elemental, el de los
padres de Holden, o superficial el del amigo del marido de Justine. Otros,
incluso, no están suficientemente matizados, no se sabe cuál es su
sentido en el relato como es el caso de la negra amiga del personaje
anteriormente citado.
No podemos dejar de reseñar
la excelente interpretación de su protagonista, Jennifer Aniston, actriz
conocida sobre todo por su actuación en la serie televisiva Friends. Ella sabe dar todo el exacto sentido al complejo personaje
de Justine, esa especie de Madame Bovary de la América profunda. Un ser
tragado por un falso concepto de la vida. Soñadora de espacios
inexistentes, claudicando en una triste historia con un joven perturbador
con ansias de escritor, aunque sus escritos, siempre monocordes, no sean más
que otras mentiras. Al fin y al cabo aquellas generadas desde algún sitio
sobre seres frustrados y perdidos en la propia mentira de un sistema
benefactor. Parecidos a aquellos que hace años trazara tan brillantemente
Frankenheimer en Yo vigilo el camino.
Pero ¿qué o a quién hay que vigilar?
Adolfo
Bellido
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THE GOOD GIRL
Título
Original:
The good girl
País y Año:
EE.UU., 2001
Género:
Comedia
Dirección:
Miguel Arteta
Guión:
Mike White
Fotografía:
Enrique Chediak
Música:
vv.aa.
Montaje:
Jeff Betancourt
Intérpretes:
John C. Reilly, Zooey Deschanel, Tim Blake
Nelson, Jake Gyllenhaal, Jennifer Aniston
Distribuidora:
Filmax
Calificación:
No recomendado menores de 13 años
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