Un mundo tras los cristales
La señorita Julia vive en un mundo protector y cerrado. Su acomodada posición social se traduce en lujo y pulcritud. Sin embargo fuera de ese mundo, tras los cristales de su mansión, existe otro mundo, y Julia sueña con él. Allí la perfección ya no existe, las muñecas son viejas y sucias y la intemperie deja de ser acogedora.
Pero al mismo tiempo en ese lugar se materializa la promesa de acabar con la monotonía que le oprime. Su sueño, incluso cuando ya ha crecido, es volar a través de la ventana y acceder a un ámbito donde no todo está controlado, donde se sugieren experiencias desconocidas.
El exterior no sólo es un lugar físico. Señala también una distancia personal. Salir no significa únicamente abandonar la casa, sino que comprende también el acceso a un mundo más allá de la rígida estructura social a la que Julia pertenece. Y por lo tanto la escapatoria puede materializarse en John, el criado de su padre, y permitirse bailar con él en la noche en la que todo está permitido, sin temor a las habladurías que sin duda se producirán.
John es el mundo que tras los cristales se adivina por cuanto es allí, fuera de la casa, donde se rompe momentáneamente la barrera que los separa, esa barrera que también en la forma de un cristal media entre ellos tras la escena de su encuentro en el bosque.
Julia ve en el criado de su padre, en el momento en el que éste no está y por lo tanto se abre la posibilidad transgresora, el antídoto al mundo asfixiante en el que habita. Y también el criado vive ese acercamiento como la culminación de un anhelo inconfesado que es mucho más que una aspiración personal.
Su relación vertical hace que el reducido espacio físico que media entre ellos (el que va desde la lujosa habitación a la pulcra y ordenada cocina) sea más difícil de salvar que lo que por sí mismo parecería, pues el recorrido mental que se requiere para hacerlos confluir resulta más que problemático.
Es ahí, en la credibilidad que podamos otorgar al encuentro entre los personajes más allá de su tarea profesional, donde radica el primer problema de esta película. Los miedos que ambos poseen (pérdida del trabajo en él, quebranto del honor en ella) tiene demasiada envergadura para ser vencidos con tanta facilidad. La pasión que podría apuntalar la verosimilitud no está presente, y cuando se pretende transmitir se queda a mitad camino, en una especie de capricho sobre cuyas espaldas no se sostiene todo el peso que el relato necesita.
La apuesta es sin duda arriesgada. Julia no recurre a un desconocido que le proporcione, siquiera momentáneamente, nuevos alicientes a su vida. Se abandona a alguien a quien conoce de tiempo atrás, sin que la película nos insinúe ningún hecho pasado que justifique su elección, ninguna remota fascinación que la conduzca a arriesgar hasta ese extremo su posición.
Si acaso cierto desequilibrio, tal vez influido por la pérdida de su madre, que el rostro de la Julia adulta insinúa la primera vez que la vemos en pantalla. Por lo que respecta a John escuchamos de su boca el típico relato del niño pobre deslumbrado por la rica señorita. Poca entidad también para sostener el peso de semejante empresa.
Cuando se renuncia a asideros sólidos que permitan sostener una narración de este tenor no queda otra opción que apoyarse en unos grandes actores y en un guión muy sólido. Pero en este caso la opción resulta fallida.
Liv Ullmann nos deslumbró con su anterior película, Infiel, realizada a partir de un guión de Ingmar Bergman. Ahora se refugia en la obra homónima de Strindberg que ella misma adapta, y la diferencia es más que palmaria (lo cual debería llevarnos a resituar la importancia del guión en el producto cinematográfico. Posiblemente lejos de la importancia que se le concedía en el Hollywood clásico, pero lejos también de la devaluación que sufrió en los años sesenta por influencia francesa).
En ningún momento de la película se tiene la sensación de que lo que vemos resulte convincente. La historia se comprende más a partir de los tópicos con los que se acude a ella que desde lo que ella misma ofrece. Si no fuera por lo que se espera de esta relación desigual entre señora y criado la perplejidad del espectador sería absoluta.
Y con ello tienen que lidiar los dos actores sobre los que descansa la trama. Jessica Chastain es una actriz extraordinaria. La cámara está absolutamente enamorada de ella, pero ni aún así puede con la tarea que le viene encima. Hasta los grandes actores han de estar bien dirigidos, y aquí no lo está nadie.
Mucho peor lo tiene Colin Farrell, quien ni es un buen actor ni tiene un guión que tape sus carencias ni una dirección clara que le oriente. Con semejante cóctel el resultado puede imaginarse cuál es. Alterna sin mayor explicación estados de pánico con momentos de arrogancia y dominio, y los pretende construir con temblores y balbuceos por una parte, y con miradas más propias de los gánsteres de los años cuarenta por otra. Y todo se resuelve con una maldad para la que, desde luego, no da la talla.
Liv Ullmann ha hecho una película teatral en el peor sentido de la palabra. A veces se cree que limitar el espacio de la acción o el número de personajes es suficiente por sí solo para tildar de teatral a una película y alejarla con ello del arte cinematográfico, pero nada de eso. Bergman, sin ir más lejos, nos demostró que con semejante materia prima se puede hacer cine de excelsa calidad. No es el caso que aquí nos ocupa. Si los actores no creen en el papel que les ha sido asignado, si no hay una trama sólida sobre a que asentar su trabajo, la capacidad de la cámara de acercar la mirada a la acción no hace sino acentuar la inconsistencia de la propuesta. La realización de Ullmann se limita a mostrar la declamación de unos personajes con la sensación de estar desaprovechando las posibilidades que la historia contiene.
En algunos momentos aparece un atisbo de cine, pero la directora parece empeñada en desaprovecharlo. Es el caso de ese plano en el que se ve el hombro desnudo de Julia tras su encuentro sexual con el criado. Insinuación más que suficiente para entender lo ocurrido y acorde con el mundo de apariencias y represión en el que viven, pero que viene seguido de una conveniente explicación que desvirtúa esa posibilidad.
Lo mismo cabe decir del final de la película. La imagen de las flores que detienen su fluir por el río y la mancha de sangre que va apoderándose del plano tienen mucha más fuerza y son mucho más elegantes que la imagen de Julia muerta en ese remedo pictórico de Ofelia con el que se resuelve su ansia de aventura y la película.
La decepción que acaba apoderándose del espectador es mayor aún si se tiene el recuerdo de la anterior obra de Ullmann, y se ahonda si se piensa en lo que esta película podría haber sido de recaer en otras manos más capaces.
Escribe Marcial Moreno