Big eyes (2)

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El embaucador y la pintora

big-eyes-1Las pinturas de Margaret Keane (1927) de los niños con ojos grandes parecían adecuarse a los personajes extraños, solitarios, de las películas de Tim Burton. De hecho él posee varios de esos cuadros que en un tiempo fueron adquiridos por gente del mundo del espectáculo y por personas adineradas dadas a un nuevo (por decir algo) arte. En realidad se trata de un producto seriado acorde con el mundo repetitivo y vulgar de nuevos ricos y de epatantes artistas.

Los letreros de crédito mostrando la reproducción de centenares de carteles iguales para ser vendidos a un dólar son, a su vez, representativos de una cultura y un arte en cadena, exento de creatividad, repetitivo: una cadena de producción donde todo es igual. La cadena no tiene fin y las personas consumen, absorben lo que le dan; un icono, una representación de una sociedad decadente, alienada, sin salida ni inventiva, masificada. Un producto propio de la sociedad capitalista.

Es como poner un ladrillo encima de otro o producir películas estandarizadas cuyas diferencias, de unas a otras, son mínimas. Y a Tim Burton de un tiempo a esta parte, película a película le está pasando lo mismo. Repite, y cada vez peor, un mundo sin el más mínimo interés, sin el afán de la creatividad de sus primeros títulos, sólo con la idea de lanzar más y más productos idénticamente realizados, con colores chillones, estrambóticos, para consumo de la sociedad unitaria, gris, manipulada, en la que vivimos, manejada por los medios de comunicación, por la prisa.

Desde hace tiempo Tim Burton camina sin rumbo. Quizá el final de una etapa quedó marcado por el fallido remake de El planeta de los simios. De todas formas a continuación fue capaz de realizar la muy interesante Big fish, pero después, salvo sus trabajos de animación La novia cadáver y Frankenweenie (filme en el que ampliaba una de sus primeras obras: un  corto del mismo título de 1984), no nos ha dado nada realmente digno de interés.

Vueltas y revueltas, copias sin sentido, historias que terminan cerrándose sobre ellas mismas, algunas realizadas incluso con demasiada desgana. No puede entenderse el hecho, por ejemplo, de firmar una adaptación de Alicia en el país de las maravillas cuando reconoce ser una obra que nunca le había atraído.

Big eyes contaba con materia suficiente para lograr una buena película. Tema, más bien temas, había suficientes para ello. Pero ninguno de ellos se define, domina sobre los demás. Se entremezclan y enlazan creando un edificio tan aparente como inhabitable. Todo en el filme es rapidez, desgana, artesanía al servicio de un producto que debe entregarse, de una manera correcta pero sin garra, a los espectadores.

La historia de una mujer (la protagonista) enclaustrada, dominada por un embaucador que se apodera de su obra como si fuera suya, explotándola, aislándola, encerrándola, podría dar para un alegato feminista o un filme de terror, porque el personaje de Walter, su segundo marido, es como un ogro de cuento, lo que ocurre es que, por si fuera poco, convierte al personaje en paródico, por la interpretación del austriaco Chistoph Waltz, exagerada hasta el ridículo.

En el otro lado de la balanza se encuentra el buen hacer de Amy Adams (Margaret), la mujer sufridora, prisionera de su marido y también, quizá, del amor al dinero producido por sus cuadros, unos cuadros que son imitación unos de otros: es significativo el episodio (frustrado) del intento de presentar decenas de niños iguales en una sala de un Museo.

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La pareja de guionistas del filme parece estar especializados en crear biografías de célebres personajes, lo que los americanos llaman biopics. Suyos son entre otros los guiones de Man on the Moon (1999), El escándalo de Larry Flint (1996), dirigidas ambas por Milos Forman, y sobre todo el de Ed Wood (1994), una de las grandes películas de Tim Burton. De este título al actual han pasado veinte años, demasiados años para contar una historia de alguien dispuesto a crear no se sabe muy bien qué, aunque, eso sí, convencido de su genialidad.

Sin ser nadie, ni siquiera un pintor, simplemente un charlatán de feria, un vendedor de falsas ilusiones subido al carro del dólar, de ganar dinero a costa de los demás, Walter es un personaje con bastante enjundia para construir una película. Lo mismo que Margaret. A su lado aparecen otros seres que piden a gritos una consideración, un tratamiento que nos acerque a ellos. Pero todo y todos forman parte de una cadena sin fin, monótona y cargante.

Ahí está la niña de ojos grandes que pinta la madre una y otra vez y que va dando rostro a otras muchas personas. Los mismos ojos, la misma niña que puede ser niño o convertirse en el careto de cualquiera actriz del momento, tal como, en realidad, ocurrió. Ojos grandes, abiertos, que miran y tratan de buscar un algo, incapaz de transmitirse al filme, de salir fuera de una narración concebida a golpes. Una lástima.

De pronto, en el transcurso del filme, aparece otra niña, o el tiempo pasa sin que sepamos cuánto o veamos a Margaret encerrada en la habitación cada vez, se supone más hundida, pero ¿sirve eso de algo? De nada o muy poco. Escenas o momentos sueltos tan sólo, que sirven o dicen muy poco en la progresión de los personajes, en las ideas que tratan de  transmitirse.

Por ejemplo, está la citada aparición de otra niña, la hija de Walter. Una forma para indicar algo que ya sabíamos: todo lo que oculta, las maquinaciones del personaje. Su entidad, la de esa niña, es tal que no vuelve a aparecer en el filme. No aporta nada su presencia. Nada que no sepa ya el espectador sobre el charlatán, embaucador, mentiroso que es el encumbrado Walter. Algo parecido puede decirse de la amiga de Margaret, apareciendo como una especie de personaje contrapuesto y concienciador de la protagonista y que genera el momento de ruptura-crispación en la visita a la casa del matrimonio en tres breves planos mal integrados dentro del relato.

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Al ver esta forma de escribir y describir estos momentos, por centrarnos en otro título que hable sobre un pintor, tendríamos que referirnos a la reciente Mr. Turner de Mike Leigh. Allí las escenas son breves, dentro del estilo actual, por momentos muy breves, pero ellas, el estar en su sitio y propiciar desde una dirección adecuada la relevancia del momento y su relación con el resto, dan sentido a lo mostrado.

Por ejemplo, en Mr. Turner, dos momentos preparan un tercero aclaratorio del personaje. Se trata de la renuncia de Turner de vender su obra a un personaje adinerado y cederla a su país. En anteriores momentos, dos escenas, ni mucho menos consecutivas, nos llevan a esa conclusión. En la primera un joven engreído y con dinero con su lenguaje engolado, a quien su padre ha comprado un cuadro de Turner, cree dar lecciones sobre lo que significa ese cuadro a un grupo de personas en presencia del pintor. La segunda escena se corresponde a la pantomima sobre su pintura y sobre su ansia de venta a la que asiste Turner en un teatro. Instantes que nos llevan a la toma de posicionamiento del pintor cuando el adinerado personaje intenta comprarle, por lo que quiera pedirle, toda su obra.

O ese momento donde vemos los dedos de Turner moviéndose en sus manos enlazadas, visto el personaje de espalda, mientras escucha la noticia de la muerte de una de sus hijas

Son formas narrativas brillantes que podrían servir de referencia general a un realizador en decadencia como Burton. Y a esta película en particular

Hemos hablado de temas dominantes en Big eyes. De algunos entre otros muchos. Porque aquí también —como en Ed Wood— se plantea la realidad sobre lo que es o deja de ser el arte.

Y también se muestra, asoma, el consumismo de una sociedad fácilmente manipulable.

Y el cambio de los parámetros artísticos en una sociedad de consumo donde se confunde arte con ruido, masificación o… fealdad.

Lo que ocurre, en definitiva, es que la película camina por cuerdas sin tensar. Las ataduras se resquebrajan. El tiempo pasa en la historia que se narra pero no para los personajes estancados, sin saber sus razones o sus formas de actuar. ¿Cómo es posible que Margaret tardase años en saber que su marido era incapaz de pintar absolutamente nada? ¿Qué es de la vida de esa niña de ojos grandes que sirve de elemento secundario en el relato? ¿Cómo Margaret, visto y no visto, huye a Hawái con su hija en busca del paraíso perdido?

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Los primeros minutos hacen concebir esperanzas. Está bien resuelto el inicio en el que se muestra a Margaret, con su hija, huyendo de su primer marido, así como la llegada a San Francisco.

El primer contacto entre Walter y Margaret pone un enigmático y coherente punto en el filme: la niña pintada a la que le falta un ojo. Un sentido o sin sentido que quiere transformar el relato en diferentes estilos o géneros: psicológico, terrorífico, dramático, comedia. Cada uno funcionando, moviéndose, a su estilo, por caminos contrapuestos.

El momento en que Margaret acepta que sea Walter el autor de los cuadros es el momento álgido y más conseguido de la película: ella seguirá haciendo lo que le gusta, pintar los niños (su hija, como he dicho, pero a su vez un reflejo de ella misma) de ojos grandes (¡qué gran metáfora perdida!) a cambio de ganar mucho dinero. Walter, el charlatán, el vendedor, adulador, será el autor para el resto del mundo. El artista y el negro que concibe la obra aunque en este caso hablemos de marido y mujer, de ésta dejando su personalidad en manos del ser que la domina, la dirige.

Si la película alcanza en ese momento su punto más alto junto al instante en que Walter descubre lo que supone vender carteles que anuncien la exposición en la que no se vende ningún cuadro (la ironía de ese instante consiste en la serie de autógrafos que el protagonista está firmando) llega a su declive en la parte final con el juicio por difamación e injurias.

Aquí Tim Burton cae en el mayor de los ridículos al intentar dar a la escena un aire (frustrado) de comedia. La actuación desmedida de Walter, incongruente e increíble, no se corresponde con la presencia del resto de los personajes presentes. Aparte de que uno piense que la resolución de ese caso es muy sencilla: marido y mujer deben tratar de pintar sobre un lienzo en blanco. Al parecer ese mismo hecho, no presente en el filme, ya había llevado, cuatro años antes del juicio, a retar Margaret a su Walter para que públicamente pintaran ambos. Walter no se presentó.

Faltan datos para dibujar la extraña personalidad de Margaret, sus obsesiones o su sumisión. Tales eran las enseñanzas religiosas que había recibido de pequeña y que la llevaron, nada menos, que a hacerse Testigo de Jehová. Dato este último que sí recoge el filme, junto a muchos otros para crear un puzle de difícil construcción, no sólo por la cantidad de piezas sueltas sino también por las que se van perdiendo en el transcurso del filme.

Escribe Mister Arkadin

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