Vuelos gallináceos
La compañía de matriz finlandesa Rovio se ha hecho internacional y famosa gracias a la creación de un videojuego para móvil. El jueguecito, que consistía en apuntar con un tirachinas a ciertas construcciones, añadía una pequeña dosis de morbo al sustituir los proyectiles habituales por pájaros y al esconder dentro de los potenciales blancos a cerdos que resultaban aplastados por el derrumbe de las estructuras que los protegían.
Ese jueguecito, nada original, pero muy adictivo, se llamaba Angry birds. En poco tiempo se convirtió en el más descargado de la historia, dando lugar a un crecimiento espectacular de la pequeña empresa original que ahora produce, además de otros videojuegos, series de televisión animadas, música y hasta películas, todo ello con su correspondiente y abundantísimo merchandising.
A nadie debe sorprenderle que una película basada en este videojuego resulte enormemente simple. Tampoco que, como guiño constante al concepto original, tenga su base argumental en la lucha de los pájaros contra los cerdos llevada a cabo con un tirachinas gigante, y que por tanto, se haya convertido en un éxito comercial entre los fans del videojuego de casi todas las edades.
Por último, lo menos sorprendente de todo es que la película resulte absolutamente rutinaria, previsible y hasta chabacana, y que con ello, su éxito se incremente exponencialmente.
La dirección de la misma corre a cargo de dos desconocidos —Clay Kaitis y Fergal Reilly—, aunque su guión esté en manos de Jon Vitti, el veterano escritor de los libretos de Ice Age, Alvin y las ardillas o incluso de algún episodio de Los Simpson. Podemos quizá atribuir alguno de los pocos chistes afortunados del filme a su buen hacer, pero quizá también el grueso de los más insustanciales a su cansancio y falta de motivación ante un producto basado en premisas tan simples.
Con todo, lo más destacable —en el aspecto negativo— es la dirección de los dos novatos. Éstos han hecho uso y abuso de recursos muy manidos en el hiperacelerado cine actual —la cámara lenta y la cámara rápida, los reiterados clichés de los personajes, el slapstick, los chistes escatológicos y el lenguaje chusco— y con ello han llevado al escalafón más bajo a una película que no por ser infantil merecía ser estúpida.
Luego está su curiosa estructura: ésta se organiza en torno a una serie de episodios insertos en una larga trama integral. Aunque hay una continuidad argumental entre ellos, no parece que puedan considerarse elementos imprescindibles para el desarrollo de la historia; es decir, que muchas de las secuencias han sido concebidas como un chiste corto, y luego han sido añadidas en un metraje que por su propia insustancialidad, lo aguantaba todo viniera o no a cuento. Ello es comprensible si tenemos en cuenta que se trataba de llegar como fuese a una situación final en la que unos pájaros se disparaban a sí mismos con tirachinas contra unos cerdos.
Visto así, el resultado no es del todo malo, porque en el camino nos hemos encontrado con una justificación de la ira como emoción respetable, con un personaje como el del Águila Poderosa, acostumbrado a vivir de rentas y con un ego tan desmesurado como ridículo, que acaba por concederle de nuevo una gloria que por su inoperancia no merece —un cliché tan presente en nuestra cultura que merecía representarse— o un escarnio del buenrollismo y la autoayuda personificados en un ave que no deja de recordarme por su actitud e incluso aspecto —y sé que esto es meramente accidental— a la Elsa Punset del edulcorado control emocional.
Desde luego, no puede considerarse nefasta una película que levanta tanta pasión entre los pequeños. Por una extraña razón ha conseguido conectar con sus más bajas pasiones y los hace mantenerse pegados —es un decir— a sus asientos y reír a carcajada limpia con sus ocurrencias. Sólo por eso, y por contener un ocurrente relato sobre el engaño masivo y la manipulación política, el que suscribe se ha sentido magnánimo para concederle una calificación mínima, pero no ínfima.
Esto es así porque seguramente los padres tendremos ocasión de contemplar cosas peores, que consigan aburrir incluso a los niños. Para ellas guardamos los ceros.
Escribe Ángel Vallejo