El reverso ominoso del American Way of Life
Los espejismos asociados al concepto de éxito, generados de manera interesada por los círculos de poder que mueven los hilos de la sociedad, se convierten en herramientas perversas con las que esclavizar a todos aquellos que están dispuestos a vender su alma por una vida colmada de valores materiales.
Pero lo cierto es que la oferta es más que seductora: hijo, tienes la fortuna de haber sido elegido para formar parte de nuestro selecto club, el dinero ya no es un problema para ti, a partir de ahora disfrutarás de la vida que te mereces, lo tendrás todo y a cambio sólo te pedimos lealtad; tu vida realmente empieza ahora.
Tristemente, son muchos, yo mismo sin ir más lejos, los que están dispuestos a convertirse en víctimas propiciatorias de la religión del dinero, y que no tienen reparos en negar su pasado (emocional), y consagrar su presente y su futuro a esa destructiva e inmisericorde confesión. Una vez el sistema te elige la transformación interior se produce de una manera cálida, fluida, imperceptible y autoinmune; de modo que cuando el proceso de anulación se ha culminado, del individuo solo queda la “fachada” y tan sólo una experiencia próxima a la muerte puede reanimar su alma alienada.
Bienvenidos a Demolición (Demolition, 2015), me llamo Davis Mitchell (Jake Gyllenhaal) y seré vuestro guía en este paseo por el lado oscuro del American Way of Life.
Podría ser este el monólogo de presentación del protagonista, Davis, al comienzo de Demolición, la tercera etapa de la particular odisea trascendentalista de Jean-Marc Vallée cuyas raíces se hunden en la obra de pensadores de la talla de Ralph Waldo Emerson o Henry David Thoreau, auténticos iconos del pensamiento norteamericano.
Si bien el realizador canadiense deslumbró con Dallas Buyers Club (Dallas Buyers Club, 2013), permitiendo al espectador acompañar al devastado cowboy Ron Woodroof (Mathew McConaughey) en su via crucis redentor y sentir su epifanía con un realismo brutalmente bello, nos dejó un tanto fríos con Alma salvaje (Wild, 2014) al no alcanzar las cotas pretéritas de excelencia narrativa y síntesis visual. Ahora Vallée nos ofrece un largometraje más que correcto en el plano formal pero en el que ha realizado algunas concesiones, tanto narrativas como estilísticas, que contribuyen a devaluar las señas de identidad que caracterizan su personal y atrayente universo fílmico.
Jean-Marc Vallée ha demostrado con creces que es un certero francotirador de la cotidianidad, que tiene la excepcional habilidad de extraer todo el lirismo subyacente en la misma sin tener que recurrir ni al sentimentalismo ni al efectismo visual. Esa ausencia de artificios transmite una verosimilitud intrínseca a la película, que emerge de la pantalla y crea una nueva dimensión emocional que atrapa al espectador de manera irremediable.
En Demolición, Vallée ha renunciado a ese estilo seco, directo y cargado de un significado latente, en pos de un realismo aderezado con asequibles metáforas visuales, matices de carácter indie y artificios argumentativos surrealistas que le permitan realizar una película accesible para el gran público y susceptible de ser etiquetada como independiente.
Este relajo en su estilo y en su idiosincrasia cinematográfica provoca el distanciamiento tanto racional como emocional del espectador, que entra en un peligroso proceso de descreimiento argumental. Resulta muy difícil admitir, por enajenado que se encuentre un individuo, que en una situación de dolor supremo una persona se atreva a verbalizar y defender que es de capital importancia recuperar una moneda en una máquina expendedora, y que a raíz de esa situación aproveche para expiar su alma y su mente a través de una serie de cartas al departamento de atención al cliente. Rocambolesco, forzado, poco creíble, en definitiva impropio de Vallée.
En un determinado momento de la película, Davis va caminando por una acera repleta de gente disfrutando de su soledad mental, decía el genial Walt Whitman: “Vida ciudadana: millones de seres viviendo juntos en soledad”, y de su recién estrenada libertad existencial dentro de la gran urbe; el realizador canadiense pretendía hacer de esta secuencia un momento mágico, especial, cargado de significado; desgraciadamente, el resultado es una escena maniquea y superficial, que por su concepción y su manera de filmarla desprende el mismo hálito cool que una escena en la que Richard Gere deambula por la acera celebrando la vida en la intrascendente Mr. Jones (Mr. Jones, 1993) de Mike Figgis; y que nada tiene que ver con el épico y mítico paseo por entre la multitud neoyorkina de Jon Voight en la inolvidable Cowboy de medianoche (Midnight Cowboy, 1969) del imprescindible John Schlesinger.
Especialmente obvios, reiterativos y pueriles resultan los planos que el director dedica a la construcción de la metáfora visual con la que nos sugiere la destrucción del estilo de vida del protagonista, a través de la demolición de los vestigios materiales de su vida anterior. Y excesivamente edulcorado y ñoño resulta el epílogo, que pone en evidencia la enormes carencias narrativas de la historia.
Vallée siempre cuidadoso con la selección musical, que utiliza como amplificador de las emociones y sentimientos de los personajes, no está tan acertado como en otras ocasiones y no consigue añadir esa vibración mística que transmuta las imágenes de una manera imperceptible. No hay duda de que esta sería una película totalmente diferente si descansara sobre el universo emocional del Hallelujah de Jeff Buckley.
La película ofrece detalles del buen oficio del realizador canadiense, una magnífica interpretación de Jake Gyllenhaal y unas sobrias y creíbles interpretaciones por parte de Naomi Watts y Chris Cooper, pero no deja de ser simplemente un producto cinematográfico aceptable.
Es una película que por encima de todo genera indiferencia; ni se aproxima al ejercicio de poesía visual que supuso El nadador (The Swimmer, 1968), basada en un relato de John Cheever, cronista de excepción del lado oscuro del American Way of Life, que comenzó dirigiendo Frank Perry y finalizó Sydney Pollack; ni alcanza las cotas de verosimilitud desmitificadora de la caústica, onírica y dramáticamente bella El compromiso (The Arrangement, 1969) de Elia Kazan, un ejercicio cinematográfico de primer orden.
Escribe Jose Antonio Férez