Cuando el exceso se convierte en una carencia
Hermanos del viento, coproducción austro-española, supone la unión de dos figuras expertas en el mundo de la aventura y de la naturaleza: el español Gerardo Olivares y el austríaco Otmar Penker. Esa gran cantidad de experiencias personales y profesionales que han vivido ambos son de gran ayuda a la hora de trasladar sus conocimientos al ámbito cinematográfico, ámbito en el que sendos aventureros tienen también un sólido currículum.
El filme presenta numerosos elementos que recuerdan a El oso de Jean-Jacques Annaud y a Kes de Ken Loach. Con la primera, comparte aquellas escenas en las cuales los animales son protagonistas de la historia, escenas de un carácter y un formato prácticamente documental. Con la segunda, presenta varias similitudes en la trama principal, la cual narra la relación de un adolescente con un ave que va más allá de lo común y que afectará de sobremanera tanto a la vida del chico como a la del animal.
Pero la mayor diferencia entre las tres películas es también la que marca un resultado completamente opuesto entre los mismos. Dicha distinción radica en que tanto Annaud como Loach saben dotar de un elemento a sus obras que no encontramos en Hermanos del viento: el diálogo necesario y el silencio adecuado. Tal y como expresa Robert Bresson en sus Notas del cinematógrafo: “Un raudal de palabras no siempre perjudica una película. Cuestión de especie, no de cantidad”. En este contexto cabe puntualizar que tanto en El oso como en Kes las imágenes gozan de una fuerza abrumadora, y los diálogos se miden a la perfección con las mismas. Y esto sucede sobretodo en el filme francés, en el cual prácticamente no hay palabra alguna, básicamente porque no hacen falta para contar la historia.
Sin embargo la película de Olivares y Penker no contiene la misma fuerza expresiva, ni siquiera consigue acercarse. Además peca de una narración excesiva e innecesaria, y es que no hay nada peor que una voz que te cuente todo lo que estás viendo. Cabe excluir en esta última afirmación al formato documental, y aun así hay grandes obras de este tipo totalmente mudas como por ejemplo El planeta azul de Franco Piavoni o la famosa trilogía Qatsi de Godfrey Reggio, aunque también es cierto que estas piezas son muy difíciles de clasificar.
Cine y literatura son dos artes diferentes, ninguno es mejor o peor que el otro, simplemente son dos formas de expresión distintas. Esto es algo que debería tener patente todo cineasta para aprovechar el lenguaje cinematográfico en toda su extensión. Claro que los diálogos son importantes, pero el éxito de los mismos radica en saber usarlos cuando verdaderamente hacen falta para no caer en el abuso o en el exceso (o en cómo usarlos en el caso de ciertos directores excepcionales, como Woody Allen o Quentin Tarantino). Contar a través de la mezcla de imágenes y sonidos —que no palabras—, eso es el cine, un formato audiovisual.
Quizás en este caso, y sin dejar de tocar el tema de los diálogos, también ha influido la carrera previa de los dos cineastas. Y es que ambos tienen una curtida base en el documental, sobre todo Penker, ya que Olivares si ha tenido varias experiencias en la ficción. Este puede ser uno de los factores que ha influido en el uso de palabras en demasía.
Ni siquiera las preciosas localizaciones —fruto del esfuerzo del director de arte— o la fotografía son capaces de paliar estos desbordamientos narrativos. Tampoco ayuda el trabajo de los actores, donde parece ser que faltan horas preparación y de ensayos (algo que sería también culpa del director y no sólo de los intérpretes), dando lugar a unos personajes simples y estereotipados. Y menos aporta aún el tono sentimentaloide que desprende el filme, que contamina todo dándole un aspecto infantil y ñoño.
El resultado de todo lo anterior es una película pasable, interesante a ratos, pero por lo general aburrida y con una trama que cae en los giros fáciles y típicos. Hermanos del viento es por tanto un trabajo que se deja ver pero que minutos después de su visionado cae fácilmente en el olvido.
Escribe Pepe Sapena
