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Voy, los mato y vuelvo
Escribe Mr. Kaplan
La pornografía invade nuestra vida cotidiana. Hoy ya no hay espacio para la sugerencia, para el erotismo, y todo se desvela de una manera burda, cruda, grotesca, a veces de una torpeza insultante. Lo importante no es acompañar al espectador en su búsqueda, sino lanzarle a la cara todo cuanto espera ver, sin sutilezas ni matices, sin espacio para la reflexión.
Un informativo de televisión ya no proporciona datos sobre la última invasión o el atentado de turno, ahora la pelea está en ser el primero en mostrar la sangre o, si no se llega antes que nadie, al menos mostrar cuanta más carnaza mejor. Las tertulias no son para intercambiar puntos de vista, sino para berrear la única verdad que uno conoce, la propia, y lanzarla con orgullo a los cuatro vientos.
Y si la televisión se mueve por estos derroteros no iba a ser menos el cine, al menos el que pretende dirigirse a las masas: desde los burdos gags de Judd Apatow y su pandilla (en las antípodas de la alta comedia), hasta el gore más visceral (nada que ver con el cine que provoca miedo y nos deja un escalofrío recorriendo nuestro cuerpo horas después de la proyección), pasando, cómo no, por el thriller con matón de barrio que reparte justicia según su particular código ético.
A este último grupo pertenece la propuesta ideada por Luc Besson y Robert Mark Kamen, Venganza, una película cuyo guión podría pertenecer a cualquier infecta parodia de James Bond ideada por los italianos en los años sesenta… sólo que se toma en serio a sí misma y está filmada con una exquisitez impecable, gentileza de Pierre Morel, un hombre que comenzó como fotógrafo en Transporter o Amor y otros desastres, para dar el salto a la dirección de la mano de Luc Besson en Distrito 13 y ahora Venganza. Esa seriedad y esa brillantez la hacen ideológicamente más peligrosa, porque su apología de la violencia se digiere más fácilmente.
Un inicio tranquilo, que nos permite durante veinte minutos conocer a Liam Neeson (un buen agente del gobierno ya retirado), sus amigos, una cantante de moda que en el fondo es buena chica, su ex mujer, el nuevo marido de su ex mujer y, sobre todo, su hija, que con diecisiete años sólo piensa en viajar a Europa para divertirse con su amiga, pese a las reiteradas advertencias del bueno de Neeson, que ha visto mucho mundo y sabe que no debe salirse del sendero… porque ahí fuera hay malos.
Y vaya si los hay, nada más llegar a París podrán comprobarlo: las dos jóvenes son secuestradas por albaneses, drogadas para ser prostituidas (sólo la amiga, que ya no es virgen), vendida al mejor postor árabe (sólo la hija, que sigue siendo virgen), todo ello con la complicidad de los policías franceses corruptos y la participación de fríos hombres de negocios capaces de traficar con cualquier mercancía, sobre todo si lo hacen con nuevos jeques árabes… lo malo es que, como decía el eslogan de la película: “se llevaron a su hija, eligieron al hombre equivocado”.
Con la falta de tacto político del James Bond más rancio y con la habilidad con todo tipo de armas de Jason Bourne, este heredero del más genuino Charles Bronson la emprende a tiros con todo y con todos, siendo fácil rastrear su presencia por el mundillo de los malos por los abundantes regueros de sangre que va dejando.
Si no fuera por la brillantez con que están resueltas algunas persecuciones automovilísticas o por la eficaz actuación de Liam Neeson, uno no dedicaría más de dos líneas a un título cuya torpeza expositiva sólo puede equipararse a algunas concesiones de su guión: casualmente la secuestran cuando está hablando con él por teléfono, casualmente tiene a mano una grabadora, casualmente el albanés que le contesta “buena suerte” es el mismo que se lo dijo por teléfono, casualmente encuentra a un árabe que huye en coche hacia el muelle donde se llevan a su hija, casualmente se ve el reflejo del cebo que secuestró a su hija y a la amiga en una foto y eso le permite iniciar la búsqueda…
Demasiadas casualidades para tomársela en serio. Pero, lógicamente, esto sucede cuando uno se para a reflexionar tras el tobogán que es la última hora de película. Un tobogán en el que los malos son franceses corruptos, albaneses y, por supuesto, árabes. Y el bueno, cómo no, es el americano tranquilo… bueno, tranquilo hasta que le tocan los bemoles, porque entonces Rambo a su lado es un simple aficionado. Tiene gracia que este planteamiento lo realicen unos franceses ansiosos de triunfar en todo el mundo plagiando algunos modelos cinematográficos norteamericanos. Cosas de la globalización, seguramente.
Por cierto, tanto juego de nacionalidades con los malos podría hacernos pensar en cierto tono fascistoide, pero no merece la pena insistir en ello, sobre todo tras repasar casualmente algunos agujeros del guión. Es tan increíble que este tipo vaya, los mate a todos y regrese (eso sí, con una herida en el brazo, para que quede claro que él no es Superman), que la escena final, con la hija decidida a ser buena chica y estudiar música (sí, lo han adivinado, de manos de aquella famosa estrella del rock que en el fondo no era tan mala), ya ni siquiera nos produce sonrojo.
A fin de cuentas, en una exposición tan grosera de lo que significa “el que la hace la paga”, este apunte final no es más que la aguja en el pajar.
