Tim y Walt ¿diferencias irreconciliables?
Aunque lejos de los mejores logros de Tim Burton, hay en este Dumbo mucho más que la simple operación de maquillaje digital y postureo ideológico que acompaña a los nuevos remakes digitales de Disney: estamos ante una simbiosis de intereses en los que Burton y Disney sacan cada uno su parte del pastel y el resultado no es tan malo como algunos se han apresurado a decir… quizá sin dedicar tiempo a prestar atención al film.
Si hay una multinacional del cine que ha sabido adaptarse en todo momento a las modas y movimientos del mundo del espectáculo, esa es sin duda Walt Disney. Tras su entrada en el siglo XXI —cuando algunos auguraban el final de su éxito, por el indudable reinado de los efectos digitales y la animación por ordenador— los descendientes del creador de Mickey Mouse han logrado no sólo subsistir, sino convertirse en el mayor estudio —y el más rentable— de los existentes en la actualidad.
Para ello han realizado auténticos saltos en el vacío… aunque con un filosofía que se está mostrando como una auténtica máquina de hacer dinero: si no puedes derrotar a tu contrincante, alíate con él… o mejor aún: cómpralo y únelo a tu causa.
Su primera adquisición fue la mismísima Pixar, la empresa que cambió el concepto de cine de animación, tanto por sus historias como por su puesta en escena digital. Hoy, Pixar sigue acumulando enésimas partes de sus anteriores éxitos —ya se anuncia Toy story 4—, pero bajo el sello de Disney… que en cierta medida ha fagocitado algo de su mala leche inicial.
(Entre paréntesis: como ejemplo del predominio de lo políticamente correcto baste citar el despido de John Lasseter, el alma detrás de Pixar, por ser un chico malo en el trabajo, sobre todo con sus ayudantes del sexo femenino.)
Después le tocó el turno a Lucasfilm, la creadora de la saga Star Wars, que ha pasado a ser algo así como un tugurio de comida rápida donde no sólo se sirven jugosas hamburguesas originales cada varios años —los episodios VII, VIII y los que hagan falta—, sino que cada personaje que ha desfilado por la saga galáctica tiene derecho a sus quince minutos de gloria —o quizá dos horas—, por lo que hoy es fácil encontrar sagas de Han Solo, Chewbacca y quién sabe si del mismísimo Yoda junior.
Con los superhéroes como protagonistas de gran parte del cine comercial del siglo XXI, que Disney engullera también a Marvel era una cuestión de tiempo. Una vez confirmada la operación, los superhéroes no dan abasto para sus películas individuales y sus apariciones más o menos episódicas en esas reuniones de patio de escuela que son Los Vengadores, donde algunos invitados apenas tienen tiempo de ponerse ante la pantalla verde del chroma y pasar a cobrar el generoso cheque… el resto ya es tarea de los chicos de los efectos especiales.
Entre todas estas operaciones de marketing, con clara vocación comercial, faltaba que Disney pusiera en la baraja sus propias cartas, es decir, que apostara también por refrescar su propio catálogo animado, el de esos «clásicos intocables» con los que hemos crecido varias generaciones.
Y una vez comprobados los buenos resultados de Alicia en el país de las maravillas —precisamente dirigida por Tim Burton, del que hablaremos unas líneas más abajo—, la caja registradora sigue echando humo con todos los títulos de su catálogo, ya sean de animación tradicional o con variantes de cualquier tipo.
Resulta curioso constatar que antes de Dumbo se proyectan dos tráileres de otras tantas nuevas versiones —con personajes reales y animación digital— de dos de esos clásicos musicales animados que creíamos intocables: El rey León y Aladdin. En el primer caso, las imágenes vistas en el tráiler casi son las mismas, plano por plano, que en el film original; en el segundo, casi hubiéramos agradecido que fueran las mismas… así nos habríamos ahorrado a un Will Smith que sigue sin encontrar el camino del éxito personal. O sea, hay negocio para rato.
Que en ambas se acuda a bandas sonoras sobradamente conocidas y exitosas —que se repiten en estas nuevas versiones, aunque imaginamos que con algunos retoques digitales y algún extra para optar al Oscar a la mejor canción— nos lleva a pensar que no hay un afán de actualizar nada, simplemente dar «gato por liebre» y que sigan pasando hijos, nietos y bisnietos por taquilla. Leves retoques digitales bastan para cobrar una y otra vez por la misma historia… es lo que tiene el público con memoria de pez que hoy llena las salas de palomitas, cocas, colas y móviles encendidos en plena batalla.
Sin embargo, algún título de esta operación comercial sí ha ofrecido pequeñas novedades… por ejemplo este Dumbo firmado por Tim Burton que no es, digámoslo ya, tan malo como aseguran algunos, aunque tampoco está a la altura de los mejores títulos del creador de Eduardo Manostijeras, Bitelchús, Ed Wood, Big Fish o Pesadilla antes de Navidad.
¿Es un pájaro, es un avión…?
Los remakes programados por Disney, con toda la animación tradicional ahora reconvertida en imagen real —o digital— tuvieron uno de sus primeros grandes éxitos con Alicia en el país de las maravillas (2010) que fue algo así como el regreso del hijo pródigo a casa. Recordemos que Burton había sido animador de Disney —en Tod y Toby pintaba fondos y animaba algún personaje—, pero sus cortos no habían gustado en Disney —en especial Frankenweenie—, así que se fue a buscarse las habichuelas a otra parte.
Que Burton no acabó demasiado satisfecho con este regreso a casa —más allá del talón, se entiende— lo demuestra su desvinculación de la segunda parte (Alicia a través del espejo, 2016), en la que sí repiten el mismo equipo de intérpretes, técnicos y, en fin, el aire de «film de Tim Burton» sigue estando en una secuela por lo demás tan descafeinada como cabía imaginar.
Sin embargo, la llamada de Disney escondía segundas partes y, a veces, éstas sí son buenas. Así, Burton pudo desquitarse de su etapa anterior y rodar una versión ampliada de su clásico Frankenweenie (2012), respetando el blanco y negro y la técnica del stop-motion de su corto original. Capricho, travesura, ajuste de cuentas o simple operación para recuperar su propia dignidad, la película no llenó las arcas, pero sí devolvió a Burton algo de su amor propio.
Y acabó por sellar una colaboración que se mantiene hasta hoy, aunque por el camino Burton ha tenido que pagar un precio alto: algunos de sus toques de mala leche, su humor macabro, sus finales tristes y, en fin, la amargura de sus historias han dado paso a esos «finales felices» tan propios del tío Walt.
La pérdida crítica de Burton se suma al evidente retoque ideológico que están sufriendo los clásicos de Disney con su adaptación al mundo digital: ya no valen los postulados del siglo XX, así que se quitan, se maquillan o directamente se cambian las ideologías de los protagonistas… y así las nuevas generaciones siguen pasando por caja.
En el Dumbo original de 1941 había comentarios racistas (los cuervos), machistas, sexistas, violencia descarnada, sadismo… y todo ello en una peli de apenas 65 minutos y de dibujos animados. Nada de eso vamos a ver en esta nueva versión, o si lo vemos será con un enfoque mucho más políticamente correcto. Como mucho, alguna lágrima fácil antes del final feliz.
Porque esa es precisamente la gran operación que está realizando Disney con estas nuevas versiones: lavar su imagen del siglo XX, adaptándose a los postulados políticamente correctos del siglo XXI.
¿Y son incompatibles uno y otro?
No. En absoluto. Más allá de los postulados económicos e ideológicos de Disney, aquí podemos disfrutar de los mundos de Tim Burton: esos marginados que heredarán la tierra… o al menos una porción de ella, lo suficiente para sobrevivir. Aunque, como ya sucediera con la operación en torno a Alicia, ahora repetida, Disney puede más que Burton y parece imponer ese toque ingenuo, pero sobre todo, el final feliz… así que este cronista echa en falta de mala uva que caracterizaban a esos protagonistas que iban desde Bitelchús o el Joker a Eduardo Manostijeras, Sleepy Hollow y otros personajes inolvidables.
También tenemos el circo, un espacio que ya estaba presente en Batman vuelve y, sobre todo, en Big Fish. Las dos con un tono más sombrío, propio del primer Burton… el más interesante. Aquí es el lugar perfecto para recuperar esos seres monstruosos con un punto de encanto, que tanto gustan a Tim.
Y, por supuesto, tenemos algunos personajes reconocibles para el habitual consumidor del cine burtoniano: hemos hablado del marginado por ser distinto, pero también habría que recordar al grupo que abandona a los que no son como ellos… esa sociedad miserable, gris, violenta, oscura, que mira para otro lado y rechaza lo que tiene un color distinto —o unas orejas mayores—, aunque en cuanto descubre algún valor en lo diferente no duda en aprovecharse de ello. Con recordar la «correcta sociedad» que rodeaba al ingenuo Eduardo Manostijeras se entiende de qué grupo humano hablamos.
Llegados a este punto, no hay que olvidar que Burton cambia la historia original para introducir una novedad importante, quizá el elemento de mayor interés de Dumbo: la similitud entre la familia de elefantes —madre e hijo separados y maltratados por la vida— y la familia real, la que encuentra el padre (Colin Farrell) cuando regresa a casa tras la guerra y descubre que ha muerto su mujer y sus hijos han tenido que aprender a sobrevivir. Una herida que queda reflejada en el brazo que le falta y que le impide ser el jinete que siempre había triunfado en un circo hoy ya superado. Dos familias desestructuradas y unidas en su lucha por la supervivencia.
Y si de novedades hablamos, tampoco hay que olvidar ese juego de auténtico metacine con Dreamland, un claro «homenaje» (o quizá advertencia) a Disneyland. Un trasunto del histórico Mr. Barnum, llamado aquí Vandemere e interpretado de forma caricaturesca por el que fuera Batman burtoniano, Michael Keaton —o sea, el malo de la función— crea un mundo feliz que es un claro reflejo del creado por el tío Walt. Pero todo es apariencia, detrás de esa fachada hay tristeza, afán de negocio y personajes maltratados, explotados y miserables.
Una idea atractiva puesta en un film de Disney. Aunque Burton no aprieta demasiado las tuercas y su crítica al falso brillo de Disneyland —perdón, queríamos decir Dreamland— se queda en algo ligerito: que no pase desapercibido, pero sin meter el dedo en la llaga.
Un ejemplo más de ese cierto desequilibrio que preside este Dumbo, donde los ataques al capitalismo —con el dueño de Dreamland— no acaban de pasar de lo políticamente correcto, como tampoco va más allá el pretendido mensaje en defensa de los animales y en contra de su uso y explotación en los circos hoy en día. Suena más a moda y lavado de cara que a auténtico discurso convencido.
Por lo demás, tenemos el diseño de personajes, vestuario, maquillaje… y la música de Elfman, todo en la línea del Burton típico, aunque también tópico por momentos. Un mundo reconocible, una nota de autor, es como la firma de un director que por momentos también se permite algunos juegos con los nombres (los Médici, en realidad uno solo, el promotor del circo interpretado por Danny de Vito) y algún autohomenaje: detalles con los que consigue una sonrisa en el público habitual de su cine.
Aunque todos estos pequeños toques no permiten al film levantar el vuelo con la claridad de su protagonista… al menos este Dumbo tampoco se hunde en el foso de la mediocridad y la indiferencia absolutas que acompañan buena parte del nuevo Disney digitalizado del siglo XXI.
Escribe Mr. Kaplan