Abril (3)

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Paisajes emocionales

Ya desde los obreros saliendo de la fábrica, el cine fue el resultado de la voluntad de contar historias con imágenes. El objetivo era que aquello que se quería contar llegase de la forma más clara y más directa, y para conseguirlo las imágenes se ponían al servicio de ese fin. La acelerada transformación que experimentó el lenguaje cinematográfico sirvió sobre todo para que la narración ganara en claridad, esto es, para que lo que se contaba llegara de manera más efectiva al espectador.

Pero la narración, aún manteniéndose en el centro de los intereses fílmicos, fue dejando con el tiempo espacios a otros objetivos, y de esta manera se abrió paso el discurso sobre las emociones, en el que lo esencial era la plasmación de un estado de ánimo personal, geográfico o social, que a su vez utilizaba la historia subyacente como instrumento para un propósito que la trascendía.

Y, finalmente, en un giro autorreferencial, el cine desdeña la función transmisora de algo ajeno a su existencia para hablar de su propio lenguaje, de sí mismo como herramienta, sin importar la utilidad externa de dicha herramienta. Ya no cuentan las historias, emociones o ambientes que se transmitan, si es que aún eso ocurre, sino los procedimientos que el arte cinematográfico desarrolla para hacerlo.

Viene todo esto a cuento de Abril, el segundo largometraje de la directora georgiana Dea Kulumbegashvili (el primero fue Beginning, ganador de la Concha de Oro del Festival de San Sebastián en 2020), donde, más allá de la función narrativa explícita, se desarrolla la construcción de un paisaje alrededor de una mujer y de un lugar.

La historia que nos cuenta es la de una prestigiosa ginecóloga quien, al margen de su trabajo en el hospital, se dedica a realizar abortos clandestinos en las aldeas de su entorno, práctica que, aunque legal en el país, está sometida al rechazo social y familiar, y esconde situaciones de abusos sobre las mujeres, temerosas de que salgan a la luz. La muerte en el parto de un niño desata una investigación y la posibilidad de que se conozca la actividad paralela de la médico, con el consiguiente descalabro para su carrera.

La crudeza de lo que ocurre en ningún momento resulta escatimada. Las imágenes del parto, la cesárea y, un poco más veladas, las del aborto, se corresponden con las de la muchacha sordomuda a quien se le niega cualquier capacidad de decisión, e incluso con las de la propia protagonista, víctima de la violencia física y de la amenaza que sus superiores plantean para su continuidad en el hospital.

Pero con ser el hilo conductor de la película, no es el eje sobre el que giran las imágenes. Más allá de la trama, que no supera en exceso la categoría de anécdota, por mucho que a ella se hayan agarrado la mayoría de los comentaristas, la directora traza el perfil de una mujer, su situación vital, y se sirve para ello de un marco que favorece de manera espléndida su construcción.

La manera en que aborda la situación resulta ya reveladora desde el inicio. Al margen del preámbulo, con el cuerpo de la mujer envejecido y machacado, innecesario para señalar algo que a lo largo de la película será capaz de exponer por otros medios, el larguísimo plano de la lluvia nos muestra que las imágenes van a trascender la función narrativa para ir elaborando un estado de ánimo. El recurso a los planos alargados (el campo de amapolas, el silencio tras la acusación, la tormenta…) dejan de lado aquello que se está contando para centrarse en una especie de tiempo detenido que es en el que está viviendo la protagonista.

La película va a ir construyendo la atmósfera que la envuelve, y con ello describiéndola más allá de sus actos. Sabemos que vive en una soledad voluntaria, ocho años sin nadie, y, sobre todo, ocho años desde que abandonó a su compañero de trabajo, sin ofrecer una explicación que justificase su decisión.

Nina se aparta de la sociedad como apartada queda en los planos en los que interviene, sea en la reunión con sus colegas y el padre del niño muerto, sea en los numerosos diálogos en los que se rehúye el habitual plano-contraplano para mostrar a su interlocutor mientras ella permanece fuera de imagen, correlato ajustado a su propia desaparición, o, cuando el caso es el inverso, de la reclusión, y en cierto modo también acoso, a la que es sometida. Su actividad abortiva clandestina también forma parte de su borrado de la sociedad.

Los recorridos que repite en coche a la búsqueda de sexo esporádico con desconocidos, sin ningún criterio aparente en la selección de sus parejas, violencia al margen, más que paliar acentúa su situación. La frialdad con la que procede, y que las imágenes recogen perfectamente, no la redime, y su forma de actuar no está encaminada a escapar de su forma de vida sino a consolidarse en ella.

La película es un relato nocturno, y esa oscuridad es tanto externa como interna

La película es un relato nocturno, y esa oscuridad es tanto externa como interna. Amén de las estancias en su casa con la luz apagada, sus paseos en coche suceden por la noche, muchas veces bajo la lluvia, y casi siempre por entornos degradados, los cuales ofrecen, además de un paisaje físico, un tono moral, ese al que la protagonista se abandona. La luz del hospital, su posible vía de escape, tiene la frialdad metálica que evita hacer de él un lugar acogedor. Allí, deambulando por los solitarios pasillos, Nina se encuentra, una y otra vez, con un entorno hostil.

La película es también, en apariencia, una película silenciosa. Los personajes apenas hablan, y cuando lo hacen es casi siempre en susurros… Se tiene la constante sensación de que algo ha quedado por decir, de que el sigilo se corresponde con una ocultación. La muchacha sordomuda, ninguneada por su familia por el mero hecho de serlo, con las consecuencias trágicas que finalmente acontecerán, es una buena metáfora de lo que ocurre.

Esos silencios son casi siempre agresivos. En primer lugar por la tensión que introducen (como el que se produce entre la doctora y el padre del neonato muerto una vez se quedan solos), y en segundo lugar por el sonido ambiental que se puede percibir, plagado de ladridos de perros, mugidos de vacas, relojes que van marcando con terquedad el paso del tiempo, o la lluvia constante. De nuevo, el mundo agazapado y amenazante.

Como en un juego de espejos, la película es también una reflexión sobre la mirada. Los espectadores miramos a esta mujer, quien a su vez mira lo que le rodea, al tiempo que ella es mirada en la misma medida. El punto de vista es un aspecto clave del filme, que se corresponde con la posición de la cámara y la composición del plano. Nina nos cuenta su historia, pero esta historia es también contada por quienes interactúan con ella.

Abril es, en definitiva, un riguroso ejercicio cinematográfico. Transita caminos incómodos, más por su sintaxis incluso que por su contenido, y justo por eso expresa un compromiso ejemplar con el poder de las imágenes.

Escribe Marcial Moreno