La otra cara del amor
Sospecho que esta película no tendrá excesivo recorrido en los multicines de centro comercial. Pero si se proyecta en ellos quizá el título confunda a alguno de esos que conciben el cine como un mero receso entre compra y compra, y que eligen la película que van a ver cinco minutos antes de adquirir la entrada. Es posible que el título les lleve a imaginar uno de los habituales culebrones televisivos trasladados a la pantalla, y una historia de jovenzuelos (no han de fijarse en el cartel anunciador) rebosante de hormonas con final previsto y realización no menos reiterada. Si alguien comete ese error la decepción va a ser mayúscula.
Y sin embargo el título hace justicia a la película. Es más, pocas veces ha sido retratado el amor con la profundidad y el rigor con los que aquí se hace. Y no se pronuncia nunca un “te quiero” o un “me gustas”, y no aparece un solo beso en la pantalla, pero cada fotograma está impregnado de la emoción de este sentimiento. Es el amor llevado al límite, el amor en estado puro, cuando ya nada lo justifica, cuando se adivina el final, cuando se sabe que no ofrecerá ninguna recompensa. Y aún así se asume hasta sus últimas consecuencias.
Al inicio de la película aparece Anne muerta y rodeada de flores, y seguidamente introduce el título de la película: Amor. Eso es también lo que se nos mostrará, el eterno combate entre el amor y la muerte, la lucha del amor por vencer a la muerte, la toma de conciencia del fracaso al que está abocada esa batalla, el acompañamiento del amor en el trayecto que conduce a la muerte y, a la manera de Quevedo, el triunfo del amor más allá de la muerte.
No es un amor cualquiera el que la película nos muestra. Es un amor que podríamos llamar antiguo, de los que ya no quedan, de esos que los jóvenes de ahora ni entienden ni practican. Antiguo como la casa que acoge a esos amantes.
Con una maestría inconmensurable, Haneke muestra el contraste entre esos amores en dos secuencias magistrales, como tantas otras que recorren la película. Ambas nos remiten a sendas conversaciones con Isabelle Huppert, tan espléndida como siempre. En la primera habla de su marido y sus infidelidades, y cuando es preguntada sobre si le quiere, responde que cree que sí, en una muestra de inanidad que confiere al amor de sus padres una densidad desconocida para ella. Lo cual queda confirmado en la segunda de las escenas, cuando la hija, alarmada, pretende una conversación con su padre que resuelva el problema que ella observa. La respuesta del padre, la contundencia y la seguridad con la que es pronunciada, el desarme que provoca en la hija, dibujan el insuperable hiato entre sus respectivas concepciones del amor.
Para contarnos esta triste y dolorosa historia, pero no por ello menos luminosa, Haneke recurre a un estilo de una sobriedad, de una austeridad, pero al mismo tiempo de una precisión, sobrecogedoras. Al modo de un cirujano sajando los tejidos de un enfermo nos va mostrando, sin ocultarnos nada, todos y cada uno de los pasos en el proceso de degradación, y también de sublimación, de los amantes. Y además sin ninguna redundancia. Cada plano, cada imagen, añade un elemento más a lo anterior, es un pequeño paso, una pequeña información que va completando el retrato final. Y así se consigue atrapar al espectador hasta el punto que las dos horas que dura la película transcurren en un suspiro.
El tono utilizado es casi documental. El propósito es mostrar lo que ocurre sin renunciar a nada, sin olvidarse de nada, y para ello la cámara se esconde dejando, a través de largos planos, que sean los actores quienes lleven el peso del relato. Actores inconmensurables, que nos hacen pensar en cuántos de esos actores han quedado malogrados por no haber tenido quien los dirigiera adecuadamente, o por no haber tenido un proyecto a su altura. Trintignant ha tenido la suerte de poner un final a su carrera de un nivel que pocas veces se ha visto en una pantalla. Con Emmanuelle Riva, a pesar de su larga trayectoria, descubrimos entusiasmados a una actriz a la que hemos echado de menos muchos años sin saberlo.
Todo es de una claridad absoluta en la película. Apenas hay metáforas, y las que hay resultan cristalinas. No encontramos ninguna ostentación, ningún plano enfático, ningún intento por dejar la marca del autor. Es la sencillez llevada a su máxima expresión, dotada de una densidad imposible de superar, elevada, en definitiva, a las más altas cumbres de eso que llamamos arte.
Y todo ello plagado de escenas memorables. Casi cada plano lo es. Lo es, por ejemplo, el modo en que se filma el paso del tiempo, la demora en ese paso, intercalando entre las duras escenas cotidianas la reflexión silenciosa de ambos, en la cama con los ojos abiertos, o con el libro olvidado en el regazo mientras se escucha la música que inevitablemente se escapa, tomando conciencia del final que se acerca. O la soledad que los atrapa, sugerida por los reiterados planos de la casa vacía, en penumbra, metálica.
La película está hecha también de contrastes. Lo advertimos en la agitada vida de la hija acompañando a su marido de concierto en concierto mientras ellos permanecen atrapados en su casa y en sus cuerpos. Se retoma en la visita del joven músico y antiguo alumno lleno de proyectos, incluso a años vista, cuando en ellos todo es pasado (qué magnífico plano el de ella repasando las fotos de su juventud). Y se sufre en la trivialización de la vejez y la degradación que conlleva por parte de la enfermera, quien cruelmente pisotea la dignidad de la enferma. Esa escena conduce a otra antológica, la de Trintignant encendiéndose pensativo un cigarrillo tras haberla despedido.
La degradación física y mental, aunque dolorosa, no suscita la rebeldía. Es asumida, aceptada como inevitable. Es además compartida. No sólo es ella la que se consume. Él, si bien en menor medida, también lo hace. Y una vez más es un breve apunte el que nos ofrece su verdadera dimensión. Cuando ella cae de la cama él corre a socorrerla. O mejor dicho, pretende correr, porque es incapaz de avanzar con la rapidez que desearía. Esos breves segundos en los que la cámara nos muestra el trayecto hasta su mujer, el ansia insatisfecha por acelerar su paso, contiene toda la tragedia de la película.
Y tenemos también la bofetada amorosa. Sí, amorosa, surgida del amor. El amor que pretende salvar la vida de la enferma en contra de su propia voluntad, y que abre así una profunda reflexión sobre los límites del amor. ¿Ama más quien respeta la voluntad ajena aún a costa de aceptar su perjuicio? ¿O por el contrario estamos legitimados para desoír esa voluntad en favor de valores supuestamente superiores? Esa es la reflexión que él hace y que le conduce finalmente al asesinato.
Pudiera parecer que existe una continuidad entre la bofetada y la asfixia, pero es justo lo contrario. Mientras que la agresión inicial viene dada por la no aceptación de su voluntad de morir, por un querer aferrarla a la vida aún en contra de sus deseos, finalmente lo que ocurre es el reconocimiento y aceptación de esos deseos, en un acto último de entrega.
Se agotan los calificativos para describir el final, los finales de la película. Observamos cómo el amor calma el dolor. Nos retrotraemos al seno materno que nos protege, y que en cierto modo se ha intentado reproducir. Observamos cómo la pérdida es asumida sin estridencias, sin dramas, como lo inevitable y largo tiempo esperado. Y vemos cómo Georges abandona la casa una vez cumplida su tarea, pero no lo hace solo, sino que le acompaña el recuerdo de ella, la imagen nítida, plena y serena de quien fue su gran amor. De quien sigue siéndolo. Y al final la hija llega al lugar que fue de sus padres, y reflexiona, y nos invita a reflexionar con ella sobre lo que acabamos de ver.
Haneke ha rodado una verdadera obra maestra. Posiblemente la mejor película de este siglo, y sin duda la mejor de cuantas integran su filmografía, lo cual no es poco para un autor con varias obras maestras en su haber. Aquí se ha despojado de todo artificio y ha ido a la esencia del cine, sin reservarse ningún as en la manga. Con esta película Haneke entra, si no lo estaba ya, en la leyenda.
Escribe Marcial Moreno
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Monográfico dedicado a Michael Haneke
Título | Amor (Amour) |
Título original | Amour |
Director | Michael Haneke |
País y año | Francia, Austria y Alemania, 2012 |
Duración | 127 minutos |
Guión | Michael Haneke |
Fotografía | Darius Khondji |
Montaje | Nadine Muse y Monika Willi |
Distribución | Golem |
Intérpretes | Jean-Louis Trintignant (Georges), Emmanuelle Riva (Anne), Isabelle Huppert (Eva), Alexandre Tharaud (Alexandre), William Shimell (Geoff) |
Fecha estreno | 11/01/2013 |
Página web | http://www.golem.es/distribucion/pelicula.php?id=277 |