El tiempo de las palabras

¿Qué queda de un hombre cuando muere? El arranque de la penúltima película de Richard Linklater responde a esta cuestión. Sobre la imagen de Lorenz Hart derrumbado en un callejón bajo la lluvia, unos días antes de morir, una emisora de radio hace su obituario repasando los momentos estelares de su vida, letrista de infinidad de canciones junto al músico Richard Rodgers.
Su obra, por tanto, le sobrevive. Aunque en realidad habría que decir que lo que permanece es la recepción de esa obra, lo que la sociedad, representada aquí por el altavoz del medio de comunicación, ha decidido preservar de ella.
Pero con ello sólo se está en la superficie de lo realmente interesante. La cuestión latente atañe a la relación del creador con su obra, a la manera en que esta identifica a aquel, incluso a la manera en la que lo construye y, también, lo destruye. Hart muere con el recordatorio de lo que hizo, como si sobre él cayera una losa que lo aplasta.
A tratar de esta situación más compleja se dedica el resto del metraje de Blue Moon (título de la que es quizá su más famosa canción, aunque al autor no le guste). En un flashback que nos lleva siete meses atrás, veremos al protagonista durante hora y media, sin saltos temporales (excepto el mínimo que lo lleva del teatro al bar donde transcurrirá la acción), ir despojándose poco a poco de las capas que lo protegen, mientras asiste al entusiasmo por el éxito de Oklahoma!, obra para la que el músico prescindió de su trabajo y lo sustituyó por Oscar Hammerstein, cosechando, paradójicamente, su mayor éxito.
Lo que sigue es una reflexión sobre el éxito y el fracaso, la persona y el personaje, el tiempo pasado y lo que adviene, y, por encima de todo, el valor y la miseria de las palabras, el carácter vampírico de una herramienta que, al tiempo que comunica, aísla.
Durante toda la primera parte veremos a un Hart orgulloso de sí mismo. La confianza en su genialidad es tal que no tiene reparo en despreciar todo aquello que no está a la altura, y que en este caso se focaliza en el libreto de la obra que acaba de estrenarse, objetivo de sus burlas más mordaces. Entre sus pares, si acaso, estarían los clásicos, Casablanca a la cabeza. Al fin y al cabo, ya no se escribe como antes. Y Hart está empezando a ser uno de los de antes.
Pero más que ingenioso, Hart se revela como esclavo de las palabras. Su forma de relacionarse es un continuo esfuerzo por encontrar el término justo y deslumbrante, la frase incisiva, la sorpresa que deje patente su genialidad. De algún modo, se ha convertido en prisionero de su personaje. Ya no es una persona que escribe, sino que esa escritura lo ha ido modelando hasta hacer desaparecer a quien le subyace. Y ahora, cuando su trabajo ya no es requerido, se reduce a la nada.
El contraste entre lo que fue y lo que se anuncia está diseminado por toda la película. Desde un mensajero que no bebe mientras trabaja, cuando para Hart es imprescindible hacerlo para poder producir, además de que no conoce sus canciones, excepto la que él considera la peor de todas, hasta el propio aspecto físico, con el decadente Hart frente al joven y pujante Rodgers.
Este contraste se llevará a su máxima expresión en su relación con la jovencita Elizabeth, una esperanza más impostada que real sobre sus posibilidades amatorias, y que Linklater presente con toda su liviana crueldad, haciendo que la joven le cuente al viejo pretendiente las relaciones sexuales mantenidas con su enamorado, la ilusión que siente por él, y el desengaño por no ser correspondida, mientras que Hart ve pasar por su lado todo lo que él desearía, sin ni siquiera ser tenido en cuenta por la joven. No hay dramas, hay algo mucho peor: la constatación de que él ya no está en ese juego.
A partir de la mitad de la película se va produciendo el desnudamiento del escritor. Linklater quiere perforar su imagen cínica para mostrar a la persona desamparada que habita bajo ella. El éxito del musical que acaba de estrenar, tan despreciado por Hart, conduce a la solicitud, casi súplica, de una nueva oportunidad, de retomar el tándem antaño exitoso, sin percibir que lo ocurrido es su acta de defunción.

Durante los agasajos a la compañía, Hart permanece al margen sin entender lo que ocurre. La distribución espacial alza como una barrera invisible entre él y los recién llegados, la cual nunca llega a romperse de verdad. El escritor mira con incredulidad lo que está ocurriendo, sin que ni siquiera los elogios que recibe del nuevo letrista sirvan para introducirlo en ese nuevo modo de hacer las cosas. Hart es una reliquia del pasado. Valiosa, sin duda, pero ya inservible. Es un recuerdo de lo que fue y no volverá.
La puntilla proviene de Elizabeth, quien, ignorando su genio, se suma a la ola que Rodgers representa y que le promete un futuro. El intento desesperado, y patético, de Hart por retener a la chica, con el recordatorio de la mujer de Rodgers, es el último clavo en su ataúd.
Finalmente quedará excluido de la fiesta del estreno, y la que a su vez él publicita en su casa pasa desapercibida. Linklater, aunque se ha puesto a sí mismo muchas limitaciones a la hora de rodar, dada la unidad espacio-temporal a la que se somete, sitúa la fiesta en el piso de arriba, al cual Hart no va a acceder, y nos lo muestra bajando las escaleras, descenso que alude no sólo a la lejanía del éxito, a la separación de un mundo que no es el suyo, sino también a su hundimiento personal. El niño, prometedor escritor de musicales, es el recurso para indicar la manera en la que se presenta el futuro y el lugar («divertido») en el que quedará recluido el talento trasnochado de Hart.
Mantener el ritmo de la película es una tarea compleja. Todo descansa en la genialidad del protagonista, la cual deriva en más de una ocasión en manierismo, seguramente buscado, por cuanto lo expuesto está a caballo entre el hombre y su imagen, la cual acaba fagocitando al primero. Hart es lo que dice, y lo que dice, siempre frases hechas y epatantes, construye una caricatura con la que el director se siente satisfecho.
Que nos cuente el final de su vida y no su etapa gloriosa, que resuena como un apagado eco (por medio de noticiarios, críticas y recuerdos), da cuenta de lo que es y pretende esta obra a la que hay que reconocerle, al menos, unos logros estilísticos encomiables.
Escribe Marcial Moreno | Fotos Sony Pictures España