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Sueño sabroso
Escribe Gloria Benito
Abdellatif Kechiche construye su tercer filme, La graine et le mulet, aunando las sensaciones gastronómicas con los sentimientos de amor y solidaridad de un grupo de inmigrantes norteafricanos para lograr un sueño que les permita sobrevivir: la transformación de un viejo barco de carga en un restaurante especializado en cuscús.
La acción se desarrolla en Sète, un turístico y pintoresco pueblo del Languedoc situado entre la laguna de Thau y el mar Mediterráneo. Pero la película no transcurre en las atractivas calles bañadas por los canales que atraviesan la villa, sino los barrios cercanos a destartalados muelles llenos de chatarra y deshechos, donde trabajan los obreros e inmigrantes que desmantelan o restauran viejos barcos.
El argumento arranca con el previsible despido del personaje principal, Slimane (Habib Boufares), el veterano y apesadumbrado patriarca de una amplia prole compuesta por los hijos y nietos de su primera esposa y su segunda esposa y nuera (Hafsia Herís). La gran familia se reúne semanalmente alrededor de un humilde pero sabrosísimo cuscús de pescado, variación gastronómica obligada por la precariedad económica de la familia, que se ve abocada a consumir cantidades astronómicas de mulet o mújol, lo que justifica el título original del filme.
En esta ocasión, el director huye del discurso de sus dos producciones anteriores, en los que relacionaba la cultura literaria francesa con los problemas de los inmigrantes africanos más o menos integrados en el país. Si en La faute à Voltaire (2000) trató las contradicciones entre el concepto de libertad y la realidad de la inmigración, y en L’esquive (2005) analizó el amor adolescente de dos inmigrantes parisinos del extrarradio con palabras de Marivaux, ahora se limita a mostrar las relaciones entre los miembros de la familia, con sus luces y sus sombras, que tejen un complejo tapiz de sentimientos y realidades que componen un universo coral en el que confluyen hijos, nueras, yernos, nietos y amigos del barrio.
La comida es el motivo que aglutina a los personajes, y la sensualidad con la que la disfrutan se convierte en un elemento fundamental de la tradición y la cultura norteafricanas. También es el cuscús lo que impulsa a todos a participar en un proyecto en el que se haga posible hacer realidad un sueño de cooperación, solidaridad y supervivencia.
Pero no nos engañemos: el gusto por saborear el popular y suculento plato es sólo el pretexto para plantear una profunda reflexión sobre las relaciones humanas y los comportamientos y formas del amor como motor de un proyecto material y vital. Es de admirar cómo se describe la entrañable relación, llena de guiños y complicidades, entre Slimane y la hija de su segunda esposa, que desemboca en la sensual y vigorosa danza del vientre –casi en tiempo real– del final de la película.
El final abierto no molesta en absoluto, pues es coherente con la finalidad que persigue el director de un filme más descriptivo que narrativo, y que, por lo tanto, no necesita un desenlace. Es magistral el uso de la cámara que sigue los rostros de los personajes en la gran comida familiar, emulando el lenguaje del documental, para reproducir el caos sonoro y visual de los gestos y voces de los comensales que se chupan los dedos entre risas y miradas.
La acción es deliberadamente lenta en este discurso descriptivo, que transmite al espectador sensaciones gustativas y olfativas adobadas con conversaciones fragmentadas que se entrecruzan como en la vida real. La comida en la casa familiar es el preludio de la que vendrá después, más social y definitiva.
Una película en la que lo que importa más lo que se ve que lo que pasa. Un filme para disfrutar, degustar y pensar.
