Dance first (2)

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Beckett se confiesa a Beckett

James Marsh ha conseguido, amén de algunos documentales interesantes como Wisconsin Death Trip (1999), Man on Wire (2008) o Proyecto Nim (2011), películas de calidad como La teoría del todo (2014) o Un océano entre nosotros (2018).

Ahora, este director y documentalista británico nos obsequia, no sin cierta intrepidez, con una película biográfica al modo Hollywood de ese gran escritor, novelista, poeta y dramaturgo irlandés que fue Samuel Barclay Beckett, nacido en 1906 en Foxrock, Dublín, y fallecido en 1989 en París.

Beckett derribaría muchas convenciones del relato y del teatro contemporáneo, habiéndose dedicado, entre otras, a desprestigiar la palabra como medio de expresión artística y creando una poética de imágenes, tanto escénicas como insertas en la narración literaria. Elementos rompedores en su momento, que fueron claves para las artes dramáticas y filmográficas contemporáneas.

Una característica que entiendo positiva de esta obra es la brevedad, en un género que tradicionalmente es excesivo. En cien minutos, recorre los eventos y alianzas clave en la vida del dramaturgo irlandés, encontrando tiempo incluso para algunas reflexiones metafísicas interesantes.

Beckett vivió una vida rica y compleja a la que no faltaron etapas y recovecos a cuál más interesantes. Y el filme es una especie de anatomía de su infelicidad a través de una procesión de episodios, tomados a veces con crudeza, otros con gracia, interpretados con inteligencia, pero que no alcanzan a tener la sutileza de prosa de Beckett.

Beckett, un escritor polifacético (novela, poesía), que fulgió sobre todo como dramaturgo. Un personaje literario influenciado por genios de la talla de James Joyce, Albert Camus, Oscar Wilde, Eugène Ionesco, el pensador Gilles Deleuze o el psicoanalista Carl Gustav Jung.

Beckett ganó el Premio Nobel de Literatura en 1969, «por su escritura, que, renovando las formas de la novela y el drama, adquiere su grandeza a partir de la indigencia moral del hombre moderno».

Premio Nobel y huida con el dinero

Beckett, a pesar de tanta adulación recibida, era un hombre consciente de sus propios defectos. Tras haber sido galardonado con el Nobel, avergonzado, sencillamente quería deshacerse de él.

Comienza el filme con ese Beckett en crisis a quien le van a dar el Nobel de Literatura. «¡Qué catástrofe!», le murmura a su esposa Suzanne, mientras lo convocan al escenario para recibir el galardón. Samuel sube, recoge un sobre y acaba escapando en forma surrealista de la ceremonia, pero llevándose el dinero del premio.

Pasando por alto el podio, sube por la escalera lateral del escenario hacia la rejilla de iluminación, desapareciendo en un túnel de salida que se expande hasta convertirse en una caverna pedregosa y resonante donde otro Beckett lo espera solemnemente.

Lo que sigue es una mordaz conversación entre los dos Beckett (uno autor recriminatorio, el otro más maliciosamente irónico). Es una especie de diálogo ante un confesor, frente a un doble; uno, yo alegre y mundano con suéter de cuello alto y chaqueta, el cual pregunta (se pregunta) con melancolía, a quién o quiénes debería darles el dinero del premio. Esto enmarca e introduce las diversas etapas de su pasado.

Hay, para el personaje, un listado de culpas y personas vinculadas a este sentimiento, y este es el punto de partida de la historia. Viene entonces el tiempo de los flashbacks, que sirven para tomar perspectiva sobre los sucesos y encajar biográficamente los elementos de esta historia.

Diseñadas como tributo a la obra más famosa del escritor, Esperando a Godot, las secciones que vendrán evocan a Beckett en su forma, pero resultan demasiado esquemáticas y literales para conseguirlo. Lo que los dos Beckett en liza deciden es elegir la figura de su pasado más merecedora del dinero del premio. Esto implica un viaje por el recuerdo.

Ganar el Premio Nobel… un auténtico desastre.

Infancia

La primera parada es la infancia de Beckett en los suburbios de Dublín, donde se alimenta el amor del joven por la poesía y por su amable padre William (Barry O’Connor), pero desafiado por su severa madre, May (Lisa Dwyer Hogg).

En la infancia de Samuel el filme destaca la figura de un padre con el que sintonizaba a todo nivel, incluido lecturas o juegos por el campo. Sin embargo, su madre aparece como una mujer fría, dura, agresiva y colérica con la que Samuel no encuentra cobijo ni ayuda, sino rechazo y malas palabras.

En sus escritos Beckett demoniza a su madre. Incluso le dice: «el mundo entero eres tú», para evidenciar el mal ambiente en el que vive, lo cual se agudiza tras la muerte de su padre, su único valedor.

En el lecho de muerte, su padre, conocedor de sus dificultades y desencuentros con la madre no duda en repetirle tres veces: «lucha, lucha, lucha».

La despedida

Cuando el padre, William, muere, el último sentido de lealtad del joven hacia el hogar se va con él.

No tarda mucho en tomar la decisión de marchar a París, lo cual le comunica a su madre durante una cena, y añade: «“espero no volver nunca». A lo cual su madre, con su mala onda habitual le increpa: «el continente está poblado casi en su totalidad por lo sexual».

Conversación y escena que ponen de manifiesto que la madre rivaliza con su Samuel, amén de ocultar sibilinamente su tendencia a abducirlo y controlarlo, en lo cual fracasa.

En sus escritos Beckett demoniza a su madre. Incluso le dice: «el mundo entero eres tú».

En París

En la Ciudad de la Luz, Beckett, con veintitantos años (interpretado por un delgado y entrañable Fionn O’Shea), se las arregla para trabajar como asistente de James Joyce, cuya familia prácticamente lo adopta. Hay intercambios con Joyce, a los que Gillen da un aire de perspicacia, tienen tensión y chispa intelectual.

De modo que tenemos a un Aiden Gillen, en una divertida encarnación de Joyce. El retrato de Gillen, de ojos brillantes y a la vez maliciosos muestra cuán devastador podía ser Joyce con Beckett, su joven secretario y traductor en el París preguerra.

Como vemos en pantalla, Joyce pergeñó un plan abusivo para emparejar a Beckett con su problemática hija Lucía, muchacha esquizofrénica (muy bien la madura Gráinne Good) y así alejarla, dejarla colocada y quitarse de encima a muchacha, un caso psiquiátrico complicado.

Pero Beckett, inteligente, lo decepciona, pues rehúye una pedida de mano diabólicamente preparada. Joyce no le perdonó. Puede que gran parte del minimalismo creativo de Beckett pueda verse como una reacción traumatizada ante el gigante Joyce.

De vividor en París pasó a la Resistencia en el país galo durante la II Guerra Mundial y la amistad formativa de Beckett con su compañero protegido de Joyce, Alfy Péron, y sus hazañas en la Resistencia francesa.

Robert Aramayo interpreta al amigo judío de Beckett, Alfy, quien, aunque sobrevivió a los campos de exterminio, murió poco después de la liberación, lo que daría pie de nuevo a cavilaciones inútiles cargadas de culpa en Beckett.

Beckett, con veintitantos años, se las arregla para trabajar como asistente de James Joyce.

Relación amor-odio con Suzanne

La parte sustancial de la película es la larga relación de amor y odio de Beckett con Suzanne, interpretada como mujer joven por Léonie Lojkine; un romance vibrante y enamorado inicialmente.

Gran actuación reflexiva de Gabriel Byrne en el papel del Beckett adulto, austero, divertido a veces, arrogante e idealista. Sandrine Bonnaire interpreta con solvencia a su esposa Suzanne ya más mayor, a quien engaña con la traductora y crítica Barbara Bray, interpretada por Maxine Peake.

Este romance con Barbara no consigue cortar su vínculo con Suzanne: en la interpretación más aguda de la película, la severidad de Bonnaire le da ventaja en las disputas domésticas de la pareja y sus disputas literarias, mientras el Beckett de Byrne se retira hacia sí mismo.

Cerrando

Hay una buena presentación con una fotografía elegante en claroscuro de Antonio Paladino y un dulce toque melódico de la partitura de Sarah Bright, lo cual parece aliviar las dificultades de Beckett. Su humor sombrío y su alegría inexpresiva parecen de alguna manera solucionadas y bien cubiertas por las formas delicadas y por una puesta en escena acertada.

Película difícil de evaluar en toda su dimensión. Está bien interpretada y cuenta la historia con un brío que decae en la segunda parte. Aborda la paradoja del sombrío universo ficticio de inacción, el bloqueo de Beckett y su drama real.

El guionista Neil Forsyth evita clichés sobre el personaje e incluso ofrece un fragmento de Godot en el título.

La cinta sitúa al novelista y dramaturgo irlandés en conversación consigo mismo, mirando hacia atrás y desenredando el enredo de amor y culpa de toda una vida. Es un dispositivo que aspira a ser beckettiano, pero que se siente sintético y artificial.

El guionista Neil Forsyth evita clichés sobre el personaje e incluso ofrece un fragmento de Godot en el título. La película resultante es entretenida y persuasiva, con cierto dulzor en la melancólica imagen final.

Quiero recordar aquí que, en un momento de Esperando a Godot, uno de los personajes (Vladimir) le comenta a otro (Estragón) que le gustaría escuchar lo que se le pasa por la cabeza a un tercero (Pozzo). Es cuando Estragón le conmina a Pozzo a bailar antes, a lo que este último no pone objeciones: «Baila primero, piensa después… Es el orden natural».

Pero el «baila primero, piensa después», la cita de Beckett tomada para el título, el filme no lo consigue, pues la película de Marsh resulta contenida; en ningún momento pierde la cabeza, no hay danza previa. No parece siga ese orden pro-natura del bailar primero para pensar posteriormente.

Escribe Enrique Fernández Lópiz | Fotos Wanda Visión