Edén (1)

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Paraíso perdido

eden-1El cine, en particular, y la cultura, en general, franceses ostentan entre sus déficits un prurito de chovinismo y un grado de autosatisfacción que empañan sus logros más destacados. Ocasión de sobra para comprobar la producción cinematográfica gala tiene el espectador español, pues las salas de nuestro país acogen con regularidad los productos de allende los Pirineos, en una proporción —siendo generosos— de un veinticinco por cien de productos de estimable calidad —con la aureola del prestigio como estandarte—, frente al setenta y cinco por cien restante, cobijados en el ancho paraguas de la comedia.

Edén arriba avalada por cierto prestigio festivalero (Toronto, Sundance, San Sebastián)  y de qualité, pero el resultado se englobaría en el otro cesto porcentual mayoritario. Amparándose en un retrato generacional y en la reivindicación de un movimiento musical asociado, la guionista y directora Mia Hansen Love persigue rendir tributo a una de las figuras más señeras y conspicuas del arte francés: la figura del artista maldito, cuyo epítome sería el poeta decimonónico Charles Baudealire.

La película es un canto rendido y elegíaco —y fallido— al movimiento musical House, Garage, a la música electrónica y a su eclosión en suelo galo, en París, a principios de la década de los años noventa, en una muestra de cierta aculturación de la sociedad francesa por lo norteamericano, por una música foránea acogida con entusiasmo por las jóvenes nueves huestes artísticas francesas.

En cierto modo, sería el equivalente refinado, sofisticado y culto de lo que en España y en Valencia representó la música bacalaera, repetimos, con la vitola y el plus de elegancia propio de lo francés. Y tal vez aquí resida el fracaso del enfoque de la película: querer refinar lo que en esencia no se podía refinar; querer hacer pasar por arte lo que en esencia era divertimento sin más pretensión; querer dotar de estatus artístico a una corriente popular y suburbial.

El catalizador de la directora fue la biografía de su hermano, la dedicación de este a dicha tendencia musical a través de su función de DJ, especie de nuevos directores de orquesta sin instrumentos ni músicos, encargados de labrar los surcos de los viejos vinilos para extraer frutos musicales inauditos.

A nivel de representación, la mirada y el guión se acogen a la corriente de la nueva —vieja— ola del cine galo, pero lo único que consiguen captar es su resaca. La aparente distancia y frialdad, aliñadas con cierto toque documental mediante la inclusión de actuaciones de artistas pertenecientes a la corriente de música electrónica, sólo consiguen estragar al espectador.

El paralelismo como mecanismo de creación de intensidad dramática no cumple las expectativas y, en lugar de graduar un desarrollo dramático y emocional —aunque sea bajo el paraguas de la contención—, atiborra al espectador, lo empacha con una serie de secuencias que se repiten machaconamente: todas las diversas y diferentes y similares y calcadas actuaciones del protagonista como DJ, con un público fervoroso y entregado, en medio de una danza dionisiaca sin ningún atisbo trágico.

Coherente con su apología reivindicativa, el guión utiliza la música, la banda sonora como un mecanismo diegético más, imprescindible, lo cual también provoca efectos indeseados. Este código musical sólo podrá ser descifrado por expertos en la materia, de tal modo que el resto de los mortales asistiremos impávidos a una sucesión de sones machaconamente repetidos sin lograr distinguir la más mínima variación, progresión, provocando cierto desánimo y sopor en el espectador.

Este ritmo musical monotemático también se adueña del desarrollo temporal de la historia. El tiempo transcurre, sí, porque los títulos así lo señalan: 1992, 1995, 1997, 2001, 2003, 2006… hasta llegar a 2013, estación Termini de la narración, de una música y de toda una época. Apenas hay distinción —dramática— entre el ascenso y la caída, pues la inexpresividad de los actores, la invariabilidad de la acción y la repetición de situaciones vuelven monocorde el paso del tiempo, los espacios, los gestos, las palabras.

La directora pretende ofrecernos una lectura de esta inmovilidad como paradigma de fidelidad a una pureza artística, a una esencia primigenia de la que el protagonista y sus compañeros serán sacerdotes: la música es su religión y no están dispuestos a permitir que los fariseos se adueñen de ella y la perviertan por motivos crematísticos.

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En esta su cruzada particular en aras del arte por el arte caen los más débiles —los mejores, los más puros e incontaminados— por el camino, como ese amigo y compañero dibujante de cómics que arrastra un malestar infinito que sólo desaparecerá con el suicidio. De igual modo, las mujeres y el amor —el desamor— se irán sucediendo en los brazos y en la cama del protagonista, especie de albatros baudelairiano que sólo encuentra su lugar en el mundo cuando despliega sus inmensas alas en el vasto cielo artístico.

Las necesidades más rudimentarias, los agobios de lo cotidiano serán resueltos por una postsesentayochista progenitora, tan incapaz de ver la realidad de su propio hijo, como empeñada en que cultive sus dotes literarias, que no malbarate su talento en la música y termine la tesis. Allí estará la madre —mitad patética, mitad estúpida—, cuando el hijo sufra un brote psicótico a causa de veintiún años consecutivos de esnifar rayazas de cocaína.

Pues el choque con la realidad, el aterrizaje del albatros sobre la cubierta del barco se produce justo en 2013, entreverado con la crisis económica generalizada, que de golpe y porrazo salta al primer plano, después del tobogán descendente que él había emprendido, viaje a Marruecos para sobrevivir en fiestas y hoteles incluido. Y así la directora nos expone la pérdida del edén a todos los niveles: los cuarenta llaman a la puerta, sin oficio ni beneficio; con el precariado como modelo laboral; con deudas contraídas con el banco que hipotecan cualquier no ya futuro, sino plácida vejez; con toda una ristra de examantes, algunas casadas y con hijos, con las que se reencuentra y a punto está de reiniciar relaciones, aborto mediante, en medio de una proletarización —sin conciencia— galopante  y sin perspectivas ni asideros de futuro (ah, Rohmer, qué lejos queda su noche con Maud), pero siempre viviendo en una acogedora mansarda parisina con unas vistas impagables.

No obstante, su condición de artista francés llega al rescate. En vez de ir a una agrupación de extoxicómanos, asiste a un taller de escritura (se llama… el Aleph: qué agradecidos y reivindicativos estos franceses), en donde la gracia y el don innato de nuestro derrotado protagonista despierta las simpatías de una compañera, que le muestra su admiración por… Bolaño y que le regala un libro del poeta norteamericano Robert Creley que él ya conocía (a pesar de que durante toda la película no ha leído ni un solo libro), un poema del cual —perteneciente a un libro titulado The end— pone broche final a la película.

Así pues, este broche poético y distanciado retoma las ínfulas nouvelvaguistas, a estas alturas demasiado restregadas con elementos melodramáticos que acentúan lo impostado de ambas tendencias. La juventud se ha ido, el paraíso no se ha materializado, pues tal vez no haya más paraíso que el paraíso perdido y los oídos y la cabeza agradecen el final de tanta música y de tanta inanidad.

Aquella juventud se merecía ser retratada más diestramente. Estos mayores aspiraban a algo más en la vida. Al menos Ximo Bayo se recicló como presentador de televisión y aparece citado en los múltiples programas revival que inundan la televisión pública.

Écstasi, esta no…

Escribe Juan Ramón Gabriel

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