Memoria de Torre Baró: Un barrio barcelonés
«Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino nunca digas
no puedo más y aquí mi quedo».
(José Agustín Goytisolo)
La nueva película de Marcel Barrena, El 47, queda lejos de obras maestras como El crimen de Cuenca (1979), de Pilar Miró, o Tasio (1984), de Montxo Armendáriz, y también de un gran filme, como Los lunes al sol (2002), de Fernando León de Aranoa, pero sí es una película digna y auténtica, brillante en algunos momentos, emotiva en otros.
Y en la senda de un cine de preocupaciones sociales y memorísticas, que sitúa a los trabajadores en el centro de su atención, el trabajo de Barrena nos ofrece la historia de un barrio muy humilde de Barcelona, Torre Barró, a través de la vida de uno de sus habitantes, Manolo Vital, un hombre nacido en un pueblo de Cáceres, que llegó a la ciudad mediterránea a finales de los 50, y que con la ayuda de otros hombres y mujeres procedentes de Extremadura y Andalucía, levantaron con sus propias manos las primeras chabolas de Torre Baró.
Es Vital, magníficamente interpretado por Eduard Fernández, una metonimia de muchos trabajadores españoles que en las décadas de 1950 y 1960 emigraron desde las zonas rurales —pueblos manchegos, andaluces, leoneses, asturianos, extremeños, aragoneses— a las urbes, en busca de un destino mejor, y en estas ciudades —Barcelona, Madrid, Valencia, Bilbao— se situaron en los extrarradios de las mismas, siendo a menudo ninguneados por las autoridades políticas, ya fuesen las de la dictadura o las de la Transición democrática.
El inicio del largometraje de Barrena resulta espléndido para conocer las penurias que pasaron bastantes inmigrantes extremeños y andaluces a la hora de levantar sus casas en las afueras de Barcelona, en la sierra de Collserola, a mediados del pasado siglo. Con sabiduría cinematográfica, el director presenta al personaje protagónico, Vital, integrado en las luchas colectivas para construir un barrio que diese cobijo a múltiples familias trabajadoras, descendientes de los republicanos que perdieron la Guerra Civil.
Los planos de esta colectividad poseen un aire innegable a algunas imágenes de Novecento (1976), que es en el cine social e histórico lo que El apartamento (1960), de Wilder, en la comedia, o Blade Runner (1982), de Scott, en el cine de ciencia ficción. Y en relación con Novecento, hay una imagen de Vital con su hija pequeña, Joana, encabezando al conjunto de inmigrantes, que remite al cuadro con el que magistralmente se abría la película de Bertolucci: El cuarto Estado (1901), de Pellizza da Volpedo.
A mitad del metraje, El 47 decae un poco, pese a que las escenas de Vital con su mujer, Carmen, una notable Clara Segura, y su hija, muy bien interpretada por Zoe Bonafonte, son muy adecuadas para comprender las dudas y los lamentos tanto del protagonista como de sus familiares, escépticos con el futuro del barrio, que es su propio futuro: desde la juventud, representada por Joana, a la docencia, encarnada por Carmen, que enseña a leer y a escribir a niños y adultos del barrio, y al transporte público, simbolizado por Vital.
Es la época de la Transición, 1978, y la película no ahonda, en mi opinión, todo lo que debería en las problemáticas laborales de los conductores de los autobuses urbanos de Barcelona. De hecho, aquí Vital, en el marco de las reivindicaciones de los trabajadores del autobús, no sabemos si por su propia vida —la película está basada en hechos reales— o por un desequilibrio fílmico, no alcanza el dramatismo y la autenticidad de las escenas que protagoniza en Torre Baró.
Sin embargo, la película repunta bastante en el tramo final, cuando Vital cumple un sueño largamente anhelado por todas las familias de Torre Baró: llevar la línea 47 de autobús, en la que labora desde hace dos décadas, a su barrio. Emociona la secuencia en la que el propio Vital conduce con la ayuda de su hija y otros barceloneses —entre los que se halla un joven abogado, Pasqual Maragall— hasta el barrio que él y sus compañeros crearon con tanto esfuerzo y sudor. Se trata de una acción rebelde y justa, que muestra el hartazgo de un hombre que había buscado sin éxito la comprensión de los políticos democráticos de la Barcelona de finales de los 70, y que a partir de esa indignación toma la decisión de conducir el autobús desde Plaza de Cataluña hasta Torre Baró. Este gesto contestatario pone las semillas para que los autobuses de Barcelona llegasen a los barrios del extrarradio barcelonés.
Luchino Visconti dio voz y corazón a los pescadores sicilianos y, más tarde, a esos mismos pescadores que emigraron a Milán. Montxo Armendáriz, a los carboneros navarros. Pilar Miró, a los campesinos conquenses. Fernando León de Aranoa, a los trabajadores de los astilleros gallegos. Marcel Barrena nos ha entregado una película que es un cántico de memoria a los inmigrantes extremeños y andaluces que, desde la humildad y la solidaridad, hicieron una Barcelona más armónica, plural y acogedora. En el período actual, donde los nacionalismos de todo tipo muestran su mezquindad política, resulta muy valioso encontrar un filme que refleja las luchas de las personas de abajo, luchas fraternales, sin la ambición y las corruptelas que entraña el poder.
«Que se luche por la dignidad de cualquier ser humano…».
(Valeria Castro)
Escribe Javier Herreros Martínez | Fotos A Contracorriente Films