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Mínimos insulsos
Escribe Daniela T. Montoya
El éxito que obtuvo hace unos años Carlos Sorín con Historias mínimas (2002), ha devenido seña de identidad de un determinado cine argentino. "Historias minimalistas" es la marca que ha explotado con fortuna el director argentino en sus sucesivos filmes, Bombón, el perro (2004) y El camino de San Diego (2006). A lo que ahora parece sumarse Alberto Lecchi con El frasco (2008), aunque con resultados bastante cuestionables.
Quien dirigiera Nueces para el amor (2000), cuenta con el guionista de la mencionada Historias mínimas, Pablo Solarz, para escribir El frasco. Historia romántica de dos personajes solitarios, Juan (Dario Grandinetti) y Romina (Leticia Bredice) son los extravagantes protagonistas sobre los que se asienta este drama, que juega a ser comedia, pero se queda en el terreno de lo indeterminado.

Grandinetti encarna el papel de un chófer de autobús, que inicialmente padece altas dosis de timidez, y del que se descubre un falso oscuro pasado. En uno de los pueblos por donde hace la ruta diaria, Romina ejerce como maestrita en la escuela local. Ambos, cada uno en su terreno, son individuos aislados, que viven en perpetua soledad, alimentando con ello el imaginario colectivo. Son sujetos, ensimismados en su tristeza congénita, a los que les llega la ocasión de conocerse más allá del simple saludo. El detonante es el frasco que da título a la película, requisito para unos análisis médicos de la maestra, y descuido del chófer en su labor de mensajero enamorado.
Pero para hacer una película no basta con alargar (como sea) la duración de un cortometraje. La idea del frasco, como elemento desencadenante de situaciones cómicas, no es causa suficiente para generar el drama sobre el que se despliega la segunda parte de El frasco.
Asimismo, la caracterización y evolución de los personajes protagonistas resulta harto increíble y evidencian una falta de recursos lamentable. Aunque esto último, en ningún caso es achacable a los actores, ya que satisfacen con sinceridad el papel que se les exige. Sino que el problema radica en la base del filme, esto es, en su guión.
No es consistente una historia que avanza dando tumbos, aprovechando los golpes de efecto de las situaciones creadas, pero cuya visión conjunta se sustenta con pinzas (la movilidad, quizás, sea el único hilo de unión sobre el que penden las distintas partes). Asimismo, son muy endebles las relaciones que establecen otros personajes. En muchos casos, introducidos como meras réplicas, que evidencien aún más la excentricidad de los protagonistas (caso del responsable de la gasolinera o los compañeros de trabajo, en el caso de Juan; y de los niños que husmean en la caravana o los hombres que ven la vida pasar sentados en el bar, en el caso de Romina), o utilizados como obvios informantes, papel que adopta el hermano de Romina para informar a Juan sobre las dificultades a las que se ha tenido que sobreponer su hermana. Y, sin embargo, El frasco es una película que gusta al público… romántico.
Poco importa que la narración de El frasco, como quien no quiere la cosa, de un giro de ciento ochenta grados (tan avezados ya a las fintas de guión que, entre una dosis y otra de anuncios, se ensayan en la televisión). O que sus costuras y parches sean visibles hasta la obviedad. Porque el amor puede con todo. Porque la magia del cine aviva la esperanza de que, hasta el más excéntrico, puede seguir esperando encontrar su media naranja en el momento más inesperado.
O porque, zambullidos entre palomitas y nubes de algodón, cualquier cosa parece dulce.
