Aprendizaje mutuo
Con varios largometrajes a sus espaldas, Mamoru Hosoda puede considerarse ya un jugador de las grandes ligas del animé. Su trayectoria viene a avalar la existencia de otras grandes productoras al margen de Ghibli, que no se ocupan exclusivamente de adaptaciones del manga u otros productos de animación típicamente nipones como el Kodomo, las series dirigidas al público infantil.
El niño y la bestia se incluiría dentro de lo que en el animé japonés se conoce como Shōnen —una película cuyo protagonista suele ser un chico adolescente—, pero incluyendo rasgos del Kemono, donde aparecen animales con rasgos antropomórficos.
Hosoda recurre con ello a algunos de sus clichés argumentales, como la relación entre hombres y bestias —algo ya tratado aunque desde un punto de vista distinto en su anterior película, Los niños lobo— para regalarnos una historia de aprendizaje mutuo al más clásico estilo de las películas de lucha japonesas. La particularidad del enfoque de Hosoda es que está hecha con humor y huye un poco de las convencionalidades del cine de iniciación en artes marciales.
No nos engañemos con ello: Hosoda no se permitirá manchar el nombre del Bushido, pero desde luego sabrá adaptarlo a los nuevos tiempos, en los que el honor ya no ocupa un lugar tan alto como el heroísmo y se encuentra tan sólo un punto por encima del sarcasmo y la socarronería, añadiendo además una variable desconocida en este tipo de cine, de corte tan clásico, que señala la desolación de los desarraigados en la moderna urbe nipona: el protagonista debe traspasar los límites de un mundo tecnologizado y masificado —vale decir deshumanizado, con ese archiconocido cruce de Shibuya en el que nadie se mira ni saluda— para encontrar en los viejos valores tradicionales un hogar para su atormentada alma.
Lo que llama la atención de esta película no es sólo que esté —como suele ser típico del animé, tan bien dibujada, con esa clásica oposición entre el fondo detallista y colorido y la línea clara de los personajes— sino que se alcance un equilibrio casi invisible entre el uso de la tridimensionalidad de los escenarios y la bidimensionalidad de los personajes y se encuentre a cada momento el punto justo entre la hiperexpresividad y el hieratismo de sus rostros, dotándolos de una credibilidad vital poco común incluso cuando los protagonistas son animales.
Nada que reprochar pues, técnicamente.
Pero es que además El niño y la bestia resulta tremendamente entretenida dado el enfoque humorístico del que antes hablaba: no nos encontramos frente al típico relato de aprendizaje en el que el maestro está de vuelta de todo y el alumno es un torpe inconsciente. De hecho, parte del sarcasmo de Hosoda reside en haber caricaturizado a los maestros supremos como protodioses, aunque éstos se empeñen, desde su endiosamiento, en no enseñar nada más que cosas incomprensibles e inútiles.
El relato se torna entonces en un canto a la enseñanza mutua, desde la base, en el que el maestro —encarnado por la bestia que aspira a convertirse en maestro supremo— aprende humildad y el alumno —el niño humano desarraigado—, la técnica. En el que la bestia aprende de la racionalidad y serenidad humanas y el humano aprende de la incapacidad para odiar de las bestias. También puede decirse, simplemente, que la bestia se humaniza y el humano se naturaliza. No poco de ello hay en la conclusión del filme.
Todo el relato está elaborado desde el humor, el pique mutuo y esa equilibrada y fructífera incompatibilidad entre los protagonistas que Jack Lemmon y Walter Matthau supieron llevar al extremo.
Es cierto que a veces el ritmo de esta película es irregular. Por momentos parece que vaya a ponerse sensiblera y cadenciosa, y comienza a contarnos una historia que pierde interés. Pero al que suscribe esos momentos se le pasaron volando, y no parece que haya que juzgar los aciertos de un filme mayormente entretenido por unos momentos de indecisión argumental.
El niño y la bestia cuenta con suficientes giros como para resultar sorprendente, y culmina con el típico clímax nipón, espectacular visualmente y muy cuidado dentro de su coherencia argumental.
Se cierran los conflictos de un modo original, se constata el crecimiento de los personajes y uno tiene la sensación de haber contemplado una historia clásica con mimbres nuevos, algo tan necesario en el cine de animación actual.
Escribe Ángel Vallejo
