Una peli de aventuras muy mona

Pues los responsables de la 20th Century y la Fox han decidido reiniciar la saga del planeta de los simios que tan aceptables resultados dio hace unos años, y con ocasión de su estreno en plataformas vengo yo a contárselo tal y como prometí hace unos días.
Y la verdad es que mi experiencia, que fue cinematográfica y en pantalla grande, no dejó de ser satisfactoria. Me perdonarán el apunte, pero ya saben que no es lo mismo acudir a la sala oscura que visionar una peli con el mando a distancia, y tengo miedo de que mis valoraciones resulten sobredimensionadas en el tránsito de un formato a otro.
Y la verdad, no tendría por qué ser así –podrían ustedes conjeturar– porque si una peli es buena el cronista debe explicar por qué sin atender a las dimensiones de la pantalla o los efectos de sonido. Pero sucede que El reino del planeta de los simios es un filme que entra a mi juicio, aunque no sin ciertos reparos, dentro de lo que podríamos calificar como película de aventuras en estado puro, y no me negarán que un género tan noble siempre se ve engrandecido por su contemplación en formato cinematográfico, más aún cuando sus responsables artísticos se han encargado de crear un muy sugerente mundo salvaje.
Esta secuela de las películas dirigidas desde hace quince años por Wyatt y Reeves, que tuvieron como protagonista al icónico César, halla aquí una continuidad directa que no parece tan plausible establecer con la fallida realización de Burton en 2001 o con la saga inicial de principios de los setenta, si bien la productora de todas las entregas es la misma.
En El reino del planeta de los simios, el irregular Wes Ball –que se hizo famoso con otra saga, la de El corredor de laberinto– ha querido dejar clara esta vinculación ya desde el inicio, con un recordatorio a la última escena de César sobre el mundo de los vivos, y ha construido en torno a una constante apelación a su memoria y legado una película con personalidad propia, que posee algunos defectos no menores, ciertos hallazgos interesantes y un aroma de revival y homenaje a las anteriores sagas que no elude los guiños a la actualidad. Y todo ello desde un paradójico pero consistente mensaje tan humanista como misántropo.
Entremos en materia para explicar esta aparente contradicción: la película avanza tres siglos en el tiempo tras la muerte de César para mostrar cómo el idílico paraje al que condujo a su clan se ha convertido en una floreciente tribu con ciertos usos etnológicamente diferenciales: la domesticación de las águilas por parte de los simios, que se inicia con un rito de paso a la adultez de los jóvenes primates, muestra un elemento de interés por parte de los escritores para dar sustento a un mundo «cultural» que definitivamente emancipe a los «pseudohumanos» de los sapiens que de un modo bastardeado constituyeron su origen.
La dicotomía entre simios y humanos se establecerá no tanto desde un punto de vista biológico como desde el modelo ético que constituye sus sociedades: no hay lugar para la doblez y el engaño en el mundo de los primates, y sin embargo son la mentira y el maquiavelismo lo que constituye la base de la civilización humana a la que, en cierta medida, algunos simios aspiran.
Naíf, sí…pero efectivo: desde estas bases se construye el conflicto en una narración que parece atesorar todos los tópicos de los cuentos clásicos: viaje del héroe, búsqueda del tesoro, relación entre maestro y discípulo, confianzas ganadas, traiciones inesperadas y regreso al hogar perdido con renacimiento y refundación de la comunidad que sin embargo puede albergar el germen de la disputa.

Y este germen es la relación con los humanos, que surge de la tensión entre confianza y desconfianza, entre superioridad moral y tecnológica, entre el dilema del dejar vivir a los sapiens o el de exterminar la amenaza que puede acabar con la incipiente civilización de los simios, convirtiéndolos, paradójicamente, en aquello mismo que querían evitar: el típico conflicto entre humanismo o barbarie, en una palabra.
Y aquí, más allá de los tópicos y los recursos fáciles es donde la película a veces se eleva por encima de sus premisas simples y maniqueas: el vicio de origen de la cultura simiesca parte del hecho de haber sido constituida desde bases humanas; toda vez que los descendientes de César han evolucionado hasta convertirse una comunidad casi utópica, en simbiosis adaptativa con la naturaleza, no pueden evitar el enfrentamiento con otras tribus que han sido coherentes con aquellas bases, desde las que inevitablemente germinan conflictos políticos como el surgimiento de la tiranía o la oposición entre comunidad natural y extrañamiento tecnológico. Este choque es el que alimenta el leitmotiv del filme: ¿Deben los simios aprender algo de los humanos, o todo lo humano es irremediablemente corruptor y corrupto?
Una imagen sencilla y poderosa en forma de artefacto oculto da la respuesta que todos esperábamos al final de la película. Y este recurso sin duda impactante –aunque pudiera ser considerado sobreexplicativo– la dota de una consistencia basada en la ambigüedad moral y el realismo político que no puedo sino aplaudir desde un cierto pesimismo antropológico.
Los personajes interesantes, aunque no abundan, nadan entre estas dos aguas: humanos colaboracionistas que «contaminan» y a la vez desarrollan las comunidades de simios; guardianes de la tradición que divinizan la memoria de César como el nuevo Cristo, constituyendo con ello la base de una religión y todos sus posibles efectos deseables e indeseables, como las interpretaciones sectarias; simios que transitan desde las certezas morales hasta las dudas existenciales…

Pero nada de todo esto nos lleve a engaño: no podemos obviar que hay también un uso chapucero de ciertos recursos, como la suspensión de la incredulidad o los deus ex machina, y no pocas inconsistencias narrativas: ¿De verdad hace trescientos años de la desaparición de César y aún hay máquinas extremadamente complejas que funcionan? ¿Aún hay energía? ¿Gente que conoce la arquitectura de las bases secretas del ejército? ¿Las catástrofes naturales son selectivas con las víctimas? ¿Un dique de chicha y nabo contiene un océano? ¿La dinámica de fluidos ha evolucionado como los simios, hasta modificar las leyes de la física más elementales?
Esto, unido al insuficiente –o decepcionante– desarrollo de ciertos personajes, insustanciales o incluso cargantes, hace que lo que podría haber sido una película bien escrita en sus fundamentos se desmorone en su larguísimo tramo final. Alguien que dedica tiempo y esfuerzo a construir una historia no puede dejar de lado ciertos elementos primordiales de la narración fílmica. Pero quizá todo esto sea, tristemente, algo consustancial al tipo de producto cinematográfico al que nos enfrentamos.
¿Qué podíamos esperar, si no, de la secuela de un blockbuster que al fin y al cabo algunos consideran, no sin cierta razón, como una película de monos a caballo?
Pues nada más que respete los códigos del buen cine de aventuras. Para ello no bastan los escenarios espectaculares, las persecuciones adrenalíticas y los giros imprevisibles: es necesario crear personajes carismáticos y a ser posible, inolvidables.
Escribe Ángel Vallejo | Fotos 20th Century Studios