El secreto del orfebre (2)

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Amor intemporal

Olga Osorio debutó en el largometraje con ¡Salta! (2023), una extensión de su cortometraje Einstein-Rosen (2016) para ser llevado a la gran pantalla, con el que obtuvo un amplio reconocimiento en festivales de todo el mundo.

El secreto del orfebre (2025) es su segunda película, un proyecto que la directora tenía en la cabeza desde que en 2015 leyera la novela del mismo título de la escritora alicantina Elia Barceló –que ha vendido más de 100.000 ejemplares y ha sido traducida a una docena de idiomas–.

Tras la compra de los derechos de la novela de Elia Barceló por parte de los productores, la directora, que también escribe el guion, se encarga de realizar la adaptación de la historia de Juan Pablo, un prestigioso orfebre que viaja desde España a Nueva York para una exposición sobre su obra; de camino pasará por su pueblo natal, un viaje que le llevará al pasado y al reencuentro con Celia, su gran amor.

En el inicio, la película recoge el testigo del modelo de retrato amoroso donde un personaje queda marcado por un gran amor. Mientras Juan Pablo (Mario Casas) viaja en tren a la ciudad donde vivió su historia de amor, asistimos a un flashback en el que un Juan Pablo joven (Enzo Oliver) regresa a su ciudad para realizar las prácticas de periodismo, momento en el que conoce a Celia (Michelle Jenner).

Durante ese primer tercio no hay nada que diferencia El secreto del orfebre de otro tipo de melodramas románticos al uso. Eso sí, Olga Osorio ya deja patente en esa parte inicial su gusto por una planificación clásica, alejada del virtuosismo estilístico, donde cada elemento del plano, cada elección de la posición de la cámara sirve para narrar más allá de las palabras.

Parece incluso que la película quiera jugar con los tópicos del amor romántico como podemos ver en ese primer flechazo que hipnotiza a los personajes protagonistas, donde la construcción de la escena se basa en una serie de elementos cinematográficos empleados una y mil veces –plano relentizado, cara de asombro, el juego con el zoom, la música, el primer plano de los rostros–. Efectivamente, hay aquí un uso de un recurso manido para mostrar ese choque emocional, aunque en el trascurso de la película iremos viendo que su empleo tiene un objetivo que va más allá del cliché.

Esta primera impresión pronto se quiebra debido a la introducción de un factor que tiene el valor de potenciar el relato amoroso estableciendo un juego con el espectador, cambiando la regla inicial –primero el personaje de Celia sabe más que nosotros y luego ocurre lo contrario– y abriendo el discurso de la película a una reflexión más amplia de la inicialmente establecida, con un relato que incorpora algo más de complejidad. Este elemento hace que, frente a otras películas, los personajes de los amantes jóvenes y adultos tengan una interacción que supera el simple flashback pues los cuatro actores, que sustentan a la pareja de amantes, construyen la historia de amor marcada por una diferencia de edad.

Este giro narrativo, que tiene que ver con el juego con el tiempo tiene su origen en el texto literario de Barceló, también está presente en el corpus temático de los cortometrajes y la primera película de Olga Osorio (¡Salta!). Una estructura temporal –la película se encarga de explicitar con las cartelas que sitúan el lugar y el año en el que transcurre la acción– que rompe con el relato más vulgar atribuido al género romántico, acudiendo a cierto recurso de otro género, donde El juego del orfebre intente ir un poco más allá de una mera exposición sentimental situando la historia de amor en una especie de limbo imaginativo donde se prima el recorrido, el viaje que conduce a ese amor.

La película añade una pátina filosófica –la cita a Nietzsche quizá sea un poco forzada– en la que se reflexiona sobre el sentido del tiempo, de las oportunidades perdidas y de la posibilidad de cambiar la historia cuando se tiene el suficiente conocimiento. Un discurso sobre la vida, sobre aquello que perdemos por no decir las cosas en su momento y que provoca un aire nostálgico, con unos personajes dolientes marcados por el pasado.

La introducción en esta ecuación vivencial del factor tiempo abre la perspectiva de alterar el resultado final, y, sobre todo, permite la libertad de poder elegir el destino. Frente al miedo o la cobardía para dar ese paso al frente que facilite huir de un entorno claustrofóbico; la posibilidad de tener una segunda oportunidad introduce una disyuntiva para que los personajes puedan tener una segunda oportunidad, para no quedarse anclados a la añoranza de un amor. En este sentido, la película acude a diferentes referencias culturales para explicar la necesidad de emprender el viaje, de hacer algo por cambiar la situación, de ahí las citas sobre Ítaca o el personaje de Penélope de la canción de Serrat.

Mario Casas durante el rodaje de El secreto del orfebre. Foto: Xavi Farrés / Warner Bros España

Y como se indicado al comienzo, el tratamiento formal escogido por Olga Osorio para revivir esa conjunción de juegos temporales es el cine clásico, las imágenes que nos remiten a la luz y el brillo del cine de los años 50 y 60; de tal forma que, en una ciudad de provincias, en la postguerra, vislumbramos un romance y una protagonista que parece salida de esos fotogramas en los que Audrey Hepburn o Gene Tierney llenaban la pantalla del cine y un galán clásico que aprovecha el rol que encarna Mario Casas.

Una narración pausada –aunque en ocasiones la película adolece de ritmo– con arreglo a ese estilo invisible del cine de una época donde las escenas se definen partiendo del plano general inicial para ir acercándose a los personajes conforme la conversación se intensifica; con un uso de los detalles que aparecen porque más adelante encontrarnos su significado. Una planificación que va dando pistas del juego temporal repitiendo la forma de rodar las escenas –el flechazo inicial, las localizaciones de la pequeña ciudad–, los rostros reflejados en la ventanilla del tren o en los espejos que facilitan el salto en el tiempo y la dualidad de los personajes.

También tenemos una presencia de los objetos y elementos que se convierten en una herramienta fundamental para conectar, prolongar y reforzar una historia de amor vivida en diferentes periodos: los pendientes o las fotografías de los protagonistas. El uso de las canciones, al igual que ocurría en ¡Salta!, se convierte en una parte de la narración, completando, cuando no siendo parte fundamental de la estructura de la película, como pasa con Un compromiso de Antonio Machín o 20 años interpretada por Silvia Pérez Cruz.

Introduciendo cambios respecto al original literario, siendo el más significativo –y menos afortunado–  el que se realiza en el epilogo del filme, El secreto del orfebre es un intento de llevar adelante un tipo de cine romántico que quiere superar el mero relato de las cuitas amorosas de una pareja para efectuar una reflexión sobre el amor, con el tiempo como eje vertebrador de un relato que acude a un elemento imaginativo para efectuar una relectura de los tópicos atribuidos a este tipo de filmes. El riesgo es que el espectador o espectadora no llegue a interiorizar ese juego de revitalizar el género romántico y el esfuerzo no alcance su propósito.

Escribe Luis Tormo | Fotos Warner Bros España