La sincera falsedad de la burguesía
A lo largo de la dilatada carrera del director de Elle, la poética fílmica de Paul Verhoeven se ha mantenido fiel a una serie de vectores-fuerza que irrumpen, explícita o implícitamente, en todas sus producciones. La violencia y el erotismo son marcas estilísticas de la mirada del director holandés, cuyo recorrido profesional y espacial de ida y vuelta (Europa-EEUU-Europa) no ha mermado ni un ápice sus postulados originarios.
Su actor fetiche Rutger Hauer capitaneaba a un grupo de mercenarios en Los señores del acero (1985), una historia situada en los estertores de un mundo ya posmedieval y en el que se vaticinaban y auguraban unos nuevos tiempos en donde no serían precisos los servicios de la mesnada salvaje y violenta. El rapto y posterior adoctrinamiento sexual de la hija (una jovencísima Jennifer Jason Leigh en los albores de su carrera) del señor feudal que les adeuda la paga ofrece la posibilidad a Verhoeven de mostrar la ambigüedad de sus protagonistas: la violencia mercenaria responde a una lógica y a una ética más coherente que la violencia (política) ejercida por el poderoso señor feudal.
Esta exposición justificada de la violencia como mecanismo de defensa ante la violencia del Poder o de Estado será un tema recurrente en los posteriores filmes del director de Delicias turcas (1973). Así, Robocop (1987) muestra una distopía que ya es real en nuestro presente: la simbiosis que se ha producido en los EEUU entre la industria armamentística y las fuerzas del orden, en este caso concreto la policía de Detroit, una ciudad postindustrial sumida en el caos por la incapacidad de las fuerzas del orden para atajar la violencia, incubada y alimentada por la propia industria armamentística en su propio y futuro beneficio. El darwinismo salvaje entre los ejecutivos de la corporación industrial discurre en paralelo frente a la horda asesina, violenta y popular (de baja estofa, perdularia).
En Desafío total (1990), amparado nuevamente tras la máscara de la ciencia ficción, el director holandés nos muestra un futuro en el que el terrorismo se ha cronificado en el planeta Marte, terrorismo nuevamente alimentado por los intereses espurios del gran capital, dispuesto a deificar, a convertir en mercancía el propio oxígeno.
Cabe destacar la maestría de Verhoeven para perfilar a los villanos antagonistas. El actor Ronny Cox destacará en ambos filmes como demiurgo maligno. La profundidad psicológica que se le otorga a él y a otros malvados redunda en la profundidad del propio guión. Así, Michael Ironside encarna al lugarteniente del gobernador Cohaagen, en una lucha dual contra Douglas Quaid (Arnold Schwarzenegger): por el poder y por su mujer, la de Ironside, infiltrada como esposa apócrifa de Quaid para tenerlo vigilado permanentemente. Paradójicamente, Michael Ironside se convertirá en el profesor que incitará, con sus soflamas patrióticas de tintes fordianos, a un grupo de sus alumnos a enrolarse en el ejército en la vituperada Starship Troopers (1997), tropas que serán comandadas por el mutilado exprofesor en su nuevo rol de jefe militar. Verhoeven utiliza la serie B de los cincuenta para poner en solfa, con un discurso aparentemente parafascista, el propio fascismo que anida en el seno de la violenta sociedad norteamericana.
La otra idea fuerza que recorre el cine del director de Showgirls (1995) es el erotismo, aunque bien podía ser este considerado como un complemento implícito de la violencia, como una válvula de escape para canalizar la bestia íntima larvada en el interior de nuestras sociedades. La apelación a lo erótico responde a una lógica liberadora y contestataria de raigambre sesentayochista y posestructuralista (de Freud a Lacan, pasando por Foucault) de las que se nutrió la poética verhoeveniana. La violencia se materializa en la violencia sexual, generalmente ejercida por el hombre sobre la mujer, pero que Verhoeven dota de un significado ambiguo mediante la presencia de unas protagonistas femeninas de recio carácter, independientes y fuertes, refractarias a la dominación masculina, que consiguen sortear mediante su magnetismo sexual.
La presencia de Sharon Stone no pasó desapercibida en Desafío total (1990), en la que se escenificaba una pelea entre dos mujeres por el amor del protagonista. En Instinto básico (1992) su famoso cruce de piernas alcanzará el cenit de la sofisticación perversa de la mirada voyerista, siendo la representación púbica un ardid que en El libro negro (2006) será desmitificado en la secuencia en donde la protagonista, en aras de trasfigurar verosímilmente su aspecto físico para llevar a cabo una misión de infiltración (y seducción), se tiñe el vello púbico, ante la mirada deseante de su instructor y futuro traidor.
La violencia lato sensu es el eje axial sobre el que ha erigido su última película, en coherencia con la trayectoria desarrollada. Una violencia que se desparrama por todos y cada uno de los fotogramas del filme, en ocasiones con mayor explicitud; en otras, oblicuamente. Incluso el macguffin inicial, la violación sufrida por la protagonista, se nos muestra en off, mediante sonidos diegéticos que se escuchan a través de un fundido en negro con el que se inaugura la historia.

Para más inri, el final de la oscura secuencia se ofrece al espectador desde la mirada impasible del gato de la protagonista, testigo mudo —como nosotros— de los hechos acaecidos. Con cierta guasa, ella le recriminará su estatismo hierático (“al menos le podías haber arañado los ojos”), actitud felina que será simbólico proceder de su ama a lo largo del metraje. Con cierto desasosiego, hemos comprobado que los gemidos diegéticos no eran (aparentemente) de placer, sino debidos a la agresión sexual.
Posteriormente, los maullidos del gato servirán como catalizadores de un flash-back que nos mostrará la escena hurtada, sin (he aquí la cuestión) lograr que desaparezca la ambigüedad inicial: ¿goce o dolor? La respuesta es goce con dolor. Sí, una inconmensurable Isabelle Huppert (omnipresente en todos los planos, omnímoda en todas las secuencias, demiurga aciaga en un mundo como voluntad y representación), con la que el espectador lidia por intentar identificarse y que ella (Elle) sistemáticamente rechaza a zarpazos e incluso a patadas, carga sobre sí el peso de una narración tan incómoda como irreverente, tan libre como torva, tan iluminadora como oscura.
La polisemia de la violencia que pone en escena Verhoeven a través del personaje de Michèle Leblanc (Huppert) resulta atemperada por la fortaleza de la protagonista, por la retranca e ironía con que ella juzga la fauna y el paisanaje que la rodea. Verhoeven en ningún momento juzga a su personaje. Su personaje constantemente, en cambio, enjuicia todo aquello que la envuelve, y sus juicios de valor, sus palabras —hirientes y cortantes—, sus miradas —gélidas y aceradas—, sus gestos —firmes y pétreos— funcionan como un mecanismo desenmascarador que no deja títere con cabeza, que no permite al (pusilánime) espectador refugiarse en ningún rincón de la amplia pantalla (tal vez por eso se refugiaron en las pantallas de sus móviles y en sus comentarios extemporáneos para soportar lo insoportable. Qué mal educado se está volviendo el público de las salas cinematográficas).
El director ha querido explicitar sus fuentes de inspiración: apela a Haneke sabiéndose distinto e incapaz de emularlo, incardinando en su discurso una ironía y una sorna —una distancia respecto a su propia historia— que el austríaco ni se plantearía; apela a Buñuel, al juego sadomasoquista escenificado en Belle de jour (1967) y a la capacidad procaz del de Calanda; resuenan los ecos de Claude Chabrol, cuya musa es la protagonista de Elle y de cuya disección de la burguesía francesa se apropia mutatis mutandis. Por último, son inevitables los ecos hitchcockianos en la secuencia en que Michèle se zafa de su agresor sexual clavándole unas tijeras (Crimen perfecto, 1954), sin asesinarlo.
Isabelle Huppert se desenvuelve como una especie de magnética femme fatale que atrae, sin proponérselo, a toda una recua de personajes masculinos, cuál de ellos más presuntuoso, imbécil, memo o tarado. No hay ni un solo varón que salga indemne del filtro de exigencia de la exigente Michèle.

Su exmarido, al que ella abandonó, es un escritor frustrado, profesor de literatura (por supuesto) que mitiga su frustración liándose con alumnas que admiren su nimia e ignota obra. Esto es, un vanidoso. Su hijo alcanza cotas de patetisimo: un ser débil, en las antípodas del carácter materno, al que la madre desprecia por su falta de ambición, por su espíritu vago, por su anhelo de reconocimiento y su necesidad de amar. Su amante es otro vanidoso que aspira a la perversión erótica, mal follador según su propia mujer, a la sazón la mejor amiga de Michèle, amiga a la que conoció en el paritorio y de la que envidia la relación que mantiene —maternal— con el bobo del hijo de Michèle. El joven amante de su anciana y juvenil progenitora, posterior arribista que sólo perseguía el vil metal. El servicial y diligente vecino, preocupado porque ha detectado un intruso que merodea la casa de Michèle…
Como puede apreciarse, la densidad de las relaciones semánticas que se establecen entre los personajes es abrumadora. El guión exige del espectador —como Michèle exige de quienes la rodean— una capacidad de asimilación enorme. Esta densidad de significados abarca todas las facetas del personaje: la familiar, la social, la laboral.
Michèle es una mujer triunfadora, rica, propietaria de una empresa que diseña juegos de ordenador. Ha renunciado a su formación libresca y literaria —aunque es plenamente lúcida de las herramientas que dicha formación le suministran para dirigir eficazmente su negocio— para acomodarse a los nuevos tiempos, cosa que su marido es incapaz de advertir. Todos sus trabajadores son unos pipiolos jovencísimos, tan engreídos como vanidosos, una camada de cachorros nativos digitales, consumidores de bebidas isotónicas —ese plano de la lata de Red bull— que pertenecen no ya a otra generación, sino a otro planeta. Ella sabe torearlos, dominarlos, a costa de saberse odiada, de autocalificarse como zorra, consciente del mundo de machitos en el que transita y que domeña.
Este ámbito laboral le permite a Verhoeven abordar el tema de las nuevas tecnologías, de los nuevos métodos de acoso y de delito, así como la relación entre violencia virtual-digital (ficción de unos videojuegos con una misoginia y un machismo espeluznante, apologetas de la violación femenina, sin ningún rebujo) y violencia real. Tendrá ella misma que desarticular un acoso virtual con sus propias armas de mujer, aparcando los indicios acusadores de las meras apariencias, que siempre engañan. El acosador desvelado le habrá servido de instructor en el dominio de las armas (incluso en el uso de la mágnum 44, el arma —otro guiño— preferida de Harry el sucio). En Desafío total ya había pergeñado los primeros roces entre el mundo real y virtual, a través de pantallas de obsoletos ordenadores que guiaban al protagonista en busca de una identidad falsamente perdida. Ahora, lo digital adquiere una preponderancia mayor pero sigue canalizando la propia violencia humana, primitiva y constitutiva.

Tampoco los personajes femeninos parecen contar con la simpatía de Michèle, un ser terriblemente individualista que ni siquiera admite la solidaridad de género. Es obvio para Verhoeven que Michèle es un personaje antes que una persona y que un arquetipo ni femenino ni, mucho menos, feminista. Posiblemente el enfoque que se le da al personaje levantará ampollas en cierto sector feminista, pues el director de El hombre invisible no se anda con miramientos a la hora de enfangarse. La verosimilitud del personaje prima sobre la conveniencia y el oportunismo político (tan políticamente correcto).
La novia de su hijo comparte las cualidades arribistas del novio de su madre, amén de ser una rival en la lucha por el control del débil carácter del muchacho. La madre es una efigie en la que Michèle teme convertirse pasados los años: una joven anciana tan preocupada por su físico y su apariencia como por procurarse placer sexual. Una apoplejía truncará sus planes matrimoniales e impondrá una última voluntad a su esquiva hija, con la que comparte una tragedia familiar que ha marcado sus vidas, pero que no las ha hundido en la miseria, al contrario, ha sido un acicate de voluntad de poder que ha mejorado su estatus económico y social.
Su única y verdadera amiga es su compañera de paritorio y socia de empresa, cuyo matrimonio destruye por puro apetito sexual, evidenciando la poca estatura moral (y sexual) del amante-marido, ruptura que afianzará la amistad entre las mujeres, cuyo paseo entre las tumbas del cementerio tiene el aire de la continuación de una gran amistad. La admiración que le rinde su amiga se adereza con el esbozo de cierto lesbianismo.
Pero la acepción semántica que más destaca en este universo preñado de significaciones y de ramificaciones es la relación que nuestra protagonista establece con un matrimonio vecino. Esta pareja perfecta será el objeto de deseo (de destrucción) de Michèle. En ellos se canaliza la animadversión que Michèle siente hacia la religión católica, factor fundamental en el origen de la tragedia familiar que ha marcado su existencia, su forma de ser.

Michèle es una terrorista burguesa cuyo objetivo es, precisamente, descubrir la falsedad e insinceridad, los convencionalismos sobre los que se asienta el modelo burgués. Su bisturí se cebará en desarticular a ese matrimonio perfecto, tan solícito, tan buenos vecinos y tan católicos. El marido, un bróker polifacético y manitas, despierta el deseo sexual de Michèle, suscitando una secuencia en la que se masturba mientras lo contempla, desde la distancia, con unos prismáticos, en medio del diseño de las luces de Navidad que está colocando en su jardín junto con su mujer. Ante las insinuaciones de Michèle, los escrúpulos morales parecen contener su libido, sorprendiendo (gratamente, por su integridad) a nuestra protagonista, aunque las apariencias engañan y vaya si engañan.
Este sujeto, con el beneplácito y la aquiescencia de su católica cónyuge, necesita de los ataques sexuales para excitarse y gozar. Ante tal evidencia, Michèle recurre al estatismo mortuorio para defenderse de una nueva agresión (estatismo mortuorio que ha hecho las delicias de su amante, en otra secuencia anterior), pero el deseo turbio de Michèle ha despertado y decide participar en el violento entramado. De hecho, la secuencia que muy simbólicamente transcurre en el cuarto de la caldera —en el infierno de los personajes— muestra cómo la violación programada desata un éxtasis multiorgásmico en ella que asusta y desconcierta al violador. Un placer fuertemente reprimido y que ha sido detonado por la fuerza.
A partir de entonces, parece entablarse una relación entre ambos (magnífica la secuencia en que Michèle, su hijo y el vecino cenan delante del Belén, en el comedor de aquél, remedo satírico, buñueliano), una relación que debe encauzarse a través del formalismo burgués y que, automáticamente, provocará el rechazo de ella, que decide cortar de raíz esa relación más que por su carácter nocivo, por su carácter de convencionalismo burgués, provocando un fatal y restaurador desenlace del orden burgués resquebrajado. La bondad católica de la vecina es un revestimiento de cemento que esconde y alberga lo más turbio y podrido del alma humana, del inconsciente más salvaje y violento. Esa fe absoluta y fanática es la que le promete una vida eterna y la guía en la tierra, a la par que le ha dado fuerza para dar cobijo y amparo a una alimaña.
Finalmente, la figura del padre ausente hará acto de presencia. No habrá acto de contrición, ni olvido ni perdón. El determinismo hereditario ha sido superado, ha sido interiorizado como mecanismo de defensa. Sólo perdura la reafirmación en la determinación —inapelable— adoptada hace mucho tiempo.
Con la compañía cómplice de su amiga, Michèle ha reordenado y encauzado la existencia de su marido y de su hijo, dos seres débiles cobijados bajo las fuertes alas de la madre y esposa burguesa, sabedora de la hipocresía de las instituciones mesocráticas (familia, matrimonio, religión, trabajo) sobre las que se sustenta la sociedad y, sin embargo, fiel defensora de las mismas (el malestar en la cultura). Su soledad es tan inabarcable como su voluntad, como la distancia (respetuosa del director para con ella) con la que arrostra la dura lucha por la vida y por sobrevivir. Es una superviviente. Una lúcida mujer en un mundo de estúpidos y de fieras salvajes.
Escribe Juan Ramón Gabriel
