Emmanuelle (1)

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La manumisión de Emmanuelle

El nombre propio de la protagonista de la novela homónima de Emmanuelle Arsan ha devenido con el paso del tiempo en un epónimo por excelencia del erotismo, tanto en su vertiente escrita como visual.

Su origen francés remite a una larga y prolífica tradición literaria que se remonta hasta el siglo XVIII (el marqués de Sade) y que ha pervivido y se ha ido estilizando hasta el siglo XX: la literatura galante o libertina, una veta muy cultivada por la intelligentsia gala, verdadero estandarte de la sofisticación y exquisitez del arte francés, junto con la gastronomía, el vino, la literatura, la pintura, el cine (¿la pederastia?)…

El erotismo, la búsqueda del placer a través de los sentidos, sería la divisa más representativa de una cosmovisión racionalista de la existencia que la Revolución Francesa grabó en el imaginario occidental. Un hedonismo de raigambre sensual que recubre todas las facetas del hombre, alzándose casi como uno de los derechos básicos del individuo.

Más allá del origen literario de esta nueva Afrodita gala, será la adaptación cinematográfica que el director Just Jaeckin perpetró en 1974 con Sylvia Kristel como protagonista la que encumbró en el Olimpo de los mitos eróticos el sensual título. Tras el mayo del 68, el arte occidental abrió el foco para que tanto la violencia como el erotismo (cuando no los dos a la par) tuvieran espacio para su representación, sortearan la censura y arramblarán con los últimos diques de la moralidad y la contención. Que cada cual busque en el baúl de los recuerdos personales aquellos títulos que más le impactaron.

Desde las películas de Sam Peckinpah (Perros de paja, Grupo Salvaje, La cruz de hierro), hasta las contorsiones demoníacas de Linda Blair en El exorcista (1973, de William Friedkin), o el retrato de la Mafia a cargo de Francis Ford Coppola, amén del cine de Liliana Cavani, o El imperio de los sentidos, o todas las secuelas cromáticas de nuestra heroína (Emmanuelle negra). Incluso en los años ochenta y parte de los noventa del siglo pasado, aunque fuese a través del disfraz del thriller, todavía algunas actrices alcanzaron el estrellato y la fama mediante la exhibición generosa de sus encantos más íntimos y sus atributos más visibles: Kim Basinger, Kathleen Turner o Sharon Stone.

Pero el emergente y activo movimiento feminista, la asimilación social y política de muchos de sus presupuestos (la cosificación de la mujer) logró que esta rama del cine erótico desapareciera prácticamente de las pantallas. Ahora bien, esta desaparición de las salas de proyección no significó la extirpación de lo erótico en cuanto a su representación artística, sino más bien su prolongación a través de nuevos cauces.

Paradójicamente, la invisibilidad cinematográfica de la mujer erotizada se debió a la erotización social del cuerpo de la mujer a pie de calle, en plena vía pública, haciendo gala de una exhibición del cuerpo femenino como uno de los efectos y logros del triunfante feminismo. Lo erótico se trasvasaba desde la pantalla hasta las aceras: la cantante Madonna emergía como la pionera en la hipersexualización de la mujer en lo cotidiano, convirtiéndose en la musa y fundadora de toda una galería de cantantes femeninas a las que el cuerpo y su provocadora exhibición añadían un plus de espectáculo. La Lolita de Nabokov y Kubrick se había multiplicado hasta el infinito y más allá, hasta hoy mismo, sin ir más lejos.

Así pues, inmersos en una sociedad en la que el contacto no ya con lo erótico, sino con lo pornográfico, se realiza a través de los nuevos soportes digitales y a edades cada vez más tempranas; una sociedad en la que lo escandaloso reside en observar un cuerpo de mujer totalmente enclaustrado por los ropajes (el burka) mientras por las avenidas principales de nuestras ciudades —occidentales— la exhibición de senos, nalgas, etc., ha dejado de ser una excepción para convertirse en la norma; en este estado de liberalismo corporal a ultranza, ¿qué añade una nueva versión del mito erótico setentero de Emmanuelle?

Obviamente añade la mirada femenina de su directora y coguionista Audrey Diwan, conocida por estos pagos por El acontecimiento (2021), una película en la que se relataba las tribulaciones de una joven francesa para llevar a cabo un aborto clandestino en… 1963.

Pues bien, Diwan ha optado por una puesta en escena fría, contenida, morosa; a ratos discursiva, a ratos pseudofilosófica (que Georges Bataille era francés) y focalizada en la actriz protagonista: una Noémie Merlant que a sus 35 años refulge en la cinematografía francesa con el afán indisimulado de ocupar y relevar a las ya maduras Huppert, Binoche et alia, afán por el que no ha puesto reparos en mostrar su espléndido cuerpo en muchas de sus interpretaciones: Retrato de una mujer en llamas, 2019, de Céline Sciamma; Curiosa, 2019, deLou Jeunet, sobre el escritor Pierre Loys, especializado en erotismo, cuyas apócrifas Canciones de Bilitis son citadas profusamente en la novela de Emmanuelle, y cuya adaptación cinematográfica de David Hamilton —filtros mediante— tuvo su momento en los años 70; Paris, distrito 13, 2021, de Jacques Audiard; un papel secundario e importante en Tár, de Todd Field. Un cuerpo del que aquí también hace gala, aunque en un tono muy menor, mínimo.

Ahora el escenario es Hong Kong, la nueva capital mundial de los negocios y de la riqueza.

Esa escenografía gélida es un reflejo del espíritu si no atormentado, al menos torturado, de Emmanuelle, cuyo verdadero problema, cuyo talón de Aquiles, cuya fisura ontológica reside en su… frigidez. Si Sylvia Kristel era una ilustración mimética del personaje literario, una verdadera máquina de gozar y de follar, rayana en la ninfomanía y el furor uterino, cuya única obsesión era estilizar y perfeccionar sus virtudes innatas para elevarlas a la categoría de arte, siguiendo las instrucciones y las enseñanzas del maduro y esteta italiano Mario en medio de la sensual Bangkok, la Emmanuelle de Diwan retrata a una Noémie Merlant poderosa tanto de cuerpo como de alma; segura de sí misma; dueña de su vida y señora que controla las riendas de su destino. Es una triunfadora en lo profesional, una heroína del nuevo capitalismo mundial: una coach, una ejecutiva de control de calidad para una multinacional de hoteles de lujo, cuyo verdadero trabajo y función, debajo de todos los altisonantes y rimbombantes nombres, consiste en despedir a gente y abaratar costes.

Ahora el escenario es Hong Kong, la nueva capital mundial de los negocios y de la riqueza. El escenario ya no será la lujuriosa naturaleza tailandesa, tan propicia para desatar la pasión y explayarse en el placer, sino los laberínticos pasillos que constituyen el hotel de lujo cuyo análisis de calidad debe realizar Emmanuelle, con el fin de proceder a encontrar o, incluso, fabrica, un error que permita el despido de su directora, una madura y resplandeciente Naomi Watts.

Entre ambas mujeres el guion empieza por pergeñar una formal, contenida y fría lucha (la Watts desempeñó en su juventud la misma desagradable tarea que la joven Emmanuelle, ergo conoce sus más íntimas intenciones), una disputa soterrada por el poder, para finalmente desembocar en una sororidad, una solidaridad femenina frente al verdadero enemigo. ¿Quién? Obviamente esa voz que surge del ordenador personal de la protagonista, una voz masculina que representa al mal y al capital (que diría la bruja Avería) y cuyo rostro se nos hurta.

Esta elipsis y todas las que acompañan a la protagonista es lo mejor del filme, que gana más por lo que no dice, por lo implícito, y que naufraga cuando se empeña en mostrar lo obvio.  Por ejemplo, la conversación telefónica con esa ¿madre? que reclama a la hija ausente; la conversación con esa scort asiática que apela a su origen común (ambas proceden del fango, de la pobreza; ambas son dos arribistas) y a su firme empeño por no regresar jamás al hogar.

La delectación con el lujo propio del hotel ocupa gran parte del metraje. Esos huéspedes internacionales (de color, asiáticos, hindis…, muy pocos blancos: queda claro de quién es el futuro del mundo o, al menos, del capitalismo) comen, beben, bailan, ocupan y se deleitan en un espacio artificial basado en la sofisticación, pero que entrará en crisis, colapsará cuando estalle un tifón retardado y el agua, la naturaleza, se vuelva a enseñorear de sus dominios.

El ingeniero asiático ha despertado el deseo reprimido de Emmanuelle y la ha liberado de sus ataduras alienantes.

De hecho, será un ingeniero dedicado a construir presas, a sabiendas de lo inútil de su labor frente al poder omnímodo de la naturaleza, un ingeniero asiático, con cara de castigado y de castigador, que arrastra en su interior las huellas de una vida pasada tan intensa como destructiva, será la mirada de este personaje la que actúe como espoleta para despertar el deseo de Emmanuelle.

Las charlas y conversaciones entre ambos son el equivalente de las clases del italiano Mario de la novela. Ahora el maestro es un asiático hastiado de la vida por haberla quemado por los cuatro costados. Su aparente cinismo; sus inteligentes y sagaces palabras conseguirán la concienciación marxista de la protagonista. A saber, Emmanuelle emite un informe positivo del hotel y de su directora a sabiendas de que dicha valoración significará su despido fulminante. Emmanuelle deberá abandonar el dédalo del lujo, su laberinto profesional y salir a las calles de Hong Kong en busca de su mentor, cuyo encuentro propiciará el reencuentro de Emmanuelle con la realidad, con la pobreza, con los deseos de la gente, con sus vicios, con la vida y que la manumitirá de sus propias ataduras.

El ingeniero asiático ha despertado el deseo reprimido de Emmanuelle y la ha liberado de sus ataduras alienantes (esto sí que es un verdadero aggiornamento del marxismo-freudismo), aunque será incapaz de suministrarle el placer que reclama y que deberá culminar su liberación. Para ello surgirá otro bello asiático que logrará, vía traducción e intermediación de nuestro ingeniero, que Emmanuelle supere su anorgasmia y frigidez y alcance el estallido placentero con el que finaliza la película, todo un guiño y un tributo al final de la novela, cuando el personaje en medio del acto sexual en un trío exclama: «Amo. Amo. Amo».

La relación triangular responde a otro de los flecos que han marcado el guion de la directora: la omnímoda presencia de las pantallas en nuestras vidas, esos teléfonos móviles que son cámaras ambulantes dispuestas a grabar en cualquier momento cualquier acto o suceso. Mejor dicho: más que a grabar, a crear y dotar de realidad nuestras inanes vidas. La espoleta que definitivamente logra la explosión emocional (sexual, es lo mismo, ¿no?) de Emmanuelle es la grabación de su masturbación en la habitación vacía del ingeniero asiático. Este acto onanista, más aún: narcisista, será enviado por WhatsApp, en una nítida declaración de amor en los tiempos si no del cólera, sí de los smartphones: te envío estas imágenes íntimas como prueba irrefutable de mi entrega. Haz con ellas lo que quieras pues mi vida (al menos mi honor) está en tus manos (en tu teléfono).

Y eso es lo que ha hecho la directora; enviarnos las imágenes de Emmanuelle a nuestros móviles más que a la pantalla del cine. Pero en la sala los hemos de tener apagados por respeto a los espectadores y a la misma proyección. Habrá que ir a ver otras películas más cinematográficas, tal vez más setenteras.

Escribe Juan Ramón Gabriel | Fotos Beta Fiction Spain