Deseos estivales

«Adolescente fui en días idénticos a nubes…»
(Luis Cernuda)
Jaume Claret ha filmado Extraño río (Estrany riu), un largometraje hermoso y digno, que aborda la adolescencia como un período vital donde se empieza a conocer la belleza de los seres y del mundo y, junto con este conocimiento, los fantasmas de la soledad, el miedo, la incomprensión.
La película toma el motivo clásico del viaje, en un sentido literal y metafórico. Así, una familia viaja por el sur de Alemania durante las vacaciones de verano. Dídac, un notabilísimo Jan Monter, el mayor de los hijos, un adolescente de dieciséis años, va a experimentar un inmenso cambio en esas jornadas estivales al descubrir el fulgor del deseo, la hermosura del cuerpo amado, la dicha de la existencia.
El Danubio, río inmenso, caudaloso y sublime, será el espacio esencial del filme. Y aquí hallamos toda la herencia artística del tópico del vita flumen, en una mágica mezcolanza con la contemporaneidad. La obra de Claret canta al amor homosexual, a la libertad de los individuos, al goce de los sentidos.
En un ámbito cinematográfico, el referente principal sería Muerte en Venecia (1971), una conmovedora película de Luchino Visconti, basada en el magistral relato de Thomas Mann. Cualquier trabajo cinematográfico que trate el amor homosexual suele tomar como fuente fundamental la magna película de Visconti; como las obras que abordan la conflictividad entre los seres humanos y Dios se inspiran en El séptimo sello (1957), de Bergman; las que recrean la rebeldía infantil son alentadas por Los cuatrocientos golpes (1959), de Truffaut; o las que cuentan historias de mafiosos reciben la ascendencia de la trilogía de El padrino (1972, 1974 y 1990), de Coppola.
En Extraño río, Dídac y Alexander (Francesco Wenz), el muchacho que conoce, se miran con miradas embelesadas, se buscan, se pierden, se encuentran, cual Aschenbach y Tadzio en el filme viscontiano. Mientras que en Extraño río se desarrolla la relación sentimental entre los dos adolescentes, y Claret nos regala algunas secuencias magníficas de este idilio, en Muerte en Venecia se ahondaba en el despertar de la pasión de un hombre veterano por un joven, pero el encuentro amoroso, como en el mito de Apolo y Dafne, nunca se producía.
Considero muy potentes los primeros planos de Dídac para enfatizar su carácter protagónico, reflejar todo el caudal sentimental que alberga y asentar el punto de vista hegemónico de la película: la realidad, con sus luces y sus sombras, a través de la mirada del adolescente. En ocasiones, Claret hace que sea el hermano pequeño de Dídac el que nos descubra las búsquedas eróticas del protagonista, pero estas escenas no nos cautivan tanto como las anteriores, cuando por medio del propio Dídac conocemos sus miedos y esperanzas, sus anhelos y preocupaciones.
El largometraje flojea, a mi entender, en el tratamiento de la temática del cosmos familiar, ya sea en los instantes armónicos o de discrepancias, porque acaso se acerca al mismo de forma algo ligera, sin la fuerza requerida, y eso que Nausicaa Bonnín realiza una espléndida interpretación como madre. Es Bonnín una actriz maravillosa a la que tuve la suerte de ver en directo en el Teatro Valle-Inclán, de Madrid, hace un par de años, cuando dio vida a una extraordinaria Hedda Gabler, en una versión libre del drama de Ibsen.
Extraño río también se centra en la fugacidad de la vida, el tempus fugit, y cómo lo que vivieron los padres puede ser vivido por los hijos, con los matices diferenciadores de las épocas y las personalidades. En este sentido, qué bien correlaciona Claret el recuerdo del amor de juventud de la madre con la vivencia amorosa actual de Dídac, conectados ambos por esa barca flotando de madrugada en el Danubio, la barca donde triunfa el deseo, y tras este triunfo llega el aislamiento, las incertidumbres, el desamparo.

Por otro lado, la película resulta bellísima al recoger toda la magnificencia del Danubio y su entorno: las riberas, los bosques adyacentes, las bandadas de aves surcando el cielo, la amalgama de sonidos de la naturaleza. En algunos momentos del visionado me acordé de dos insignes creaciones cinematográficas: El río (1951), de Jean Renoir, y El movimiento de las cosas (1985), de Manuela Serra.
A su vez, son excelentes las secuencias de los cinco familiares montando en bicicleta —¿una huella de la serie televisiva Verano azul (1981), de Mercero?—, ya que unen a los personajes con un excelso entorno natural, otorgan cohesión a la narración fílmica y subrayan la rapidez con la que pasa la vida y de ahí la necesidad de disfrutarla.
En pleno otoño, ha llegado a los cines este valioso largometraje de Jaume Claret, que, al igual que Romería, de Carla Simón, pero con un estilo distinto, supone un cántico de las alegrías y las nebulosas adolescentes.
«Con el viento en la cara y aquel rumor tan liso
de cadena y pedales…»
(Joan Margarit)
Escribe Javier Herreros Martínez | Fotos Elástica films