Tributo al poder terapéutico polivalente del cine
Uno a veces quiere ver películas de encanto, amables mayormente (amables totalmente es imposible), obras poéticas y sugerentes que al salir hayan dejado en la psique y en el espíritu cierta sensación de hechizo y felicidad. Esto es lo que me ha producido esta cinta: una sensación de aire fresco, de poética, buena onda y animosidad.
En la historia, en la medianía del pasado siglo, se habla del desierto de Atacama en Chile. De María Magnolia, una mujer hermosa que, a pesar de vivir en difíciles condiciones, transmite a su hija María Margarita su pasión por el arte, entre otras por el cine. María, en un momento de penuria local, y ante la dificultad de bastantes de sus habitantes de pagar la entrada del cine, se convierte en la contadora de historias del pueblo, o mejor, se convierte en la muchacha que cuenta las películas que ha visto en el cine a su atenta y maravillada audiencia de vecinos.
La actriz chilena Sara Becker explica: «La película trae una parte de la historia minera de Chile». El rol de Becker es la contadora de películas, la muchacha que tiene que explicar a su padre, impedido tras un accidente laboral y a otros convecinos que no tienen plata para ir a la sala de cine, el argumento de las cintas que no pueden ver.
La obra se solapa en el tiempo con la creación «de todos los movimientos sociales» en el país andino, una época que precedió la llegada de Salvador Allende al poder, lo cual cercenó el golpe militar de Augusto Pinochet en septiembre de 1973. «La película es un homenaje al cine, a la superación. Es muy emotiva e invita al espectador a vivir, de nuevo, el cine en comunidad, en la sala», añade Becker.
Coproducción entre Francia, España y Chile ambientada en el desierto de Atacama, lugar con algo mágico, con una atmósfera y un paisaje hipnótico, el cual he podido visitar, y que es complicado explicar, pero que, finalmente, turba y sobrecoge.
Está dirigida más que mejor y de forma minuciosa, sin subrayados, contundente (gran puesta en escena y rigiendo en el capítulo actoral) por la realizadora danesa Lone Scherfig (que fuera partícipe del movimiento Dogma), autora de películas atractivas como Italiano para principiantes (2000), Wilbur se quiere suicidar (2002) o La amabilidad de los extraños (2019). Una señora cineasta con oficio y con arte.
El libreto está muy trabajado y depurado con autores como Walter Salles, Rafa Russo e Isabel Coixet, adaptando la novela homónima del escritor y poeta chileno autodidacta Hernán Rivera Letelier. Un texto dramático y en ocasiones con su vis cómica, con prolijas cargas éticas y emocionales cuya traslación a la gran pantalla cabe decir, como apunta Trashorras: «trasciende la idealización cinéfila y el suspiro autosatisfecho».
Tiene la cinta una elegante música de Fernando Velázquez y una admirable fotografía de Daniel Aranyó que sabe aprehender el paisaje del desierto chileno y los rostros curtidos de sus habitantes. Junto a ello un sensacional reparto con actores y actrices, como Berénice Bejo (muy bien como la madre con espíritu de artista que cuida al inicio de sus hijos pero que añora una vida en el escenario o en la pantalla), Antonio de la Torre (parco y sólido como el padre), Daniel Brühl (gerente europeo de la explotación salinera, a quien le basta con mirar a la Bejo para cumplir), Sara Becquer y Alodra Valenzuela (ambas como María Margarita en edades diferentes, la cuenta-películas: sensacionales las dos), Geraldine Neary, Luís Dubó, Pablo Schwarz, Pablo Horton, Max Salgado o Ariel Mateluna. Todos sin excepción están a un gran nivel, tanto individualmente, como en el terreno coral y de grupo de personajes próximos e interconectados.
Entre dirección, guionista, actores y etcétera, habría podido salir una especie de pudin hispano-europeo en general y americano también que, finalmente, no es tal mezcolanza o batido o como se quisiera llamar; y no es así porque el americoeuropuding del que no era fácil que saliera una película con personalidad, sin embargo, tiene vida propia y su singular carácter y propiedad, que en nada entorpece la variedad en las nacionalidades que anuncian sus títulos de crédito.
Hay una vida típicamente chilena, muy de Atacama, esa zona de salitre que fue combativa en los años sesenta y más, y que devino zona abandonada finalmente. La historia de esta familia de mineros se ilumina cuando María Margarita se convierte en una contadora de películas. María Margarita tiene el don de contar como nadie más sabe hacerlo en el pueblo. Resulta emocionante ver cómo ella es la unión de toda una comunidad perdida en el desierto de Atacama con el cine como compañía reconfortante y casi única para incorporar alegría o sentimiento a unas vidas áridas como la sal.
Y es que resulta que la capacidad de la niña para evocar las imágenes de la pantalla le permite enfrentarse con verismo y sentimiento a distintas situaciones dolorosas y de pura angustia que asolan a esa comunidad por variadas razones. Estamos ante un cuento que acierta a edificar un auténtico tributo al cine.
Va saliendo a lo largo del metraje un listado de películas, con sus reconocibles secuencias, escenas que al segundo son identificables (para quien las ha visto, claro), una selección de obras escogidas, para ver y para contar-escuchar, un listado representativo y en absoluto inocente.
Hay westerns dramáticos, películas psicológicas, sensuales o grandes producciones cuidadosamente seleccionadas como El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford; Días de vino y rosas, de Blake Edwards; El apartamento, de Billy Wilder; De aquí a la eternidad, de Fred Zinnemann; Los diez mandamientos, de Cecil B. DeMille; o Espartaco y Senderos de gloria, de Stanley Kubrick, y alguna más.
Iconos de la pantalla que cualquier aficionado de cierta edad conoce sobradamente Un rosario de obras que ya forman parte de lo más granado del cine de todos los tiempos, cuya presencia en este filme rinde un tributo claro y diáfano al Séptimo Arte; también es una hermosa oda al poder del cine, alimento y bálsamo para gente pobre y aislada en el final del mundo.
O sea, que esta película de Lone Scherfig señala claramente a lo que ella y muchos imaginamos y creemos que es el poder del cine para cambiar la vida, al menos aspectos circunstanciales, aunque puede que también sustanciales, el cine como medio para enseñar a vivir, a ser felices, diría que a resistir. Además, esta cinefilia queda expresada sin ñoñería, con un terrenal humanismo y un discurso genuinamente universal y finalmente ponderado.
Una hermosa mirada a la vez que conmovedora sobre la cualidad del cine para unir a una comunidad y por extensión, para unir a los espectadores que aún continuamos asistiendo a las salas de proyección. El cine y en general el arte como sanadores, con capacidad para suturar corazones rotos como muy bien vemos en esta cinta.
Y un conglomerado de personajes muy interesantes, una madre con vocación artística que le señala a la hija que no repita sus propios errores, padre breve y roto por una explosión casi buscada, hijos e hija (la contadora) muy unidos hasta el mismo final, mucho que no se dice entre los personajes, pero cuyas no-palabras se entienden muy bien, no en vano todos hablamos el mismo idioma y, a la vez, todos poseemos el poder de interpretar sin necesidad mayor de un verbo inútil tantas veces, pues como dice nuestro ya ido Javier Marías, habría que aprender a callar.
Una apología en defensa del lenguaje del cine, un lenguaje que los espectadores y amantes de la cosa, como María, hemos interiorizado. A veces también lo hemos transmitido contando pelis a sobrinos o a amigas o ha hermanos; nuestros relatos sobre lo visto, que no es lo visto, pero que se le aproxima, contenidos de ilusión, de ganas o de firmeza. A propósito, en Valenzuela y Becker, tiene esta película una increíble protagonista que, a la vez que cuenta pelis, es símbolo de la eterna resistencia que anima al espíritu humano.
En suma, la simplicidad y un realismo —que más que realismo es «realismo imperfecto»— hacen de esta obra un semillero que de seguro habrá de florecer en inesperados e imposibles jardines, como imposibles fueron los desiertos salados de esta historia.
Escribe Enrique Fernández Lópiz | Fotos A Contracorriente films