El dolor (en)callado
DocumentaMadrid 2015 tuvo este año el privilegio de estrenar en España La mirada del silencio (distribuida por Avalon), donde también acudió Joshua Oppenheimer a presentar su película y departir con el público tras la proyección. Con ella el director estadounidense (residente en Copenhague) completaba el díptico sobre el genocidio indonesio que iniciara con The act of killing (2012), una obra que el festival madrileño ya reconociera con el Primer Premio del Jurado y el Premio del Público en 2013.
La mirada del silencio (2014) volvió a impactar a los espectadores de la capital como lo hiciera su predecesora, volviendo a otorgarle su máximo reconocimiento en esta edición. Un premio que el director agradeció afectuosamente en un video emitido en la gala de clausura del festival donde reconocía su especial conexión con el público español. Previamente el Festival de Venecia 2014 ya se había rendido a la profundidad de esta propuesta con numerosos galardones, entre ellos el Gran Premio del Jurado.
Werner Herzog, que dijo de la primera que era potente, surreal y terrorífica, califica a ésta (en la que ha participado como productor ejecutivo) como profunda, visionaria e impresionante. Adjetivos tan precisos y certeros como tantos otros merecidos: incisiva, brutal, impactante, estremecedora…
Cuando de The act of killing (2012) fue nominada a los Oscar en 2014 ya había pasado por las pantallas y festivales de medio mundo impactando en las conciencias de jurados, crítica y espectadores de cualquier latitud, consiguiendo un gran reconocimiento internacional con multitud de galardones. Los miembros de la academia americana, en cambio, se resistieron a premiar una película que volvía a dejar en evidencia la particular forma de entender la libertad del país que más alardea de defenderla.
The act of killing cuenta desde el punto de vista de los asesinos las matanzas perpetradas en Indonesia tras el golpe militar del general Suharto en 1965. La película se centra en el testimonio de varios de aquellos verdugos (Anwar Congo, concretamente, y Herman Koko). Individuos desalmados (organizados en bandas armadas de gangsters, como les gustaba llamarse) pertenecientes a grupos paramilitares (los escuadrones de la muerte) que fueron reclutados por el gobierno para torturar y exterminar, sin discriminación, a cualquier persona de ideología comunista o sospechosa de serlo. En menos de un año se perpetraron con impunidad más de un millón de asesinatos con la aquiescencia de países del primer mundo que hipócritamente presumían de defender los derechos humanos.
Los asesinos representan ante la cámara sus métodos brutales y se jactan de su tarea con descaro, haciendo ostentación de su propia deshumanización, mientras exhiben con espeluznante naturalidad sus hazañas genocidas, las cuales son vitoreadas por sus conciudadanos como una auténtica heroicidad.
La mirada del silencio es el contraplano humano y callado a la jactancia de los asesinos y el necesario encaramiento de éstos con su propia barbarie cuando son instados a responder de ella ante las víctimas de la masacre.
Ambas películas forman un todo, concebidas como el anverso y reverso de una misma realidad distorsionada, vivida desde dos posiciones antagónicas (la de los verdugos y la de sus víctimas) pero construidas para que funcionen también como obras exentas e independientes, completas en sí mismas pero cuyos significados se complementan.
The act of killing se cerró pensando en su réplica. Por eso para el espectador ya familiarizado con su mensaje La mirada del silencio funcionará como contraplano de su antecesora y le servirá para completar y profundizar en su reflexión. Sin embargo, quien se acerque al tema por primera vez tendrá que sobreponerse a la conmoción inicial para entender su verdadero alcance.
El compromiso del director
Ambas películas son el producto de muchos años de investigación y trabajo. El compromiso de Oppenheimer con la parte más oprimida del pueblo indonesio comenzó en 2001 cuando llegó a Sumatra septentrional para colaborar en un proyecto documental promovido por los propios implicados —The Globalisation Tapes (2003)— en el cual se denunciaba la explotación de los trabajadores de las plantaciones de palma de aceite y las deplorables condiciones en que sobrevivían.
Para un pueblo que había sufrido las consecuencias de la represión, corrupción y explotación de un régimen genocida y que padecía los efectos de la neocolonización y de la globalización donde las grandes empresas no respetaban los derechos de sus empleados y cualquier intento por reclamarlos era reprimido, aquella película supuso un primer paso para superar el miedo a tantos años de silencio.
Alentado por los propios aldeanos, el director americano volvió a Indonesia en 2003 para indagar en el origen de ese temor, que se remontaba a las matanzas de 1965 y 1966. El punto de partida de su investigación fue la figura de un joven llamado Ramli (del que todos hablaban porque su muerte había sido pública), convertido en símbolo de todas las víctimas y la evidencia de una realidad que las autoridades negaban.
Oppenheimer conoció a la familia del chico asesinado, a su madre Rohani, a su padre Rukun y a sus hermanos, con el más pequeño de los cuales, Adi, estableció una estrecha relación de amistad y colaboración.
Juntos contactaron con varias de las familias de las víctimas con las que se reunían en secreto para grabar. Hasta que fueron descubiertos y amenazados; entonces el director desplazó el punto de vista a los verdugos, encontrándose con la sorpresa de que no solo no ocultaban sus crímenes sino que presumían de ellos y estaban encantados de relatarlos ante la cámara con todo lujo de macabros detalles.
Aprovechando ese hecho insólito consiguió unos testimonios inauditos, demostraciones espontáneas de sus actos y hasta una representación de los hechos interpretados por los propios asesinos que se convirtieron en el material de The act of killing.
Cuando los asesinos de Ramli se identificaron ante la cámara el director enseñó las imágenes a Adi. Este pasó años estudiándolas, tratando de entenderlas con una mezcla de conmoción, tristeza e indignación y finalmente solicitó ser el protagonista de la réplica a la película anterior para encarar a los asesinos y pedirles respuestas.
Con la colaboración de Adi y su familia (padres, esposa e hijos) Oppenheimer construye una radiografía humana de cómo encaran los supervivientes del genocidio la realidad de un país que aún hoy, les discrimina, culpabiliza, amordaza y aterroriza.
Oppenheimer grabó La mirada del silencio en 2012, después de editar The act of killing pero antes de estrenarla, porque sabía que después su vida correría peligro en Indonesia.
La película no heroifica ni santifica a las víctimas del genocidio sino que expone con rotundidad y naturalidad cómo sobreviven en una realidad cotidiana edificada sobre una base de terror, mentiras y silencio.
Sinopsis
A través de las imágenes obtenidas por Oppenheimer, una familia de supervivientes del genocidio indonesio tiene la oportunidad de conocer los detalles del asesinato de su hijo y la identidad de los autores.
Adi, el hijo menor, aborda a los ejecutores y responsables de la muerte de su hermano, obligándoles hoy, casi cincuenta años después, a mirarle a la cara y responder por sus crímenes en un país donde todavía los asesinos mandan.
La voz de los muertos
La mirada del silencio abre con el Primerísimo primer plano de la mirada miope de uno de los asesinos de Ramli. ¿Sentimiento de culpa? ¿Remordimiento de conciencia? ¿Vergüenza? Como contraplano la mirada sostenida, seria e impasible de Adi, que intenta entender lo que se esconde detrás de esa mirada turbia.
Después se sitúan los acontecimientos, recordando al espectador que no haya visto su antecesora el hecho histórico que rememora, el derrocamiento del gobierno indonesio en 1965 por los militares y la posterior persecución y ejecución de cualquier opositor a la dictadura acusado de comunista ya fuera sindicalista, campesino o intelectual.
Adi, nacido tras el genocidio, en 1968, es el vínculo entre un pasado traumático sin resolver (representado por el rencor y el dolor imperecedero de sus padres) y un futuro manipulado (donde sus hijos son receptores de una educación que tergiversa la historia y responsabiliza a los supervivientes de lo ocurrido). Él, como trasunto del hermano muerto, es el símbolo de un presente que ha perdido el miedo a preguntar.
El autor contrapone la realidad sencilla y transparente de los padres centenarios de Adi, con la turbia mirada de los asesinos y la tensión que provoca en ellos y sus familias el recuerdo de sus crímenes.
En el lado de las víctimas están los supervivientes y sus herederos. Los padres de Adi, ya centenarios, sobreviven, pobres pero dignamente en su pueblo, callados, rodeados por los asesinos. Son dos ancianos entrañables, el padre, ya muy enfermo, ha perdido su conexión con el mundo real, pero impresiona la fuerza de esa madre que en la vida sustituyó a un hijo por otro, pero cuyo corazón ni olvida ni perdona y aún se lamenta. Las escenas entre ambos son de una gran ternura, magníficas.
Esta realidad se contrapone a la de los verdugos. Notoriedad, poder, riqueza. Oppenheimer se vale de la confianza que le tienen los entrevistados (a los que conocía de su anterior película) y de la profesión de oculista de Adi para abordar a algunos de ellos. Entre los que se encuentran uno de los asesinos confesos de Ramli, que aún vive, y la familia del otro, además de su propio tío, carcelero de su sobrino y algún político que se vanagloria de su posición y le amenaza descaradamente si continúa removiendo el pasado.
La mirada del silencio opone a su arrogancia anterior la incomodidad de los culpables cuando inesperadamente son obligados a enfrentarse a su pasado y responder de él con espontaneidad ante las víctimas y ante la cámara. En estos casos el encuadre se cierne sobre sus rostros captando la tensión del momento en primeros planos sostenidos, demorándose en ellos, escudriñando su fastidio, su soberbia, su agresividad contenida… Su silencio cobarde.
Ninguno de los interrogados asume su responsabilidad en lo ocurrido, se sienten respaldados por el sistema, el pueblo y sus allegados. En la mayoría de los casos (excepto alguna tímida disculpa) Adi sólo obtiene negativas, evasivas, excusas, justificaciones… (desplazando la culpa hacia otros, entre ellos al ejército o a América por enseñarles a odiar a los comunistas) y excepcionalmente alguna confesión insólita de un sadismo siniestro, que bordea la náusea.
Él no juzga a los asesinos e intenta ver en sus escalofriantes confesiones una forma de arrepentimiento, que los culpables están muy lejos de sentir. Es emotiva la imperturbable serenidad (sin duda entrenada) con que escucha las pormenorizadas descripciones, tan explícitas y expresivas, de como ejecutaban a sus víctimas, el sarcasmo y mofas que exhiben describiendo su agonía, y que se hacen dolorosamente brutales cuando se refieren a la muerte de su propio hermano.
La película produce en el espectador un choque de sensaciones brutal, un dolor sordo, impotente y desgarrador que cuestiona los límites entre barbarie y civilización, cuando ambas conviven con deshumanizada connivencia en seres monstruosos que se exhiben o esconden tras sus máscaras (ir)racionales.
En The act of killing Openheimer utilizaba una puesta en escena tan inteligente como pertinente y expresiva dada la naturaleza espectacular de la propuesta. Con la recreación (realizada por los propios protagonistas) como vía de aproximación a la realidad consiguió una autenticidad basada en el esperpento que por una vía más ortodoxa hubiera resultado imposible conseguir.
En esta ocasión, sin embargo, se decanta por un tratamiento formal más directo y en consonancia con la idiosincrasia del género documental (entrevistas, conversaciones…) optando por una exposición que yuxtapone espontaneidad y planificación, con una clara intención de contraste.
No busca, en este caso, tanto la sorpresa como exponer con claridad la rotundidad de su mensaje haciendo evidentes las fisuras sin compatibilizarlas y elaborando un discurso atrevido que mezcla arte y denuncia, poesía audiovisual y homenaje, debate y reflexión.
Sobrepuestos a la visión de su antecesora, La mirada del silencio es aún más intensa y perturbadora que aquélla porque invierte los términos, y al dejar oír la voz de los muertos reclamando visibilidad enmudece a sus verdugos que, ante ellos, se niegan a recordar.
Escribe Purilia
Más información sobre el director:
The act of killing