Sermón en las alturas
Nacido en
Con envoltura de thriller afincado en el territorio de lo sobrenatural, la película con Bruce Willis nos mostraba a un niño que podía ver espíritus, pero en el fondo, tras el giro final de la trama, era la historia de un espíritu que quería salvar a un niño porque en la vida real, siendo psiquiatra, no había logrado hacer lo propio con otro joven.
Narrada así, estamos ante la historia de una redención, pero una historia contada con trampa, porque las normas que el propio guionista ponía en la narración (los muertos no podían entrar en las iglesias, lugar donde se refugiaba el niño; y, por otro lado, las visiones de muertos presentaban el mismo aspecto que tenían al fallecer, de ahí que el niño los viera a veces destrozados y ensangrentados), eran normas que el propio desarrollo de El sexto sentido se saltaba a la torera: Bruce Willis sí entraba en una iglesia y su personaje no sangraba hasta la escena del giro final… es decir, la película traicionaba su propio mundo, por lo que todo el castillo de naipes se venía pronto abajo.
Aclamado por la crítica y el público, Shyamalan siguió ahondando en historias más o menos fantásticas (El protegido), con un giro final en ocasiones absolutamente inaceptable (¿alguien puede creerse que exista un pueblo como el de El bosque, alejado del mundanal ruido e incluso del tráfico aéreo?), y casi siempre con un importante discurso moral a cuestas (la pérdida de la fe de un pastor en Señales).
Pero aquellos años tan felices duraron poco y en menos de una década su matrimonio feliz con público y crítica se resquebrajó, dando lugar a películas con ciertos defensores pero pobres resultados en taquilla (La joven del agua), a títulos con apoyo del público y serios reveses críticos (El incidente) y, en fin, a ladrillos donde público y crítica ya sospechan que el idilio se acaba (Airbender, el último guerrero).
Llegados a este punto, M. Night Shyamalan ha decidido dar un giro a su carrera y apostar por una nueva línea: encargar a otros la dirección de proyectos concebidos por él, pero en los que se reserva el papel de autor y productor. Para ello ha creado una productora y una presunta trilogía de títulos fantásticos, The Night Chronicles (jugando en la denominación con su apellido y con el carácter oscuro de sus títulos… aunque conociendo el ego del hindú casi nadie duda que la elección obedece a su afán de poner su nombre “por delante del título”).
Y La trampa del mal es el primer eslabón de esa nueva cadena.
El Diablo, indudablemente
Vendido con el excesivo eslogan “De la mente de M. Night Shyamalan”, que recuerda al eslogan con el que Paramount vendió Family plot, la última película de Hitchcock, La trampa del mal es una ambigua traducción de un título original mucho más directo en todos los sentidos (Devil, o sea, Diablo). Aunque curiosamente es un título que ayuda a desvelar, a priori, menos la trama que el original.
Porque, digámoslo ya, el gran problema de Devil es que todo está explicado y sobreexplicado, machacado hasta tal punto que no hay posibilidad de que exista duda, recelo, sospecha o cualquier otro atisbo de inquietud en el espectador: las cosas claritas desde el principio hasta el final, para que no haya duda de que “el que la hace la paga”, que es, a fin de cuentas, el mensaje de una peliculita digna de un sermón dominguero.
El film se abre con unos planos iniciales magníficos, con imágenes aéreas de Filadelfia (las historias de Shyamalan casi siempre transcurren en su ciudad) pero invertidas, con los edificios arriba y el cielo abajo, y una inquietante música de Fernando Velázquez: un inicio espectacular. Los créditos finalizan con la cámara metiéndose en un edificio y, finalmente, en el hueco de un ascensor.
Pero esta capacidad de sugerir, de inquietar, se ve entorpecida por una inexplicable voz en off que desmonta cualquier duda con un discurso que viene a decir algo así como “mi madre siempre me contaba que el diablo torturaba a sus víctimas atrapándolas en un lugar y haciéndose pasar por una de ellas… Un suicidio allana la llegada del diablo y siempre acaba con la muerte de todos los atrapados”.
Más tarde descubriremos que el responsable de la voz en off es de Ramírez, uno de los vigilantes del edificio (un hispano que en su desesperación se pone a rezar por un walkie-talkie en mitad de la trama: sí, yo tampoco me lo podía creer), pero esta innecesaria explicación se cae por su propio peso: si el vigilante jamás sale de su sala, ¿cómo puede saber lo que pasa en otros puntos del edificio? Más aún, ¿para qué la voz en off? Su sola presencia ya anuncia que estamos ante el mismísimo Diablo y, por tanto, cualquier duda que pueda tener el espectador desaparece de golpe.
Por si fuera poco, la voz en off, sin que venga a cuento, vuelve a aparecer en varias ocasiones, siempre con el sermón de turno, incluso anunciando lo que va a suceder a continuación (“el Diablo nunca tiene compasión con aquellos que se interponen en su camino”… y, claro, a continuación muere el técnico de mantenimiento de ascensores que tenemos en pantalla), lo que nuevamente juega en contra de la película porque elimina cualquier capacidad de sorpresa.
Y, por si fuera poco, incluso nos adelanta el final (“todos mueren”), aunque aquí Shyamalan, fiel a su costumbre, vuelve a hacer trampa, y en un giro incomprensible salva a algún personaje y, de paso, cierra la historia con otro giro aún más sorprendente y unas palabras rimbombantes (“Te perdono”) que ya no ofrecen ninguna duda sobre el carácter edificador de una historia que concluye con una sentencia digna de figurar en el púlpito del anticine: “No os preocupéis, si el Diablo existe es porque Dios también existe”.
Para que no falte ninguna de las obsesiones de Shyamalan, en una de las primeras escenas, tras ese suicidio que allana el camino a la llegada del Diablo (dado en un brillante segundo plano, quizá uno de los mejores momentos del film), un diálogo entre dos personajes finaliza con otra sentencia de esas que dejan claras las intenciones de la película (“Hay que creer en algo superior”)… eso sí, la escena concluye con el descubrimiento de que uno es policía y se emborrachaba porque alguien acabó con la vida de su familia y se dio a la fuga; el otro, claro, es un personaje de Alcohólicos Anónimos.
(Atentos lectores sensibles: hasta ahora hemos intentado no desmenuzar la trama, pero es posible que en los próximos párrafos demos alguna pista de más sobre la identidad de algún personaje. Si no estás muy interesado en que te desvelen detalles, mejor salta a la tercera parte de este comentario.)
Como todo el que entra en la sala sabe de sobra, la historia gira en torno a cinco personas atrapadas en un ascensor (una idea que podría remitir a un título mítico del holandés Dick Maas: El ascensor), pero una de ellas guarda un pequeño secreto: es el mismísimo Diablo. Ante resúmenes así, distribuidos entre todas las revistas del mundo, lo que nadie puede esperar es que ningún espectador dude sobre el carácter fantástico del relato, por lo que los intentos de racionalizar los hechos por parte del policía de turno (ese que al principio se confesaba con el de Alcohólicos Anónimos) resultan innecesarios para la trama. Otro error de bulto, en este caso del departamento de marketing.
De hecho, la película se convierte durante buena parte de su metraje en un juego a lo Agatha Christie: ¿quién de los cinco es el Diablo? A medida que van falleciendo personajes, lógicamente se reducen las posibilidades, aunque como en cualquier trama de la novelista británica (en especial Diez negritos, con la que guarda más de un parecido) habrá truco final… que no desvelaremos aquí pero que, es eso, una trampa más del guión.
Llegados a la parte final, la aparición del mismísimo Diablo encarnándose en uno de los personajes, sirve para homenajear indirectamente a El exorcista (sobre todo en el leve maquillaje y en el uso de una voz múltiple para el maligno) y para dejar claro ese mensaje que ya había anunciado varias veces la indescriptible voz en off (“el que la hace la paga”), porque el Diablo es selectivo y no elige sus víctimas al azar, sino que los cinco elegidos habían obrado todos mal y, por tanto, merecían el castigo que van a recibir en ese ascensor atrapado en el piso 39.
Si indigna algo de Shyamalan no es que tenga una ideología y quiera vendérnosla, ni tan siquiera que nos machaque los oídos con explicaciones de lo que va a hacer, como si fuéramos tontos (con un aire de sermón difícilmente soportable), lo que realmente indigna es que para vendernos sus peroratas ignore qué es respetar el punto de vista, qué es la puesta en escena, qué es la lógica del relato y, sobre todo, que, además, traicione su propio mensaje y, pese a lo dicho, aquí no mueren todos… porque el que se arrepiente a tiempo de sus pecados salva la vida. Y no sólo el Diablo le deja en paz, sino que los humanos que tenían cuentas pendientes con él, también le perdonan. La redención es el camino de la salvación. Todo con una sutileza indescriptible, oigan.
Técnicos aplicados
Todo este sermón lo envuelve el director John Erick Dowdle con una planificación funcional, que recurre a los asesinatos en off visual aprovechando los apagones de luz en el ascensor, lo que en principio proporciona cierta inquietud, aunque la reiteración del recurso revela la trampa que esconde: si las muertes se produjeran a plena luz todos sabrían quién es el asesino (o sea, el Diablo), de ahí la necesidad de oscurecer la pantalla.
Dowdle ya confundió la forma de narrar Quarantine (recordemos: la versión americana de Rec, la extraordinaria película de Balagueró y Plaza donde la cámara era la protagonista de principio a fin, y no sólo por ser un aparente plano único, sino por ser la clave del relato), y vuelve a fallar aquí por la reiteración de la innecesaria voz en off, aunque quizá sea una imposición “de la mente” detrás de La trampa del mal, el autor-productor Shyamalan, cuyo ladrillo ideológico no puede ser socavado tampoco por el guionista Brian Nelson, autor de la estimable Hard Candy (una perversa vuelta de tuerca a Caperucita Roja) y de la predecible 30 días de oscuridad, cuyo texto tampoco logra inquietar por encima del discurso moral preestablecido.
Así las cosas, los únicos que dan cierto empaque a la producción son el fotógrafo Tak Fujimoto (experto en claroscuros visuales, no en vano iluminó varias películas de Jonathan Demme en sus buenos tiempos, en particular El silencio de los corderos, y también casi todas las de Shyamalan como director) y, sobre todo, el español Fernando Velázquez (curioso: es la primera vez que Shyamalan no cuenta con el músico James Newton Howard), cuya banda sonora homenajea a partes iguales al hitchcockiano Bernard Herrmann y a su discípulo español más aventajado, el Roque Baños de La comunidad.
Pero la fotografía y la banda sonora por sí solos nunca pueden salvar una función: son sólo elementos de un sermón que, nuevamente, cae en picado… desde el piso cuarenta, más o menos.
Escribe Mr. Kaplan
Título | La trampa del mal |
Título original | Devil |
Director | John Erick Dowdle |
País y año | Estados Unidos, 2010 |
Duración | 82 minutos |
Guión | Brian Nelson; argumento de M. Night Shyamalan |
Fotografía | Tak Fujimoto |
Música | Fernando Velázquez |
Distribución | Universal Pictures International Spain |
Intérpretes | Geoffrey Arend, Bojana Novakovic, Chris Messina, Logan Marshall-Green, Jenny O’Hara, Caroline Dhavernas, Bokeem Woodbine, Jacob Vargas, Matt Craven |
Fecha estreno | 11/01/2011 |
Página web | www.latrampadelmal.es |