Las crónicas de Narnia: El león, la bruja y el armario (0)

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Título original: The Chronicles of Narnia: The Lion, The Witch and the Wardrobe
País, año: Estados Unidos, 2005
Dirección: Andrew Adamson
Producción: Walt Disney Pictures – Walden Media
Guión: Christopher Markus, Stephen McFeely, Ann Peacock y Andrew Adamson; basado en el libro de C.S. Lewis
Fotografía: Donald M. McAlpine
Música: Harry Gregson-Williams
Montaje: Sim Evan-Jones y Jim May
Intérpretes:

Tilda Swinton, Brian Cox, George Henley

Duración: 90 minutos
Distribuidora: Buena Vista International
Estreno: Diciembre 2005
 
El poder sin imaginación
Escribe Sabín
La que se anunciaba como gran batalla de las últimas navidades, entre los dos blockbusters que debían barrer el mercado para todos los públicos, acabó convirtiéndose también en un duelo a nivel temático entre dos películas que enfrentaban la realidad y la fantasía, la triste miseria cotidiana y la fuga a través de la imaginación o, lo que es lo mismo, hablamos del desafío entre Las crónicas de Narnia y King Kong.

Al final, las cifras de recaudación mundial reflejan que la vencedora de ese combate es Narnia, o lo que es lo mismo: aquella película cuya apuesta resulta explícita, simplona, reiterativa, plana y, en definitiva, aquélla que sustituye la imaginación por lo evidente es la que goza de mayor apoyo del público.

Un dato que no debiera pasarnos desapercibido, porque precisamente esa evidencia, ese ser demasiado explícito, juega en contra de la propia película, de su teórico mensaje, de su canto a la imaginación como forma de escapar a la miserable realidad (la acción transcurre en un Londres bombardeado por los alemanes durante la segunda guerra mundial): así, la película acaba ofreciendo un no a la imaginación y un sí a lo explícito, un no a lo sugerido y un sí a lo evidente… exactamente lo contrario que el libro de C. S. Lewis y la teórica “idea” de la película.

¿Está justificado indignarse con una película que viene amparada por la pluma de C. S. Lewis y propiciada por la unión temporal de dos empresas que forman parte de dos de los más importantes conglomerados expertos en ocio de la actualidad, como son Walden Media y Walt Disney?

Puede estar justificado o no en función de lo que se espere de ellos y lo que realmente ofrecen. Para explicarnos mejor, vamos a revisar cinco puntos que nos ayudarán a entender mejor por qué, para este cronista, Las crónicas de Narnia (El león, la bruja y el armario), que es su título completo, es un lamentable churro fabricado en cadena.

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La saga de Clive Staples Lewis

Es evidente que en el ánimo de la Disney subyace la idea de crear una saga de éxito al estilo de Harry Potter en la Warner Bros o, más concretamente, la apuesta por los mundos literarios como base de prestigio para una serie de películas, caso de la trilogía de El señor de los anillos. Una apuesta lícita, sin duda.

Parece ser que los herederos de Lewis han peleado lo suyo para que la fidelidad cinematográfica sea la nota dominante en toda la saga, al menos así nos los han vendido en todas las notas de prensa y reportajes promocionales repartidos por doquier como parte de la campaña promocional. ¿Y es cierta esa fidelidad?

Bueno, veamos. Para empezar, cronológicamente se han saltado el primer libro de Lewis sobre Las crónicas de Narnia, titulado El sobrino del mago… Aunque en realidad éste sería el primero sólo si lo consideramos por orden cronológico, ya que cuenta el nacimiento del mundo mágico de Narnia, pero fue el sexto escrito por Lewis.

Disney podría alegar que el orden que ha elegido es el de su publicación, con lo cual la primera entrega sería El león, la bruja y el armario (publicada en 1950, y cuya trama se ubica en el año 1000 de Narnia), seguida de El príncipe Caspian (publicada en 1951 y ubicada en el 2303 de Narnia), La travesía del viajero del alba (publicada en 1952 y ubicada en el 2306 de Narnia), La silla de plata (publicada en 1953 y situada en el 2356), El caballo y el niño (publicada en 1954 y ambientada en 1014), El sobrino del mago (publicada en 1955 y situada en el año 1 de Narnia, es decir, el de su creación) y La última batalla (publicada en 1955 y ambientada en el 2555 de la era Narnia).

Un galimatías del cual la única conclusión clara es que ya se está preproduciendo la segunda parte, precisamente basada en El príncipe Caspian, porque aquí lo que importa es rodar cuando antes mejor… mientras el efecto de la franquicia se mantenga vigente.

Por otro lado, hablando de fidelidad a la obra original, como el papel de la mujer era demasiado pasivo en la novela original (recordamos, escrita en 1950), se ha “modernizado” su vocabulario, su fuerza, su decisión… en fin, que ha dejado de ser un florero para pasar a ser un elemento decisivo en la narración. Eso sí, insisten los responsables de la producción… ¡siempre respetando el espíritu original de Lewis!

Y digo yo, ¿se refieren al espíritu que muestra un mundo donde reina el mal, el rey de los buenos acepta morir para salvar a los suyos, pero tras su sacrificio resucita y, literalmente, vuelve de entre los muertos para imponer su reino entre los vivos? Hombre, si de lo que se trataba era de lanzar un discurso claramente religioso, con un innegable matiz católico (muerte, resurrección y extensión del reino), haberlo dicho antes, porque en ese caso sí que la película es tan fiel a la novela (recordamos, escrita en 1950) que deja en mantillas las teóricas segundas lecturas de títulos con “ideario religioso”, como pudieron ser en su día Superman, ET o Matrix.

En el fondo, no nos engañemos, todo se reduce a respetar aquello de C. S. Lewis que coincide con el mensaje habitual de las películas de Disney… y lo que no coincide (o por su desfase cronológico puede restar espectadores en taquilla: léase el tono machista del relato) pues se “actualiza”, eso sí… ¡con el pleno consentimiento de los dignos herederos del autor!

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Otras sagas a imitar

Como hemos indicado en el punto anterior, parece claro que Disney tenía en el punto de mira las sagas de Harry Potter y El señor de los anillos cuando se planteó crear su propia franquicia bianual para todos los públicos. Y esto está bien, están en su derecho.

Lo que ya no es tan admisible es que la propia planificación del filme remita a sus modelos hasta tal punto que haya planos idénticos. Dos ejemplos ilustran este mimetismo, aunque hay muchos más en Narnia.

Primero: cuando los niños escapan del Londres bombardeado y se van en tren a vivir al campo, los planos aéreos del tren (con su vapor y todo) por la campiña inglesa son idénticos a los de Harry Potter y la piedra filosofal (también hay otros similares en las siguientes entregas), cuando los nuevos alumnos se dirigen al colegio de los aprendices de mago. Además, para que no haya dudas, las tomas aéreas sobre el tren se repiten varias veces.

Segundo: siguiendo con las tomas aéreas, las imágenes de la batalla final, entre el ejército de la luz y el de la oscuridad (¿les suena de algo?), con la cámara sobrevolando el campo de batalla, remiten directamente a la batalla decisiva de Peter Jackson en la tercera parte de El señor de los anillos; eso sí, sustituyendo los planos netamente gore por otros más adecuados para toda la familia. Como en el caso anterior, las tomas aéreas de la batalla digital se repiten varias veces.

Los ejemplos de planos como los reseñados se reparten a lo largo del metraje, por lo que no cabe hablar de homenaje, sino de simple mimetismo, un problema mucho más grave de lo que pensamos en las superproducciones actuales, debido sobre todo a…

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La ausencia del director

No, no es que Las crónicas de Narnia carezca de un individuo que grite “acción” y “corten”, de lo que carece es de alguien con una visión propia, con un punto de vista, siquiera con un estilo particular con el que organizar todo el costoso material puesto en sus manos.

De hecho, en los últimos años hemos asistido en Hollywood a un caso curioso: los directores clásicos de las grandes superproducciones prácticamente han desaparecido (si exceptuamos a Wolfgang Petersen, que logra mantenerse a flote… pese a Poseidón), dando el relevo a realizadores acostumbrados al lujo en la producción, al movimiento continuo de la cámara y a la postproducción digital, o sea, los que vienen del campo del videoclip y la publicidad (con Michael Bay y Simon West a la cabeza, aunque hoy son una auténtica legión) y, a su vez, éstos ya están siendo sustituidos por una nueva hornada de directores aún menos conflictivos: nos referimos a técnicos de todo tipo que han alcanzado la dirección viniendo del campo del montaje (Stuart Baird es un buen ejemplo), de la fotografía (Barry Sonnenfeld) y, últimamente, los expertos en efectos especiales (Andrew Adamson, el director de Narnia, es el paradigma, ya que fue el responsable de efectos especiales en películas como Toys, Batman forever, Tiempo de matar o Batman y Robin).

La lectura de este movimiento orquestado desde las grandes productoras parece clara: si vamos a dedicar la mayor parte de nuestro dinero en los efectos especiales, que sea un experto en esta materia el máximo responsable de la película. Andrew Adamson cuenta además en su haber con otros dos éxitos en el campo del cine de animación, nada menos que Shrek y Shrek 2. La observación acerca de su experiencia con el cine de animación no es del todo gratuita porque el modelo de director que parece primar en los blockbusters actuales es precisamente ése: alguien atento a la iluminación, al diseño de producción, a los movimientos de cámara, a los efectos especiales… y al que no le preocupa casi nada qué pasa con la coherencia del guión o con los actores (porque, a fin de cuentas, son un elemento más dentro de la imagen… y no necesariamente el más importante).

En suma, Adamson es el prototipo perfecto de lo que buscan las multinacionales para su cine de masas: experto en efectos especiales, con nociones de animación, con una gran formación técnica, con nula capacidad de sugerencia y con una habilidad indudable para que todo sea visible, evidente, materializable para el espectador… a través de los efectos más increíbles. ¿Y los intérpretes? Pues eso, que se pongan delante del objetivo y que procuren recitar sus diálogos sin confundirse. Y punto.

¿Qué fue del arte de la sugerencia?

Si con la tecnología digital todo se puede mostrar, ¿para qué dejar algo a la imaginación del espectador? Una máxima que puede ser la señera en el terreno de los efectos visuales, los cuáles logran película a película retos mayores… aunque a costa de limitar nuestra capacidad de sorpresa porque, ¿qué puede sorprender hoy a un espectador habitual del género?

El problema surge cuando esa visualización de “absolutamente todo” se extiende al guión y a la propia realización de la película: se elimina cualquier sugerencia, cualquir doble lectura, cualquier aportación del espectador.

Un ejemplo lamentable echa por tierra gran parte de la película: en el libro, el armario que conduce a Narnia funciona como un símbolo, un lugar oscuro en el que esconderse de la amarga realidad (la guerra, el hambre, la falta de afecto familiar) y, desde esa negación de la realidad, los jóvenes protagonistas crean sus propios mundos (lógicamente inventados) donde todo es posible y, por supuesto, ellos acabarán siendo los héroes.

Bien esta idea también está en la película, pero de tanto mostrar el interior del armario, con los niños adentrándose, la ropa colgada… en fin, de tanto hacer evidente lo que debería quedar en un simple sugerencia, el tránsito de la realidad oscura a ese mundo luminoso, siempre nevado, blanco, que es Narnia, cada viaje acaba por convertirse en una especie de túnel del tiempo, de agujero negro mostrado con tanto detalle como cualquiera de los paisajes de Narnia… y entonces ya no estamos en el interior de la imaginación de los niños, sino que nosotros, los espectadores, los hemos acompañado en un viaje real, físico, mostrado con todo detalle en la pantalla. Llegados a este punto, la imaginación y la capacidad de sugerencia pierden la batalla… y la película pierde su coherencia, puesto que está realizada “en contra” del propio mensaje que pretende transmitir.

Y ya viene la segunda parte

Este recital de lo evidente, esta grosera exposición de lo que en muchos momentos debería quedar en el terreno de la imaginación se ha convertido en el gran éxito navideño. Para ello, ha derrotado a un King Kong que, en contra de lo que pudiera parecer en un principio, resulta mucho más original, más sugestiva de lo que sugiere su visión apresurada: Jackson ha hecho una apuesta por la imaginación frente a la realidad y ha sido consecuente con ella en todo momento… pero, claro, eso también exige que el espectador aporte su colaboración desde la primera escena (una irónica canción que habla del éxito y la alegría montada sobre imágenes de la miseria que siguió al crack de 1929), pasando por los encuentros entre Kong y su amada (a los que nadie ve nunca juntos: es todo un juego de la “imaginación”), para finalizar en la imposible secuencia del encuentro en Nueva York (donde, como unos novios cualesquiera, se dedican incluso a patinar en el lago helado; insisto: sin que nadie más les vea, todo es fruto de su imaginación).

Pero dejemos a un lado la imaginación. Peter Jackson es un director de cine, con ideas propias y, nos guste o no su obra, capaz de comunicar y sugerir con la imagen. Y eso no interesa. Hoy prima lo plano, lo evidente, ya lo hemos dicho. Y el éxito inmediato. De ahí que, como estaba previsto, los buenos resultados en taquilla del primer episodio de la franquicia ya hayan puesto en marcha la larga preproducción para la segunda parte de Las crónicas de Narnia, que llegará a nuestras pantallas a finales de 2007 o comienzos de 2008. Se cumple, sin problemas, el plan de la Disney y Walden Media: ya tienen su franquicia.

Una lástima que no hayan mantenido su apuesta: si el origen literario tiene una calidad indudable, no se puede decir lo mismo del resultado cinematográfico, lastrado por una política de producción que juega a ofrecer más de lo mismo, repetir fórmulas gastadas, apostar por imágenes miméticas, reducir todo el aspecto creativo a la calidad de los efectos especiales (magníficos, por supuesto), los decorados, el vestuario, la banda sonora, la fotografía y todos aquellos aspectos técnicos que pueden conseguirse con dinero y un presupuesto holgado, contratando a los mejores especialistas.

Pero ¿y la imaginación, dónde está ahora? ¿Dónde se esconde aquella máxima, hoy olvidada, que venía a decir algo así como “la imaginación al poder”?

(Crítica publicada en diciembre de 2005)

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