Leviatán (1)

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Los rusos tienen un problema con el alcohol

leviatan-1Todos los rusos, y a todas horas, bebiendo. Los ricos y los pobres, los corruptos y los menos corruptos, los jóvenes y los viejos, cuando están contentos y cuando están tristes, cuando celebran algo y cuando se aburren, para entretenerse y para divertirse. La película se titula Leviatán, pero perfectamente podría titularse vodka.

Leviatán es el nombre de un mítico monstruo marino terrible y poderoso. En él se basó Hobbes para identificar al estado totalitario al que confiamos nuestra libertad para que nos proteja a los unos de los otros, en esa guerra global en la que caeríamos si nadie se ocupara de evitarlo.

Ambas concepciones están presentes en la película. La primera en el esqueleto varado en la orilla del mar junto a los restos de naves derruidas, y la utilización hobbesiana en el estado opresor ruso que no se detiene ante nada. Un estado además (en la idea de Hobbes no está implícito aunque no tenga que excluirse necesariamente) corrupto hasta la médula. De eso parece que va la película, de la corrupción.

Ya desde el primer momento está claro que esa es su idea rectora. Desde los policías de tráfico hasta el impresentable alcalde asociado a los hombres de negocios, siempre ávidos de más y más dinero. Y frente a ellos el ciudadano de a pie ayudado por un quijotesco abogado que cree en la justicia y en los hechos, el pobre.

Pobre y tonto. Porque hay que ser tonto para subir tranquilamente al coche de los malvados y confiar en que no te va a pasar nada. Y le pasa, claro. ¿Y entonces? Pues no se sabe. El abogado, que tenía información muy comprometedora (y no es un farol, ya que el alcalde así lo reconoce a sus compinches) desaparece para siempre y deja que todo sigua su curso. El espectador se pasa más de media película esperando su reaparición estelar, pero nada de nada.

De todas formas esto de la corrupción no da mucho de sí, no al menos cuando está construido con la simpleza con la que aquí lo está. Y dos horas y veinte minutos, la duración de la película, es mucho tiempo para llenar. Y es ahí donde aparece esa otra historia que nada tiene que ver con la inicial, que no hay manera de hacerla encajar y que, por consiguiente, está como dejada caer, y cada cual que se las apañe.

Es la historia de la infidelidad, absolutamente increíble y absolutamente desacabellada, desde el primer momento hasta el último, y que conduce a un final confuso e inexplicable.

A todo esto los personajes siguen dándole al vodka.

Cuesta mucho aceptar la historia de amor o sexo de Lilya, un personaje que deambula por allí con cara de no entender nada, con una especie de amargura profunda que no sabemos bien de dónde viene (que sea el niñato ese el único responsable es excesivo), y que se entrega al abogado como quien fríe un huevo. La pasión, no digamos ya el amor, no lo vemos por ningún lado, lo que no es óbice para que, en esa inenarrable escena del almuerzo junto al río, arriesgue lo que no está escrito para encontrarse con su amante. El marido los descubre, claro, pero como buen marido, como marido enamorado que es, la acaba perdonando. Y ella acepta quedarse. Debe de ser que le gusta esa vida medio autista que lleva.

Lo dicho es más que suficiente para hacerse una idea del tipo de personajes que pueblan la película. Cuando no son absurdos son esquemáticos, sin carne, fofos. Lo es Lilya, pero no lo son menos el alcalde, prodigio de maldad, el marido abnegado o el absurdo abogado, y no digamos nada del niño insufrible que parece que echa mucho de menos a su madre (?).

También aparece el componente religioso, para que no quede nadie a salvo. Y de él obtenemos lo que esperábamos, lo que se espera en películas de este tipo, connivencia con los corruptos. Aquí sobre todo adopta la forma de mirar hacia otro lado, pero tanto vale.

Y no es que la idea sea disparatada en sí misma, sino que es ofrecida con una simpleza absoluta. Un par de conversaciones del cura y un discursito final con planos explicativos de quienes escuchan con atención, son los modos de fijar su posición, sin ningún matiz adicional, sin ninguna finura narrativa.

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Hay violencia, como tiene que ser. Y ahí están esas aficiones a pegar tiros. Y hay chistes de dudosa gracia, como los retratos de los antiguos dirigentes, que, para que no queden dudas, son asimilados a los actuales, como si el retrato de Putin omnipresente en los despachos no bastara.

La culminación pretende ser una especie de final abierto que lo único que muestra es la máxima expresión de la incoherencia que gobierna toda la película. No hay manera de entender la muerte de la protagonista. Si se trata de un suicidio tendríamos que apelar directamente a la enfermedad mental, pues los motivos que pueda tener para ello, máxime cuando ha rechazado huir con su amante hacia una vida que la redimiría de la rutina en la que está inmersa, y que parece que no le gusta, se antojan cuanto menos peregrinos.

Y eso sin entrar en los problemas con el niño, pues hacer descansar ahí la causa de su decisión entra ya en el terreno de lo surrealista. Por otra parte ver en su muerte un crimen de estado planificado para acabar con la resistencia del extorsionado marido sería lo que se conoce como matar moscas a cañonazos. Ni hay resistencia alguna ni hay necesidad de vencer nada.

No es por tanto un final abierto, pues para ello se requiere que se contemplen varias salidas posibles todas ellas plausibles, razonables, coherentes, y aquí todas son absurdas.

Y todo ello se intenta presentar con un envoltorio formal sugestivo, con apelaciones constantes al paisaje y su protagonismo, con planos largos y neutros que sugieren un hálito de objetividad que en el fondo no encierra nada, nada interesante al menos.

No nos cabe ninguna duda de que la corrupción en Rusia reclama una película. Pero desde luego no es ésta.

Escribe Marcial Moreno

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