La fe que desarma

La filmografía de Alauda Ruiz de Azúa se caracteriza por estar protagonizada por mujeres complejas. Son mujeres que, pese a sus dudas e inseguridades, se atreven a afrontar la vida de la manera que consideran más coherente con sus propios valores, incluso cuando eso implica desafiar las expectativas que la sociedad ha depositado sobre ellas.
En Cinco lobitos, la directora retrataba a una madre incapaz de asumir la maternidad con la naturalidad que se presupone al resto de mujeres, mostrando las grietas emocionales y los sacrificios invisibles que conlleva ese rol.
En la serie Querer, una mujer adulta se enfrenta al doloroso proceso de denunciar los abusos sexuales dentro de su matrimonio, un acto de valentía que la coloca en conflicto con sus hijos, amigos y familia.
Finalmente, en Los domingos, Ruiz de Azúa nos sitúa ante el dilema de una joven que decide ingresar en un convento, una elección que supone rebelarse contra todo su entorno para buscar su propio sentido de libertad y fe.
Esta negación de lo que se considera la opción mayoritaria es precisamente lo que introduce el conflicto en el cine de Alauda Ruiz de Azúa. Sus películas no se centran tanto en el acto de rebeldía en sí, sino en las consecuencias emocionales y sociales que este provoca.
Así, ante la decisión de Ainara (Blanca Soroa), una joven de diecisiete años que decide ingresar en un convento de clausura, la directora desplaza el foco de la narración: la película no busca reflexionar sobre el hecho de la vocación religiosa, sino sobre lo que dicha decisión desencadena en su entorno más cercano.
El guion de Los domingos sitúa el conflicto en el seno de una familia vasca tradicional, encabezada por la figura matriarcal de la abuela. En ese hogar convergen diversas tensiones que condicionan el rumbo de los acontecimientos: el padre (Miguel Garcés), viudo y actualmente involucrado en una nueva relación sentimental, dirige un restaurante que atraviesa un momento delicado tras haber solicitado un elevado crédito para sostener el negocio. Por otro lado, Maite (Patricia López Arraiz), la tía de Ainara, una gestora cultural de temperamento enérgico y vital –muy distinta de su hermano– se enfrenta a una crisis matrimonial.
En medio de este entramado familiar, Ainara compagina sus estudios con el cuidado de sus dos hermanas pequeñas. La joven, cada vez más consciente de sus inquietudes interiores, comienza a plantear su deseo de iniciar el periodo de discernimiento la etapa determinante para decidir si quiere ingresar en un convento. Sin embargo, lejos de encontrar comprensión, se enfrenta a la incomodidad, el desconcierto y las resistencias de quienes la rodean, lo que intensifica su sensación de aislamiento dentro de su propia familia.
Ruiz de Azúa eleva la apuesta dramática al situar al entorno familiar de Ainara frente a una decisión especialmente compleja. La joven expresa su voluntad de ingresar en una comunidad de clausura, una elección que implica una renuncia casi total al mundo exterior y, con ello, la imposibilidad de desempeñar la dimensión social y solidaria que caracteriza a muchas órdenes religiosas activas (aquellas que trabajan en barrios vulnerables, zonas urbanas degradadas o países en vías de desarrollo).
Esta opción, por tanto, no puede justificarse a través de un compromiso asistencial ni de un propósito socialmente reconocible. Lo que impulsa a Ainara es algo más íntimo y absoluto: el amor que siente por Dios y la convicción profunda de que su camino espiritual pasa por esa forma radical de entrega. Esta motivación, tan personal y difícil de comprender desde fuera, intensifica el desconcierto de la familia.
A pesar de la aparente normalidad que envuelve a la familia –incluida la tradicional comida de los domingos–, el hogar de Ainara es, en realidad, un caldo de cultivo de tensiones silenciosas que la empujan a buscar afecto fuera de ese entorno. Los problemas económicos que acosan al padre erosionan la estabilidad familiar, mientras que la ausencia materna, acentuada por la presencia incómoda de la nueva pareja de él, profundiza en Ainara una sensación de desarraigo. A ello se suma la creciente fricción con su tía, incapaz de comprender sus decisiones y su necesidad de huir. Todo esto conforma la verdadera raíz de su búsqueda espiritual, un camino que encuentra rumbo definitivo cuando halla en el convento una fe capaz de llenar los vacíos afectivos que su familia nunca supo atender.
Al igual que en sus trabajos anteriores, la cineasta vasca busca una objetividad que la conduce a no emitir juicios explícitos sobre sus personajes, aunque el personaje de la madre priora (Nagore Aramburu) es particularmente estremecedor. El filme se limita a mostrar las distintas posturas en juego sin que, en principio, se plantee la necesidad de señalar culpables. Cada figura carga con sus propias ataduras e incertidumbres: las dudas de Ainara, la vacilación del padre –más pendiente de las implicaciones económicas, hasta el punto de preguntar si el ingreso en el convento conlleva algún coste– o la radicalidad de Maite, rebotada de la educación católica que recibió. Todas estas posiciones, aunque diversas, surgen de un mismo sustrato: la pertenencia a un universo familiar profundamente arraigado en el catolicismo, que condiciona tanto sus miradas como sus decisiones.
Ese ruido externo contrasta de manera evidente con la vida que transcurre dentro del convento. Allí se configura otro microuniverso, regido por una estricta rutina y una existencia espartana que, para Ainara, representa la única forma de conciliar sus deseos de profundizar en su fe religiosa con su necesidad íntima de sentirse querida. Mientras que para otros adolescentes resultan naturales y reconfortantes aspectos como las charlas con sus amigas, la música —como la canción Quédate, de Quevedo, que suena en la escena inicial— o los primeros escarceos amorosos con un compañero de coro, en Ainara esas mismas experiencias no generan bienestar, sino más bien desconcierto y desasosiego.
Ruiz de Azúa plasma esta tensión interna en una secuencia magnífica: Ainara canta junto a sus compañeros en el coro y, tras finalizar el ensayo, todos se dirigen a una discoteca. Sin embargo, la banda sonora mantiene la continuidad al dejar sonar la música coral, lo que subraya la distancia emocional de la protagonista respecto al ambiente festivo. En la discoteca, la cámara se eleva hacia una luz blanca que adquiere un potente valor metafórico: simboliza la aspiración de Ainara a trascender lo terrenal y a buscar un sentido más elevado a su propia existencia.
La película está repleta de escenas en las que el significado emerge directamente de la posición de la cámara y de la cuidada composición escénica. El uso insistente de los espacios interiores –especialmente los pisos estrechos– intensifica la sensación claustrofóbica y laberíntica que atraviesan los protagonistas, convirtiendo el entorno doméstico en una extensión visual de su conflicto emocional.
A esto se suma un elaborado juego de planos y contraplanos que no solo organiza el diálogo, sino que subraya de manera constante las dinámicas de poder entre los personajes, marcando quién domina cada intercambio y quién queda relegado. Igualmente ocurre con la secuencia final en la iglesia, construida como una puesta en escena de gran carga simbólica; la disposición en tres niveles –la familia, las monjas y el coro– crea una jerarquía espacial que ordena los distintos roles, todo ello potenciado por el montaje en paralelo con Maite en la notaría, que introduce el contrapunto narrativo y emocional.
Con Los domingos, Ruiz de Azúa ha construido su obra más compleja hasta la fecha. Se trata de una propuesta radical que trasciende el simple dilema de si la adolescente dará o no el paso definitivo para ingresar en el convento –un punto que, de hecho, constituye quizá la parte más débil del guion–, ya que ese gesto no es el centro real del discurso. La película encuentra su verdadera fuerza en la exploración de cómo una familia comienza a descomponerse cuando una situación inesperada pone en tensión esa estructura tradicional de nuestra sociedad.
La posibilidad de que Ainara ejerza su libertad de elección –en este caso, la renuncia al mundo exterior, aunque podría tratarse de cualquier otro conflicto personal– sacude la aparente solidez de una familia unida por la rutina y la tradición. Su decisión, motivada por la fe, no solo altera el rumbo de su vida, sino que también cuestiona los cimientos mismos de esa institución doméstica marcada por la educación católica.
Así, la película revela cómo un gesto íntimo puede desencadenar un proceso de ruptura interna, obligando a cada miembro del núcleo familiar a confrontar sus propias creencias.
Escribe Luis Tormo | Fotos BTeam

