Muy lejos (2)

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Éxodo sexual

Varios factores concurren en el debut cinematográfico como director del catalán Gerard Oms (1983). En primer lugar, su película participa del espíritu del tiempo que domina en un amplio espectro de la política y de la cultura (pleonasmo) de la España de la segunda década del siglo XXI.

Muy lejos se incardina en el cine catalán hablado en català, uno de los objetivos básicos del nacionalismo político catalán desde su temprana llegada al Palau de la Generalitat hace ya casi la friolera de cincuenta años y, no obstante, paradojas de la vida, alcanzado gracias a la perentoria urgencia de alcanzar el poder central por parte de un determinado partido político y su resilente líder («Haremos de la necesidad virtud»).

El surgimiento ¿fructífero? —el tiempo lo dirá— de una cinematografía plural, más allá del español o castellano como lengua vehicular, ha propiciado la aparición de un cine vasco en euskera, gallego en galego y catalán en català. La España plural ya ostenta su pluralidad también a nivel cinematográfico.

Huelga decir que dicho cine en las lenguas vernáculas parece añadir un plus de legitimidad ¿democrática, política, cultural? al carpetovetónico y rancio cine español. Sirva como ejemplo más reciente el indiscutido éxito y promoción de una película tan mediocre como Casa en flames (2024, Dani de la Orden), cuya aclamada recepción no responde a sus cualidades artísticas intrínsecas.

Aparte de la pluralidad lingüística, este Zeitgeist hunde sus garras en la porfiada política institucional del feminismo y los movimientos LGTBI, ampliamente aceptados y canalizados gubernamentalmente desde los consejos de ministros de Rodríguez Zapatero, pero, con un ardor guerrero renovado, desde los gabinetes del gobierno de coalición progresista.

Si las lenguas de las nacionalidades históricas nutren de libertad y democracia al polvoriento castellano, las temáticas de identidad sexual culminan la reparación y reivindicación de unos derechos pisoteados y mancillados con profusión en el estado español, sobre todo durante el franquismo (se obvia el statu quo del asunto en países de nuestro entorno. Que se lo digan al pobre Alan Touring o, más recientemente a George Michael.)

Muy lejos logró el premio de la Crítica y el de mejor actor en el reciente Festival de Cine Español de Málaga, y muy mal está la crítica española —como se escribe en castellano— o, simplemente, no es capaz de sustraerse al Genius seculi imperante. Valga resaltar que el director y guionista Gerard Oms desempeña su labor como acting coach de actrices como Ana Wagener o Bárbara Lennie, lo cual parecía predisponerlo a asumir las riendas de la dirección artística.

La presencia del actor Mario Casas como protagonista sirve a un propósito dual: por un lado, es un reclamo o cebo para atraer a espectadores, dada la fama del actor. Por otro, sirve para que Casas porfíe una vez más consigo mismo para desprenderse del sambenito de guaperas y de mazas que lo acompaña desde Tres metros sobre el cielo. Esta estrategia de búsqueda de legitimación actoral parece corroer a los actores desde tiempos inmemoriales. En el fondo, es una muestra más de la debilidad de carácter que como personas los atenaza y de la necesidad de la actuación para zafarse de la misma.

De ahí la profesión de Oms: entrenador de actores, un oficio que nos retrotrae al Lee Strasberg del Actor’s Studio y al tan cacareado método. Que se lo digan si no a la oscarizada Emma Stone, la cual parece necesitar hacer penitencia de su éxito hollywoodiense sometiéndose a todos los proyectos pretendidamente sofisticados y cultos del inefable director heleno Yorgos Lanthimos. El trueque es obvio: tú me prestas tu fama y yo te daré el barniz estético e intelectual que la afiance.

Muy lejos resulta, además, anacrónica en su reivindicación de la salida del armario de su protagonista. Casas encarna a un fornido catalán (pero no de ocho apellidos), seguidor del club de fútbol Español, que durante su estancia en Holanda para asistir a un partido de su equipo sufre un ataque de ansiedad-pánico que le inducirá a no regresar a Barcelona con su padre, hermano y demás seguidores.

Toda la película gira en torno al protagonista, a la potente cerviz del actor, colocándose la cámara como un yugo uncido a la misma. Y la bestia Casas arrastra a lo largo de todo su periplo una violencia contenida, un dolor soterrado, una angustia larvada que lo mortifica y que su pétrea expresión —la del actor— intenta expresar de forma lacónica, parca, sin éxito, a nuestro entender (no así al de la mayoría de los críticos).

Casas encarna a un fornido catalán (pero no de ocho apellidos), seguidor del club de fútbol Español.

Es que, aunque el tiempo cronológico se sitúe en el año 2009, resulta inverosímil la ofuscación y el empecinamiento del personaje por negar sus deseos más íntimos, su sexualidad. Que tenga que ser en Ámsterdam donde se produzca la epifanía, cuando en aquella época histórica España, gracias al gobierno del susodicho Zapatero, ya había aprobado los matrimonios homosexuales, es un sinsentido en el guion, más allá de que este quiera reflejar los avatares personales y sentimentales del propio Gerard Oms, tal y como ha publicitado reiteradamente en los medios de comunicación: «He fet aquesta pel·lícula per a reconciliar-me amb mi mateix», «És una carta d´ amor al pare, al meu cosí i als meus amics pericos», «Vivia en una crisi d´identitat sexual, vaig estar en un bloqueig emocional»…

La anécdota personal puede ser un buen McGuffin, pero no dota al objeto artístico de un IVA si este no ha sido generado desde el propio arte, a saber, lo personal por muy sincero que sea no es estético de por sí: Nulla ethica sine aesthetica, usurpando a Nietzsche.

Nadie duda de dichas convicción y sinceridad de director y actor, pero sí del resultado: un periplo, una odisea mínima e intimista por el laberinto de canales y bicicletas neerlandés, a la búsqueda de… sí mismo. El tono gris de la ciudad se impregna en el desarrollo del guion. Gastar noventa minutos de los cien de la película para que se produzca el encuentro amoroso y sexual de Sergio con otro joven al que ha conocido en un bar de ambiente ya sólo no es catártico, sino que resulta casi extemporáneo.

Su condición de seudomarginado por su deambular y callejeo por los lugares menos turísticos de la ciudad es más un desiderátum, una penitencia particular que se autoimpone que una necesidad y coherencia diegéticas. Si para mostrar su dolor interior, soterrado, debe rozarse con los verdaderos marginados —emigrantes marroquíes sin papeles—, este cristianismo sin posible redención deviene plúmbeo y angosto, estrecho de miras.

Tan patético como el encuentro sexual con la joven recepcionista del albergue donde estuvo alojado con su familia: es obvio que no goza en dicho encuentro y que debe actuar para satisfacer a la mujer, que no a sí mismo. Bien es cierto que este encuentro es un preludio del próximo homosexual y este sí gozoso y liberador. Pero es que Querelle,de Fassbinder, era de 1982; y Eusebio Poncela y Antonio Banderes ya echaban un polvo estratosférico en La ley del deseo,de Almodóvar, en 1987.

, lo personal por muy sincero que sea no es estético de por sí: Nulla ethica sine aesthetica, usurpando a Nietzsche.

Tampoco casa muy bien el personaje de Manel, otro inmigrante barcelonés, pero éste sí nacionalista hasta las cachas. Ni siquiera se presta a hablar en español con la profesora de holandés. Su antipática participación en la historia revela cierta diglosia diegética e ideológica. Manel es el catalanufo irredento y soberbio, frente a Sergio, un híbrido de español y catalán, más humano y generoso.

El episodio en que se visita el Centro Cervantes de Ámsterdam y se escucha recitar a una profesora en catalán a Miquel Martí i Pol tampoco tiene desperdicio. Una prueba más, aunque sea con calzador, de la bondad de esta nueva España plural. Ah, Manel visita el Cervantes para recoger los periódicos españoles que llegan allí y poder leer la prensa nacional. El periódico: El País.

Como flecos secundarios, la relación con su compañero de alquiler, un violonchelista joven y guapo y holandés que en un principio desprecia a Sergio, hasta que este se conmociona, con lágrimas incluidas, al escuchar la música que emana del instrumento y que le debe llegar al alma. Sergio ya transita por la buena senda.

La relación con su casera, una antillana madura e inmigrante también, que se ha conseguido hacer respetar (tiene casa e incluso alquila habitaciones) por los ufanos y cabrones (y altos y guapos) holandeses gracias al dominio del idioma, cuya chanza ejecuta el catalanufo Manel en una contradictio in terminis que choca con su denodado nacionalismo lingüístico; la casera se convierte en una especie de hada madrina que cobija la soledad material y espiritual del protagonista.

Tampoco casa muy bien el personaje de Manel, otro inmigrante barcelonés, pero éste sí nacionalista hasta las cachas.

Por último, la porción árabe a través del personaje de Yusuf, un marroquí procedente de Alemania que ha aterrizado en Ámsterdam y busca con denuedo los papeles. No se explica cómo habla el español tan correctamente. Se convertirá en valedor de Sergio al ofrecerle trabajo en un restaurante árabe. En compensación, el español intentará suministrarle los papeles a través del infumable e impresentable Manel.

Obviamente, la cosa no cuajará y Yusuf y Sergio acabarán distanciados, más cuando Yusuf sugiere un matrimonio de conveniencia con Sergio para legalizar su situación. Esto despierta la violencia machista del protagonista que se encabrita negando su posible condición de maricón, igual que sucede cada vez que surge alguna situación que pueda propiciar un contacto físico masculino.

Como botón de muestra de la rampante globalización, el babel de lenguas en que se desarrolla la historia: español, catalán, inglés, neerlandés, árabe. Todo un popurrí verbal, supeditado a la solidaridad internacional. Los buenos de espíritu y de corazón siempre triunfarán.

Como colofón, Silvia Pérez Cruz interpreta una canción durante los títulos de créditos finales. El pastel ya tiene guinda.

Por cierto, Sergio no regresa a Barcelona y prefiere permanecer en Ámsterdam. Sí, se siente libre al final, en mitad del desierto holandés ha canalizado su éxodo sexual.

Escribe Juan Ramón Gabriel | Fotos BTeam