No esperes demasiado del fin del mundo (3)

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Plagada de crítica social y sobre la falta de humanidad

Cinta apabullante, energúmena, explosiva, abierta e intensa, un collage de comedia negra y ensayo locuaz, salpicado de citas literarias, chistes, comentarios cinéfilos y referencias al residente extranjero más notorio de Rumanía: el perverso Andrew Tate. El título es una máxima del poeta y aforista polaco Stanisław Jerzy Lec, quien escribió ideas y comentarios muy precisos sobre los fenómenos sociales y políticos contemporáneos.

Comedia negra que cabalga hacia una sátira apocalíptica, su título es aún más explícito de lo que aparenta. Su enunciado habla de la futilidad de las cosas, del mundo, de nuestra existencia, de nuestra pompa y egos inflados. Como expresaba Jerzy Lec: «Cuanto mayor es la oscuridad más fácil es ser una estrella. Todo es ilusión». O como se lee en el Eclesiastés, todo es «vanidad de vanidades y pacer del viento».

La ilusión a que me refería la encarna la protagonista Angela (Ilinca Manolache), una asistente de producción encendida y salvaje, privada de sueño, que trabaja para una compañía de cine y video rumana en Bucarest. Es ayudante de producción y conduce por una capital intransitable y por el resto del país, para cumplir la misión de buscar testimonios para un spot sobre seguridad laboral. Angela se nos presenta luminosa con su traje de lentejuelas, como tratando de escapar de ese «fin del mundo».

Tiene la películaun ingenio fragoso, una honda seriedad y unos modales descarados. El director rumano Radu Jude supera a su película ganadora en Berlín, Un polvo desafortunado o polvo loco (2021), en cuanto a desafío vivamente actual, delirante y en extremo escandaloso.

Jude, en su dirección y la confección del libreto, consigue una proeza de crítica social deslumbrante, especie de ataque desde todos los frentes al espíritu que preside estos tiempos, una obra traviesa y a menudo jocosa sobre la artimaña del trabajo.

Película que divierte y a la vez es furibunda, cruda y febril. También es más cuerda de lo que pudiera parecer, especie de manifiesto que expone la paradójica falacia multiproclamada de que uno debe trabajar para vivir, cuando lo que nos apunta Jude es que el trabajo, o sea, la despiadada rutina diaria tan frecuente hoy día, define y empuja a la gente a la muerte.

Está dividida la cinta en dos capítulos desiguales, y tan llena de rebeldía e ideas provocadoras, que sólo un segmento de algunos minutos de esta tiene una enorme, incluso atómica, potencia intelectual.

Posee un planteamiento anárquico, lleno de digresiones, que se niega al sometimiento, lo que se hace evidente en el primer capítulo llamado Un diálogo, con la película de 1982, Angela merge mai departe (Angela Moves On), de la era Ceauşescu, dirigida por Lucian Bratu y protagonizada por Dorina Lazar en el papel de una taxista de Bucarest que se encuentra en una relación con uno de sus pasajeros. Esta obra traza un paralelismo imaginario con la Angela de la película, entre dos personajes que se sirven de espejo.

Las frenéticas escapadas cotidianas de la heroica protagonista Angela (una electrizante y genial Ilinca Manolache, que carga en gran medida con la película), se mezclan con escenas de la cinta de 1982, bien con elegancia o de forma disruptiva. Es una idea que produce paralelos fascinantes, paralelos que llegan a converger cuando Angela (dos), interpretada por Lazar, ahora en sus ochenta años, aparece inopinadamente en la historia actual: ««El pasado me encanta porque es cuando yo era joven», dice la Angela mayor.

El resto del tiempo sólo vemos la estresada y agotadora existencia de la Angela joven, una mujer visiblemente tatuada, con un trabajo ingrato como recadera para una productora local a su vez contratada por una corporación austríaca para filmar una promoción de seguridad laboral.

En la granulada y contrastada fotografía en blanco y negro de Marius Panduru, nuestra protagonista se levanta con los ojos vidriosos a una hora intempestiva y se tambalea desnuda por su dormitorio, que está lleno de botellas vacías y libros de Proust, y con premura se prepara para otra jornada de 16 a 20 horas haciendo recados por Bucarest. Colabora en la temática del filme la música de Jura Ferina y Pavao Miholjevic.

Pero antes de subirse al coche en el que pasa la mayor parte del día, conocemos a Bobita, el odioso alter ego online de Angela. Este personaje satírico, inspirado en Andrew Tate, un americano machista, homofóbico, misógino y antivacuna al que han expulsado de varias redes sociales, que en 2022 fue arrestado en Rumanía acusado de haber cometido tráfico sexual pues secuestró a dos menores, las violó y las usó en vídeos pornográficos.

Es una vida miserable para Angela, cuyo único placer es publicar clips en TikTok donde finge ser A. Tate.

Bobita surge cada vez que llega la inspiración, lo que suele deberse a que el agotamiento de Angela se manifiesta en una energía nerviosa descontrolada que nunca parece decaer. Apenas disfrazada, calva, barbuda y con el ceño fruncido, Angela se filma a sí misma pronunciando fragmentos estridentes de un discurso de odio virulento, soez y ofensivo. Parece que Bobita es el canal a través del cual puede expulsar las toxinas sexistas y racistas que la invaden por el prolongado contacto con el trance que es la vida urbana moderna.

La tarea de Angela es grabar entrevistas con trabajadores que resultaron heridos en el trabajo, para que los austriacos, representados por la distante Sra. Goethe (maravillosa Nina Hoss), puedan elegir un portavoz apropiado para su video. Su empleador, con quien tiene un contrato insignificante, ha recibido el encargo de tratar con la fría empresa austriaca con sucursales en Rumania, cuya directora de marketing, la Hoss, no parece muy empática, pero sí práctica. Le pone la canción: Coge esto porque no tienes trabajo.

Los austriacos quieren hacer un vídeo persuadiendo a los trabajadores a llevar ropa y equipos de seguridad, vídeo que contenga el testimonio de una persona que ha quedado discapacitada en su actividad y que esté dispuesta a decir ante la cámara que todo se debió a que no llevaba casco, ropa segura, etc., o sea, que se culpe a sí mismo en lugar de a los jefes.

Angela se lleva bien con sus protagonistas, generalmente separándose de ellos cuando se marcha con alguna broma obscena; cada encuentro está plagado de guasas y anécdotas que varían en un tono desde infantil a profundo.

La cosa es que las dos mujeres (las Angela) ocupan el mismo espacio ficticio: la misma taxista de la película de 1982, es ahora mucho mayor; su marido, bebedor, le dio mala vida, pero aún sigue a su lado. La anciana está emocionada por la duplicación de sus nombres y la similitud de los trabajos. Su hijo va en silla de ruedas y espera aparecer en el video.

A lo largo del metraje aparecen el dictador rumano Ceausescu, el reverenciado pionero del cine Georges Méliès. estrellas porno…

El amante en la película del 82 (muy bien László Miske), también está allí, un octogenario que coquetea con la Angela joven. Pues bien, es el hijo en silla de ruedas, Ovidiu (Ovidiu Pîrsan), un candidato que se golpeó con una barrera sin llevar el preceptivo casco. El problema es que su apellido significa «Nalga», o sea, «Medio culo”», lo cual podría distraer la atención del espectador hacia lo jocoso, según el director del corto Tiberiu Berbece, quien dice va a utilizar un filtro dorado para darle emoción; pero finalmente es quien obtiene el trabajo de 1.000 euros, aunque provoca un momento difícil al insistir ante la cámara que sus males fueron culpa de los empleadores y no de él mismo.

A lo largo del metraje aparecen el dictador rumano Ceausescu arreglando partidos de fútbol; el reverenciado pionero del cine Georges Méliès filmando anuncios de mostaza; estrellas porno que solo pueden seguir el ritmo haciendo una pausa a mitad de la escena para conectarse a PornHub, sitio web de pornografía en Internet con sede en Montreal.

Es una vida miserable para Angela, cuyo único placer es publicar clips en TikTok donde finge ser A. Tate escupiendo bilis misógina y adoración por Vladimir Putin. Incluso consigue entrevistar al director alemán de culto Uwe Boll (interpretándose a sí mismo), famoso por sus películas pulp de mal gusto y su odio por los críticos esnobs y jactanciosos. Estos videos son en color; el resto de su vida es en monocromo granulado.

Los chismes de baja calidad sobre Anthony Bourdain, el chef norteamericano que se quitó la vida en un Hotel en París se mezclan con referencias superficiales a Karl Marx, las prácticas funerarias del antiguo Egipto y la denigrante destreza boxística de Boll.

La disonancia de imágenes y mensajes deviene eficaz distracción, tanto que resta la atención de las fuerzas de la explotación corporativa, que hacen que cuando conduce por las calles congestionadas de Bucarest, Angela mastique chicle, beba bebidas energéticas, escuche música a todo volumen y, aun así, apenas pueda evitar perder la conciencia al volante.

Película nerviosa y agitada, una aventura experimental donde la narrativa es algo incidental.

La genial interpretación de Manolache, es una especie de vicisitud y un pretexto para una generación para la que el tipo de economía ha borrado la idea del tiempo libre o la satisfacción laboral. Pero también es ella misma, una mujer atípica con una mente brillante que desprende chispas, como las lentejuelas de su vestido tipo camiseta, un atuendo llamativo para ocultar su desorden durante un encuentro rápido con un amante dentro de su coche aparcado.

Hay un viaje en coche desde el aeropuerto, Angela ha tenido una relación sexual y lleva manchado de esperma el multicolor vestido; se vuelven a intercalar imágenes de la peli de la mujer taxista de 1982; charla con la señora Goethe (altivo personaje de Nina Hoss), mujer que da la impresión de haber vendido su alma al diablo (su tatarabuelo fue, en efecto, el autor de Fausto), a cambio de un generoso cheque y un traje de pantalón bien planchado.

Angela menciona una peligrosa carretera en las afueras de la ciudad, llena de cruces que conmemoran a los que han muerto en accidentes de tráfico. Y así, después de todo el frenético y rabioso bullicio, entramos en un tramo de montaje mortalmente silencioso, en el que se van desplegando sin prisas imágenes de ciento quince de esas cruces, un doloroso recordatorio de que siempre es, como anuncia un reloj de pared sin manecillas, más tarde de lo que uno piensa. O como dice la canción argentina: Que la vida es la muerte demorada.

Jude entonces detiene la película y muestra un extenso montaje de imágenes fijas de estas cruces de carretera rumanas de la vida real, de todas las formas y tamaños: algunas destartaladas, otras de aspecto caro. Jude nos invita a ver cómo todo el tema está dando vueltas en la mente de Angela: la tumba de su padre ha sido exhumada porque una corporación afirma ser dueña de esa parte del cementerio.

Película nerviosa y agitada, una aventura experimental donde la narrativa es algo incidental, que pone a prueba los límites y las tramas de la experiencia contemporánea, siempre divagando e interrumpiéndose e intrigada por un mundo que se filtra por la pantalla de cine, la pantalla de Zoom, transmisión en vivo y TikTok. Continuamente quejas sobre la Rumania moderna: cómo se ha degradado su espacio público, la miseria de su obsesión que no cesa por líderes fuertes como el húngaro Viktor Orban, su racismo y su aceptación estúpida de un capitalismo mal entendido.

El resultado es amargo, extraño, fragmentado, esperpéntico, cuasi berlanguiano y, a menudo, extrañamente divertido.

El resultado es amargo, extraño, fragmentado, esperpéntico, cuasi berlanguiano y, a menudo, extrañamente divertido. Es una película que gira libremente y se niega a adoptar un tono particular, no aclara lúcidamente cuál es realmente el punto central. Es una obra que mantiene un pulso con el espectador, que nos pregunta qué tipo de sátira es o incluso si, más que sátira es meramente una cebolleta.

De drama contenido, esta obra, a pesar de su larga duración de 163 minutos, no se hace larga; al menos a mí no se me ha hecho pesada ni nada de eso. Al contrario, la crítica social y al trabajo delirante tal y como se concibe en este tiempo, la hace rabiosamente actual en forma y fondo. El mensaje es que no trabajamos para vivir, al contrario, vivimos para trabajar, un bucle cerrado con toda la resonancia de una gran estupidez: lo que hacemos para subsistir es lo que nos enferma y acaba matándonos.

Pero obviamente, nada de esto impide que no podamos reír, incluso de los mayores males que nos acechan agazapados en la cuneta de esta vida que, en ocasiones, como decía un mejicano en una peli de vaqueros es una «puerca vida». O al menos, la están diseñando de esta manera nuestros políticos, dirigentes y «mandas».

Pero incluso tenemos que carcajearnos de la crueldad que es ahora la mayor barbarie de un mundo digital que, para colmo, pretende ser aleccionador. Cuando, en fin, todos sabemos que hoy día la violencia verbal, la física, la mentira, el fanatismo, la ceguera humana, la guerra en ciernes o el narcisismo más enfermizo, se están apoderando de todo.

Al final auguro que entre quienes vean esta película, las opiniones estarán, seguro, divididas. Mi opinión es favorable.

Escribe Enrique Fernández Lópiz | Fotos Filmin